LA tarde siguiente, Marie se sintió impulsada a volver al colegio. Esta vez se despidió de Stella pretextando que iba a ver si encontraba algunas cosas para su ajuar y una modista, a lo que la tía de Jeremy asintió, indiferente, con un movimiento de la cabeza. Por algún motivo, de repente Stella había dejado de estar tan empeñada en pasar el día con ella.
«¡Está bien! —se decía Marie a sí misma, mientras se abría paso en medio de la multitud de transeúntes—. Ya verá que no estoy embarazada y tendrá que aprender a confiar en mí. Qué mejor manera para demostrárselo que siendo independiente».
La calle mayor estaba repleta de gente como si fuese el día del mercado semanal. En el momento en que el colegio apareció ante ella, se abrió la puerta de entrada y algunos niños salieron a toda prisa con gran alboroto. Un grupo de chicos estuvo a punto de atropellarla, pero Marie lo tomó con una risa benévola.
¡Sí, eso era lo que había echado de menos! Estar rodeada de alegría infantil, al menos durante los recreos. Cuando cesó la oleada de niños saliendo por la puerta, Marie subió por la escalera y penetró en los frescos recintos, por los que se extendía ahora un suave olor a comida.
En una de las aulas oyó cómo alguien arrastraba una silla. Tras una breve vacilación, Marie se dirigió a la puerta.
James Isbel estaba limpiando la pizarra en la que había anotado fórmulas de álgebra. Contenta de que no hubiese advertido inmediatamente su presencia, ella observó a aquel hombre que llevaba hoy un chaleco floreado sobre la camisa de un blanco impoluto y pantalones negros. Al mismo tiempo se preguntaba si él era el único que daba clases aquí. Pero solo en su fuero interno pensó en la posibilidad de poder conseguir un empleo en este colegio, pues su sentido común le decía que con toda seguridad Isbel no habría estado esperando una maestra procedente de Alemania.
—¡Buenos días, Mr. Isbel! —dijo finalmente para que él notara su presencia.
El maestro se volvió sorprendido.
—¡Ah, buenos días, señorita Blumfeld! —Con un trapo se limpió los dedos de la tiza—. No pensaba que la volvería a ver tan pronto.
—Fue superior a mí. Al fin y al cabo…
Marie no prosiguió, pues dudaba si debía contárselo o no.
—¿El qué? —insistió Isbel sonriendo.
—La escuela es algo así como mi segunda casa.
—Es muy raro que un alumno piense así. Al cabo de un tiempo, la mayoría ya no se siente atraída por su colegio y aún menos por otros colegios, a no ser que quieran inscribir en él a un hijo.
—No soy solo una antigua alumna —replicó Marie, y tuvo que armarse de todo su valor antes de añadir—: En Alemania trabajé de maestra.
Isbel enarcó, sorprendido, las cejas.
—¿De verdad? Me lo creerá o no, pero ya imaginé algo parecido. Al fin y al cabo usted habla casi a la perfección un idioma extranjero y parece tener la cabeza muy bien amueblada.
Marie se ruborizó.
—Gracias, es usted muy amable.
—¡Es la pura verdad, querida! —Isbel dio unos cuantos pasos en dirección a ella y después se apoyó contra uno de los bancos—. Dígame, ¿quiere usted ejercer su profesión aquí en Selkirk?
—Me encantaría —prorrumpió Marie—. Pero imagino que será difícil encontrar un empleo. Seguro que usted tendrá bastantes profesores.
En vez de contestar, Isbel preguntó:
—¿Ha dado clases últimamente? ¿Tal vez en el barco?
«¿Por qué lo preguntará?», sonó una diminuta voz en la parte posterior de su cabeza, una voz que Marie ahuyentó inmediatamente. Fue tan grande la excitación que se apoderó de repente de ella, pues no imaginaba que surgiese tan pronto una oportunidad para hablar de la situación en el campamento de los indios.
—Efectivamente estuve dando clases —contestó, esforzándose por no hacerse un lío y pasar a hablar en alemán—. Durante el viaje nuestra caravana fue asaltada, yo caí del carro y fui recogida por indios Cree. Pasé allí unos dos meses y al cabo de un tiempo empecé a enseñar inglés a los niños. Y algunas cosas más. Imagínese, los indios no tienen escuela. Todo lo que saben, lo aprenden de la gente de su tribu, pero desgraciadamente solo muy pocos de ellos tienen conocimientos de idiomas.
La expresión de Isbel se ensombreció un poco. ¿No le parecía bien que ella hubiese enseñado algo a los indios? Marie no le tenía por alguien como Stella y su hija, en quienes cada palabra que trataba de los indios hacía asomar un aire hostil.
Enmudeció en el acto. Isbel la examinó tan insistentemente que Marie hubiese querido dar la vuelta y salir del aula corriendo. Ocultando su decepción, permaneció ante él, muy rígida, y carraspeó.
—Es muy interesante —comenzó al fin Isbel tras haberla escrutado un rato más—. Jamás he conocido a nadie que hubiese estado con los Cree. Claro que los comerciantes mantienen contacto con ellos, pero aquí en el colegio apenas tengo trato con negociantes. Dígame, ¿cómo son estos indios?
Marie levantó la mirada, sorprendida. ¿Así que la causa de su silencio y de la sombra en su mirada no era hostilidad frente a los indios?
—Pero será una historia bastante larga.
Isbel levantó sus anchas manos en cuyas líneas quedaba todavía polvo de tiza.
—Entonces, tome asiento. Por hoy las clases han terminado y los trabajos que aún me quedan por hacer pueden esperar.
Marie e Isbel se sentaron en bancos opuestos y ella comenzó su relato. El maestro siguió sus explicaciones sobre las costumbres, los remedios, las recetas de cocina y los usos cinegéticos con tanto interés que todas sus dudas de que pudiese tener algo contra los Cree quedaron disipadas.
—Seguro que suena a cuento, ¿verdad? —terminó Marie, dirigiendo una tímida sonrisa a Isbel.
—A cuento, no, más bien a un interesante relato de viaje. Tal vez debiera escribir uno.
—No creo tener talento para eso —declinó Marie—. Lo único que pasa es que tengo buena memoria y que sé reproducir lo vivido, si se me pregunta por ello.
Isbel le dirigió una mirada pensativa. Cuando su atención empezó a causar cierta incomodidad en Marie, él dijo de repente:
—Oiga, en cuanto a su suposición de que aquí tenemos profesores suficientes, está completamente equivocada. En estos momentos soy el único. Lamentablemente se marchó un colega que estuvo trabajando aquí hasta hace tres meses. Los maestros son extremadamente escasos en esta zona.
El corazón de Marie dejó de latir por un instante. ¿Qué quería decir con eso? No se atrevió a pensar más allá.
—¿Y no puede formar a nadie? En la calle he visto a muchas mujeres.
—Es posible que en la calle vea a algunas mujeres, pero la mayoría están casadas y no sirven para dar clases. Me gustaría ofrecer para las adolescentes clases de labores y de otras cosas que podrían aprender, pero lamentablemente yo no tengo ni idea de eso. Lo mismo me ocurre con la geografía, por no hablar de idiomas extranjeros. Mi francés es bastante bueno, pero en esta región la mayoría de la gente es de origen inglés y no tiene interés por el francés. Pero me han dicho que en América y también cerca de aquí hay algunos emigrantes alemanes.
Isbel hizo una pausa para darle ocasión a digerir lo que había dicho.
—¿Cuáles son las asignaturas que se le dan mejor? —preguntó a continuación—. ¿Cuál es su especialidad?
—Geografía y ciencias naturales.
Un presentimiento se apoderó de Marie. ¡No, no podía ser!
—Y naturalmente el alemán.
Isbel dio unas palmadas.
—¡Magnífico! ¿Le apetecería dar clases en mi colegio?
Marie se quedó boquiabierta. «¡No lo dirá en serio!».
—Yo… pero…
—Usted quiere volver a dar clases, ¿no? Su formación habría sido en vano si usted dejara de hacerlo. Además veo en sus ojos aquella llama que arde en todo profesor apasionado.
Marie luchaba consigo misma. Aunque en su fuero interno soñaba con una oferta como esta, dudaba en aceptarla. ¿Sabría cumplir con las exigencias de este colegio? Al fin y al cabo estaba en un país extraño cuyas costumbres aún desconocía.
—¡Sí! —le salió de dentro con una vehemencia que la sorprendió a ella misma—. Sí, con mucho gusto daré clases. Pero seguro que usted entenderá que tengo que preguntárselo a mi prometido.
La sonrisa de Isbel se desvaneció.
—Naturalmente.
—Haré lo posible por convencerle —dijo Marie con determinación—. Al fin y al cabo no quiero echar a perder mi formación. ¿Verdad que usted también está casado?
Isbel seguía teniendo un aire un poco desalentado.
—Sí, lo estoy, y soy feliz en mi matrimonio. Pero al ser hombre, no necesito que nadie me dé su conformidad.
—La conseguiré —prometió Marie—. De alguna manera la conseguiré.
—Lo espero de verdad —replicó Isbel. Después puso cuidadosamente sus manos en los hombros de Marie—. Pero hágalo con calma. Dele tiempo a su prometido. No sirve de nada forzar la situación.
—En el camino de vuelta pensaré cuál es la mejor táctica. Si encuentro la manera, aceptaré su oferta.
—Le guardaré el puesto durante una semana, señorita Blumfeld, incluso si entretanto lo solicitase otra persona. Pero no creo que eso ocurra, hace ya tres meses que nadie lo ha solicitado. A usted la ha enviado el cielo y rezaré para que pueda ser nuestra salvación.
En el camino de regreso, Marie chocó, sin querer, con varias personas, porque apenas prestó atención a la calle. Murmurando una disculpa, de vez en cuando incluso en alemán, siguió caminando y a punto estuvo de tropezar con la valla de una casa.
«¿Cómo debo decírselo?», se preguntaba cada vez más desesperada a medida que se iba acercando a la casa de Stella. Preveía lo que diría Jeremy, y, si no él, entonces seguro que su tía. Sin duda le echarían en cara que no estaba bien visto que una mujer aceptase un empleo.
Durante la cena reinaba el silencio en la mesa. Mientras que Stella y Rose parecían empeñadas en no quitarle el ojo de encima a Marie, Jeremy daba la sensación de estar algo ausente. Marie, en cambio, ignoraba las miradas de las mujeres y el ensimismamiento de su prometido, y daba vueltas a la oferta de Isbel.
¡Qué maravilloso sería volver a enseñar! Así no estaría constantemente expuesta a las miradas de Jeremy y tampoco volvería a convertirse por casualidad en testigo de cualquier especulación referente a su persona. Con toda seguridad eso resultaría beneficioso para la relación con su nueva familia. ¿Pero cómo debía hacérselo saber a Jeremy y a sus anfitrionas?
Aunque el solomillo tenía muy buen aspecto y olía deliciosamente, ella comía sin apetito hasta que, finalmente, se armó de valor.
—Me gustaría volver a ejercer mi antigua profesión —empezó Marie vacilante.
De repente se oyó un sonoro tintineo. A Stella se le había caído el tenedor mientras mantenía la mirada clavada en ella, como si Marie hubiese anunciado que estaba embarazada de un indio.
También Jeremy parecía de todo menos entusiasmado, pero ella tampoco había esperado otra cosa.
—Querida, ¿y cuál es la profesión que piensas ejercer? —preguntó Stella que, por lo visto, no sabía nada del trabajo al que Marie se había dedicado anteriormente.
—En Alemania era maestra hasta que decidí emigrar. —Su corazón latía con fuerza, pero tampoco las náuseas que se apoderaron de ella le impidieron seguir hablando—. Me encontré hoy por casualidad con Mr. Isbel del colegio local, y cuando me presenté como la prometida del reverendo de la ciudad, empezamos a hablar.
No hacía falta que Jeremy supiera que las cosas no se habían desarrollado exactamente de este modo.
—Se lamentó de la pérdida de su colega, y por eso le ofrecí mi ayuda, tal como creo que debe comportarse una buena cristiana. Entonces me ofreció un empleo.
—Eres mi prometida —tomó serenamente la palabra Jeremy—. No tienes necesidad de ir a trabajar.
Algo se contrajo en el pecho de Marie. ¿Así que pretenden condenarme a que me pase el tiempo hasta la boda encerrada en esta casa bajo la vigilancia de Stella? Pero inmediatamente la razón se impuso a la rabia furiosa que llenó momentáneamente su corazón. «¡Ya no eres una niña pequeña que patalea furiosa cuando le niegan un deseo!», se llamó al orden a sí misma.
—¡No está bien que una mujer trabaje! —secundó Stella a su sobrino.
—¿Por qué no está bien? —preguntó Marie controlando su indignación—. En Alemania hay muchas mujeres que trabajan, y aquí también he visto mujeres que lo hacen. En el servicio doméstico o en tiendas.
—Pero no creo que eso sea una ocupación adecuada para la mujer de un reverendo —objetó Stella, antes de que Jeremy pudiese abrir la boca.
—Pero la de maestra sí que debería ser una profesión aceptable, ¿o no? —Marie miró a Jeremy—. Al fin y al cabo su sobrino me eligió como novia sabiendo de mi profesión.
Stella volvió la cabeza hacia él como queriendo preguntar si era cierto.
—Pero no hay maestras casadas —intervino Rose en tono petulante.
Marie respiró profundamente. Después, con toda la calma que sus dedos le permitieron, puso los cubiertos junto al plato.
—Hasta mi boda pasarán aún unos cuantos meses, lo que significa que durante este tiempo dependeré económicamente de vosotros sin poder ser útil. Mi educación y mi dignidad me lo prohíben, aunque os estoy muy agradecida por todo lo que hacéis por mí por iniciativa propia. —Marie echó un breve vistazo a su alrededor. Stella la miraba con la boca abierta, las mejillas de Rose ardían. El semblante de Jeremy denotaba aún impasibilidad. «Quién sabe si seguirá así si continúo», pensó Marie y siguió hablando—: Por otra parte, supongo que también aquí debe de ser costumbre aportar un ajuar al matrimonio. Aunque en el acuerdo no se mencionó nada en este sentido, me gustaría hacerlo. He visto algunas piezas preciosas de ropa blanca que me gustaría adquirir, pero para eso necesito dinero. Un dinero que proceda de mi bolsillo. Como no tengo padres que puedan financiarlo, tengo que ganar yo misma este dinero.
Se sentía ya casi como una profesora que tenía que explicar a los niños cómo funciona el mundo.
—Mr. Isbel me pagará diez dólares a la semana y comeré con él y su mujer. Tendría ocasión de conocer a los padres de los niños que seguramente intervienen de forma activa en la parroquia. De este modo nos ahorraremos las rígidas formalidades, y la gente sabrá enseguida quién soy.
—Aun así, la esposa de un reverendo debería ocuparse más bien de su parroquia que de los niños.
—¡Pero una cosa no excluye la otra! —Las mejillas de Marie ardían. «¡No, no necesito vuestro permiso para trabajar!», se le pasó por la cabeza con terquedad. «Mientras no lleve ninguna alianza en mi dedo y no tenga tutor, puedo hacer lo que yo quiera»—. Seguro que la experiencia que voy a adquirir me será útil para cuando dirija las clases de catequesis. Supongo que esto existirá también aquí, ¿o no?
Jeremy asintió abatido con la cabeza.
—Además podré renunciar a este empleo tan pronto estemos casados. Es, como ya dije, para el periodo intermedio para conocer a la gente de aquí y poder reunir yo misma la base de mi ajuar.
Cuando terminó, a Marie le faltó el aire y se dio cuenta de que había pronunciado las últimas palabras de un tirón.
Un silencio desagradable se extendió por el comedor. Jeremy jugueteaba inquieto con su servilleta. Su mirada se dirigía una y otra vez a Stella, como si esperase que ella le dijera lo que había que hacer.
—Bien, pues —dijo al fin, depositando nuevamente la servilleta en la mesa—. Hasta nuestra boda estoy de acuerdo con que aceptes el empleo. No estará mal que la gente te vaya conociendo; además, seguro que Mr. Isbel estará muy agradecido por la ayuda.
Una sonrisa pasó por el rostro de Marie mientras iba relajándose. ¡Había superado este obstáculo! Lo que pasaría después, ya se vería en su momento.
—¡Te lo agradezco, Jeremy! —dijo en tono reservado, pues notaba que a Plummer no le gustaban los abrazos impulsivos.
Su prometido contestó a sus palabras con una leve inclinación de la cabeza, después volvió a centrar su atención en la comida. Marie comprobó, divertida, que Stella y Rose seguían clavando la mirada en ella como si hubiese caído un rayo. Pero como no hubo más protestas por parte de ellas, Marie se metió otro trozo de solomillo en la boca y lo masticó con ganas.