LOS dos días siguientes estuvieron marcados por el aburrimiento. No porque Marie hubiese tenido dificultades para acostumbrarse a su nuevo entorno. Con la misma rapidez con que se había acostumbrado a una vida alejada de la civilización, volvió también a ella la sensación de bienestar dentro de unas sólidas paredes. Pero muchas cosas no eran como ella las había imaginado.
Había esperado que Stella y Rose dieran una pequeña vuelta con ella por la ciudad para comprar algunas cosas para su habitación, pero ambas permanecían rigurosamente en casa. Si había que comprar algo, se enviaba a Rose. Los intentos de Marie de acompañarla fueron desbaratados siempre por Stella que le pedía que le hiciera compañía en la cocina o en el salón. Entonces Stella le hacía muchas preguntas, de modo que Marie tenía que estar alerta para no irse de la lengua. Nadie debía enterarse de su secreto más recóndito y doloroso.
De todas las ocasiones en que se veía obligada a estar a solas con Stella, prefería la estancia en la cocina. Era cierto que la misma Stella se ocupaba de cocinar y no se mostraba tan torpe como había insinuado Rose en broma. Marie ayudaba a cortar la verdura, amasaba y removía pacientemente el porridge y volvía a sentirse como si se encontrara al lado de Marianne, la segunda ama de llaves de su familia, a quien, de adolescente, había ayudado con frecuencia en la cocina.
Tras el pequeño refrigerio del mediodía, se retiraba un par de horas a su habitación. La mayoría de las veces se sentaba ante el escritorio para proseguir con sus anotaciones o leía un libro que Stella le prestaba. La biblioteca de Auntie era relativamente impresionante. Junto a un gran número de tomos de poesía y novelas, había también tratados científicos que se debían a su esposo Jonathan, que había sido botánico.
Hasta ahora Stella no había hablado mucho de él, y también Rose guardó silencio sobre su padre.
Pero ella tampoco hablaba de su padre, tuvo que admitir Marie. Y tal vez, en general, a los de raza inglesa no les gustaba hablar de sus muertos.
En esta tarde mortecina y cubierta de nubes, se quedó dormida leyendo un interesante tratado sobre plantas tropicales. El edredón envolvió su cuerpo con tanta suavidad y tan acogedoramente que unos pocos minutos se convirtieron en dos horas.
Cuando volvió a despertar, un radiante sol vespertino penetraba por la ventana. ¡Así que debía de ser la hora del té! Como se había dado cuenta de lo importante que era para Stella la hora del té, se levantó a toda prisa, puso en orden su vestido y su peinado y bajó.
A mitad de camino oyó voces.
¿Jeremy estaba aquí? No le había anunciado su visita la noche anterior. ¿Y por qué no habían enviado a Rose para despertarla?
Aunque no era de buena educación escuchar a escondidas, Marie se detuvo junto a la pared intentando contener al máximo la respiración.
—Estuvo con los salvajes, la pobrecita —decía Stella en tono compasivo—. Quién sabe qué ideas paganas le han metido allí en la cabeza. ¿Oíste cómo habló de aquella gente? Como si fueran sus mejores amigos.
—Como has oído, la salvaron y cuidaron —opuso Plummer, lo que despertó en Marie una chispa de simpatía por él, pese a que hablaba de ella a sus espaldas con su tía—. Sean o no paganos, han demostrado amor al prójimo.
—Y seguramente, si no hubiesen llegado aquellos tratantes, les habría venido muy bien tu novia para refrescar su propia sangre. Esperemos que no haya tenido relaciones con los hombres de aquella tribu y que no esté embarazada. Lleva unos días retirándose constantemente a dormir. Cuando yo estaba embarazada, tenía siempre sueño.
Marie resopló indignada. ¡Cómo podía Stella imaginar algo así! Haciendo uso de todas sus fuerzas y de toda su sensatez, se obligó a permanecer en su escondite, pese a que hubiese querido echarle un buen rapapolvo a la tía de Jeremy.
—No tengo la impresión de que no sea casta —volvió a defender Plummer a Marie—. Es hija de un colega y ha recibido una buena educación. Además, seguro que estará agotada después de todo lo vivido.
—No digo que necesariamente haya sido por su propia voluntad —insistió Stella en su afirmación—. Quién sabe, quizá la hayan forzado.
Marie apretó los puños. ¡Cómo podía suponer algo semejante! Ahora también entendió por qué Stella quería tenerla constantemente a su lado. ¡Estaba solo pendiente de descubrir algún síntoma de embarazo!
Como Stella seguía con sus inculpaciones, Marie decidió salir y dar un pequeño paseo por la ciudad. «¡Si no salgo, acabaré por arrancarle la cabellera hoy mismo a esa bruja!», pensó furiosa.
La tarde ya estaba tocando a su fin. Tras cerrar cuidadosamente la puerta, Marie cerró los ojos y respiró hondo. El aire era suave y olía a rosas y a hojas caídas. El batir de cascos de caballo y el chirriar de ruedas de carros le indicaron el camino al centro de la ciudad de Selkirk, que se presentó ante ella limpia y cuidada. Jeremy tenía razón, muchos de los edificios eran de reciente construcción. No había aceras en las calles, pero sí unos largos caminos hechos de vigas levantadas que garantizaban a los transeúntes una vía seca cuando la calle se transformaba en lodazal tras un fuerte chaparrón.
Al cabo de un rato descubrió unas tiendas encantadoras, cuyos propietarios parecían ganarse bien la vida, a juzgar por el estado de los edificios. Aparte de ropa y utensilios de cocina exponían también productos que en Alemania se podían encontrar solo en farmacias. Por los escaparates se dio cuenta de que los llamados drugstores se diferenciaban de tiendas comparables de su país de origen.
Unos «grandes almacenes» situados en un edificio de dos plantas con escaparates relativamente grandes completaban la oferta. Como no poseía dinero, renunció a echar un vistazo al interior. «Ya tendré tiempo de hacerlo cuando haya encontrado un empleo».
A medida que iba descubriendo cosas, se difuminaba su enfado con relación a la tía de su prometido. Fascinada, contemplaba a los transeúntes masculinos y femeninos, cuya manera de vestir se diferenciaba mucho de la de Alemania. Sobre todo llamaron su atención las anchas faldas de las señoras de buena posición. En Alemania las mujeres preferían más bien faldas estrechas, siguiendo la moda inglesa y francesa, pero aquí para ir a la última, llevaban miriñaques. Aun así, no se imaginaba a sí misma vistiendo semejante adefesio. Pero de todas formas nadie esperaría de ella, como esposa del reverendo, que se acicalara en exceso.
Tras haber dejado atrás las tiendas, apareció ante ella un edificio que la hizo detenerse llena de asombro. Sintió en su pecho un dolor agridulce al ver la bruñida campana junto a la entrada de la casa pintada de blanco. Nunca antes Marie había visto un colegio tan bonito.
La flamante escalera estaba adornada con tallas de madera. Las altas ventanas, divididas en cuatro partes, proporcionaban luz suficiente a las aulas. Seguramente en los pisos superiores se situaban los gabinetes que contenían el material de enseñanza y los despachos de los profesores. Por las primorosas cortinas de la parte posterior se dio cuenta de que ahí había además una vivienda, seguramente la del director de la escuela.
Llena de nostalgia, Marie extendió la mano hacia la lustrosa barandilla de la escalera y acarició la madera recién pintada. ¡Ojalá pudiese volver a dar clases! Aunque había trabajado un poco con los niños de los indios, echaba en falta el ruido y el dinamismo de una auténtica clase. ¡Cuántas cosas podría contar y enseñar a los niños!
—¿Puedo ayudarla, señorita?
Marie se volvió sobresaltada. Estaba tan abismada en sus pensamientos que no notó que se había abierto una ventana. El hombre que se apoyaba en el marco de la ventana estaba en la mitad de la cuarentena, llevaba patillas a juego con su peinado corto de rizos rubios y sus ojos azules la miraban llenos de curiosidad.
—Perdone, por favor, yo… —De repente Marie volvió a sentirse como tiempo atrás, cuando se presentó por primera vez a la directora del instituto. Pero cuando el desconocido, que era seguramente maestro, le dirigió una sonrisa alentadora, se recompuso—. Soy nueva en la ciudad y durante mi paseo descubrí su escuela.
Sorprendido, el hombre enarcó las cejas.
—Es un poco inusual que una joven como usted se detenga en su primera vuelta a la ciudad precisamente en el colegio, ¿no le parece? La mayoría se suele interesar más por lo que se expone en los escaparates.
—Eso ya lo hice —admitió Marie—. Pero lamentablemente no tengo dinero para poder comprar nada, así pues, estoy obligada a buscar alimento espiritual.
El hombre soltó una carcajada.
—Si viene precisamente hasta aquí, será que no ha tenido malas experiencias en su colegio. Al fin y al cabo, para la edificación espiritual tenemos la iglesia, y la vieja Mrs. Mariano tiene una pequeña biblioteca en su casa en la Maple Street.
—Con mucho gusto recurriré a la biblioteca, pero lamentablemente ignoro dónde se encuentra. El colegio quedaba en mi camino, por lo que decidí echarle un vistazo.
—¿De dónde es usted, señorita, si me permite la pregunta?
—De Alemania.
De todas formas el nombre de su pueblo no le diría nada, de modo que se lo calló.
—¿Y cómo es que, siendo alemana, habla un inglés tan excelente?
Obviamente la conversación con ella parecía divertir a aquel hombre, lo que reforzó un poco la autoconfianza de Marie.
—En la travesía y durante el viaje tuve suficientes oportunidades para practicarlo. La tripulación del barco hablaba casi exclusivamente inglés.
—Todo eso me lo tiene que contar con más detalle —exclamó el hombre entusiasmado—. ¡Venga, voy a abrirle la puerta!
Con el corazón palpitante, Marie miró las cuatro partes de la ventana ahora vacía, después subió por la escalera. «Es extraño —pensó—, antes de entrar en un colegio me siento más nerviosa que en el encuentro con mi prometido».
Su nerviosismo alcanzó su punto culminante cuando se abrió la puerta y el desconocido vino hacia ella. Pasaba aproximadamente una cabeza a Marie y parecía el típico maestro. Su figura robusta irradiaba autoridad, sin parecer ruda o cruel. Su rostro franco tenía un aire lleno de una curiosidad casi infantil, pero a Marie no le costó imaginar cómo aquel rostro iría volviéndose sombrío si los alumnos se pasaban de la raya.
—Mi nombre es James Isbel, soy el director de este colegio. —Le tendió una mano ancha, con restos de tiza.
—Marie Blumfeld, soy la prometida del reverendo Plummer —contestó Marie.
Isbel pareció sorprendido.
—¿El reverendo quiere casarse?
—Por lo visto, sí. —Marie volvió a acordarse del aplazamiento—. Pero me han comunicado que la boda se aplaza a causa de la muerte de su madre.
—Sí, me acuerdo. La buena mujer llevaba un tiempo enferma. Tras el ictus no llegó a recuperarse. Fue una gracia de Dios el que la llamara a su reino. —Isbel le dirigió una mirada escrutadora—. No malinterprete mi curiosidad, pero ¿qué impulsa a una mujer alemana a casarse con un hombre en el Canadá? ¡Y encima en esta región! Seguramente él no se habrá ganado su corazón de una manera normal, ¿verdad que no?
Para ser exactos, aún no se había ganado su corazón en absoluto. No sabía qué era lo que realmente sentía por él. Era amable, sin que despertara en ella una simpatía especial. Como sabía de muchos matrimonios que el amor se les había despertado con el tiempo, esperaba que algún día este fuese el caso también entre ella y Jeremy.
—Quería empezar una nueva vida y leí un anuncio en el que se buscaban mujeres que quisieran casarse en el Canadá. Y contesté.
—¿Hubo algún motivo especial para que lo hiciera?
Marie apretó los labios. Ni siquiera a sus compañeras de la caravana les había revelado el motivo. ¿A santo de qué iba a explicárselo a un total desconocido?
—Tras la guerra la situación en nuestro país se volvió insostenible y la pobreza aumentó enormemente —contestó, evasiva—. Ya no vi otra opción.
Por el aire pensativo con que Isbel la contemplaba, se preguntó si intuiría el auténtico motivo. No, nadie podría intuirlo.
—Si quiere casarse próximamente, habrá pensado también en tener hijos, ¿verdad?
Sorprendida, Marie enarcó las cejas.
—Para eso falta mucho.
—Nunca es demasiado pronto para echar un vistazo al lugar en el que los propios hijos van a estudiar, ¿no cree? Venga, le enseñaré las aulas.
Marie siguió, vacilante, al maestro al interior y se sintió casi como aquel día en que, por primera vez, pisó el colegio de su pequeño pueblo. Al divisar las filas de bancos de madera y la pizarra con restos de tiza, huellas de las clases celebradas ahí poco antes, volvió en el acto a apoderarse de ella la magia que otros alumnos habrían sentido más bien en forma de terror.
Por un instante creyó oír de nuevo el chirriar de los punzones sobre las pizarras y los furtivos susurros cuando había que copiar un texto. Mientras que sus colegas masculinos solían reaccionar a cualquier alteración del orden recurriendo a la vara de los castigos, ella las pasaba por alto premeditadamente e intervenía solo en contadas ocasiones.
—Es bonito ¿verdad? —Las palabras de Isbel la arrancaron de sus pensamientos—. El colegio es el orgullo de la ciudad. Y también el mío. No sé cuántos meses he pasado ayudando también a la construcción, aparte de mi trabajo.
—¿Y dónde daba clases cuando el edificio no estaba terminado aún?
Marie tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a caer en sus recuerdos.
—En una sala en el Town-Hall, aquel gran barracón de madera en que reside nuestro alcalde. —¿Había una pizca de aversión en su voz?—. Puedo asegurarle que aquello fue el mayor caos que he vivido jamás. Si los niños se sientan demasiado juntos, se producen fácilmente alteraciones del orden que cuesta evitar. Me resisto a utilizar la vara de los castigos, porque creo que a los niños no se les debe educar con violencia. Pero allí estuve casi tentado de optar por métodos radicales. Seguramente eso fue lo que me impulsó a sacrificar incluso mi tiempo libre en favor del colegio.
Marie no compartía su opinión. Su conocimiento de la naturaleza humana le decía que Isbel también habría ayudado si la solución alternativa no hubiese resultado tan catastrófica.
El maestro la llevó también a la segunda aula en que se daban clases a los alumnos mayores. Aún quedaban en la mesa algunos objetos de la clase de ciencias naturales. A Marie le resultaban desconocidas las serpientes y los lagartos que se encontraban en los vasos llenos de alcohol, con la excepción de un pequeño tipo de lagarto que Onawah le había mostrado. El animalito, que traducido al Cree llamaban «cazador de moscas», había perdido algo el color y despertaba compasión.
—Bien, sería una gran alegría para mí poder dar clases aquí algún día a sus hijos, señorita Blumfeld —dijo Isbel al final de la corta visita guiada.
—Oh sí, naturalmente. —Marie se resistió a marcharse ya. Le hubiese encantado ver qué tesoros albergaban los gabinetes, pero seguramente el maestro quería dar por concluida de una vez su jornada laboral—. Entonces no le entretendré más. Muchas gracias por haberme dejado entrar.
—Ha sido un enorme placer para mí, señorita Blumfeld. Si vuelve a sentir la necesidad de buscar alimento espiritual, no dude en volver. Y si lo desea, también puedo prestarle libros, novelas no, pero sí muy buenos libros técnicos y de viajes.
—Gracias, es usted muy amable —replicó Marie, a quien le habría gustado decirle que, de poder elegir, prefería los libros técnicos a la mayoría de las novelas—. Seguro que aprovecharé su oferta.
Isbel sonrió durante todo el camino hasta la puerta y se despidió con un fuerte apretón de manos.
En todo el camino de regreso Marie se sintió extrañamente animada, como si acabase de encontrar al amor de su vida. No fue por James Isbel; no se le había escapado que lucía una alianza en su dedo. ¡No, fue por el colegio! Seguro que volvería en cuanto se hubiese aclimatado un poco.
El repicar de las campanas la devolvió a la realidad. ¡Las siete! ¿Había permanecido realmente tanto tiempo en el colegio? No tuvo esta sensación.
Ya al cruzar el umbral de la casa de Stella, Marie no intuía nada bueno. El aroma de la cena flotaba en el aire, y seguramente ya se habrían dado cuenta de su ausencia. De puntillas, se encaminó hacia la puerta.
—¡Ya era hora! —Rose apareció a toda prisa, como llevada por el diablo—. Te estuvimos buscando por todas partes.
—Solo he dado un pequeño paseo.
Marie se ruborizó.
—¡Dios santo! ¿Pero adónde fuiste?
Ahora también Stella se unió a ellas.
—Envié a mi sobrino a buscarte. ¡La próxima vez deberías avisar si vas a salir!
«¿Acaso soy una niña pequeña?», estuvo a punto de soltar Marie, pero, como no quería pelearse, reprimió este comentario.
—Perdona, calculé mal el tiempo. Se me pasó volando viendo lo que hay en los escaparates.
Ahora el semblante de Stella se distendió un poco.
—Bueno, es algo que puede ocurrir. Selkirk es relativamente grande y resulta fácil perderse por las calles. Creo que Jeremy volverá muy pronto. Entonces podremos cenar.
Durante la cena no consiguió quitarse de la cabeza su encuentro con el edificio escolar y con Mr. Isbel. Creía notar aún el olor a tiza y a la madera de los bancos. Su amable invitación a volver cuando quisiera aceleró el pulso de Marie. Realmente, la próxima vez debería pedirle prestado uno de sus libros. «Así pensará que soy una pesada», pensó.
Contestó amablemente a las preguntas de Jeremy por cómo había pasado el día. Frente a Stella, en cambio, se mantuvo en un silencio gélido. Claro que no podría evitarla ni cambiar tampoco su opinión, pero esta noche no le dirigió ni una sola palabra y, tras un breve saludo de buenas noches, se acostó.
Aunque en realidad ninguno de los dos tenía ya edad para estas cosas, Peter y yo seguíamos encontrándonos bajo el saúco, pese a que apenas cabíamos ya en aquella glorieta construida por la naturaleza. Seguía gustándome que me contara cuentos, pero ahora ya sabía que no se necesitaba a ningún lobo para devorar a una virgen.
Después llegó la época en que empezamos a cambiar. La voz de Peter se veía sometida a extrañas oscilaciones, y poco a poco me empezó a crecer el pecho.
La única explicación que nos dio Marianne consistió en:
—Eso es lo que pasa cuando uno se hace adulto.
Cuando sangré por primera vez, me acurruqué asustada en un rincón y no me atreví a acercarme a padre o a Marianne. Pensé que tenía una grave enfermedad y, como estaba convencida de que a mi padre le era completamente indiferente, consideré inútil contarle lo que me había sucedido.
Cuando mi hermano me encontró bañada en lágrimas, pensó en un primer momento que padre me había dado una paliza.
—¿Qué te ocurre, Mariechen? —preguntó con una voz que a veces era la de un hombre y a veces la de un muchacho, con lo que sonaba un poco inquietante—. ¿Te ha dado con la vara?
Negué con la cabeza. ¿Cómo iba a decirle lo que me sucedía?
—A la hermana mayor de Jakob eso le pasó ya hace un año —intentó tranquilizarme cuando me atreví a explicárselo.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté, enjugándome las lágrimas. La proximidad de mi hermano tenía un efecto inmensamente consolador. Incluso si hubiese estado enferma, su presencia habría mitigado mi susto.
—Lo contó después de haber escuchado una conversación entre la madre de Susanne y su criada. Las dos estuvieron comentando incluso con quién debería casarse Susanne algún día. ¡Y eso que solo tenía entonces trece años!
Y yo tenía doce. ¿Significaba eso que mi padre, si se enteraba de mi menstruación, iba a forjar también planes de boda para mí?
Volví a acordarme de la desagradable conversación entre el señor Hansen y mi padre. A él le bastaba con que me casara y tuviera hijos. A pesar de ello, el maestro de la escuela continuó alimentando mi entusiasmo por el instituto superior y promocionándome.
Pero ahora que sangraba y en consecuencia estaba preparada para el matrimonio, ¿qué sería del instituto?
—Lo que tienes, Mariechen, es absolutamente normal, ahora te convertirás en una verdadera mujer.
¿Pero quería yo serlo realmente? Incluso al cabo de los años no lograba borrar de mi memoria lo que padre había hecho con Luise en su dormitorio. Y a lo que aquello había llevado.
Me apoyé contra mi hermano, y ambos permanecimos contemplando cómo se oscurecía el cielo ante la ventana de nuestro cuarto. Pese a que todo era como siempre, sentí que ahora cambiarían muchas cosas.