Capítulo 18

A la hora del té, Stella quiso saber muchas cosas de Marie. Sentada en su silla estilo imperio, ya algo deslucida, con Rose a su lado sobre un taburete del mismo estilo, preguntó por la procedencia de Marie y por la historia de su familia, por su casa y su país.

Marie contestaba con la mayor cortesía posible, pero se calló cosas que no solía revelar a personas extrañas en un primer encuentro. Además había algo que no debía saber nadie más que ella. Por este motivo escondió también su diario bajo la cama, por el momento, pues este escondite no le pareció lo suficientemente seguro.

Mientras hablaba, Stella la traspasaba con la mirada, como si pudiese penetrar en el alma de la persona que se sentaba frente a ella.

—¿Y cuál es el motivo de que usted se decidiera a emigrar al Canadá? Supongo que en su país de origen habrá hombres más que suficientes.

—Bueno, hace diez años hubo una guerra en la que murieron muchos hombres jóvenes. Todavía se notan las secuelas.

Marie no consiguió librarse de la sensación de que Stella intuía el verdadero motivo de su partida. Pero no se lo revelaría jamás. Pues ¿cómo quedaría ella en tal caso? Ni siquiera estaba segura de llegar a contárselo algún día a su esposo. O a un hombre a quien quisiera.

A fin de ganar un momento para reflexionar, tomó un trago de té y disfrutó de la sensación que sintió cuando bajaba por su garganta. ¡Cuánto tiempo haría que no tomaba té! Era algo que también echó de menos durante la travesía y en la caravana.

—La situación económica en nuestro país es muy mala —siguió explicando—. Especialmente en el campo. Mucha gente se decide a comenzar una nueva vida, en América, Australia o en el Canadá. Incluso he oído hablar de gente que se marcha a Nueva Zelanda, al otro extremo del mundo. Como maestra, con un sueldo muy escaso y sin apoyo familiar, no vi más salida que la emigración.

—¿Es usted huérfana?

Marie bajó los ojos.

—Sí, mis padres han muerto. —Stella no podría comprobar que solo era verdad en parte. Desde el incidente que había precipitado su vida en el caos, su padre había muerto para ella y nada podría traerlo de nuevo al reino de los vivos.

—Por lo visto, tuviste realmente muy mala suerte en la vida.

Ahora la voz de Stella perdió el tono reticente y se volvió casi compasiva. Poco después Marie sintió en su mano derecha el guante de encaje en el que estaba enfundada la mano de Stella. Eso la indujo a volver a alzar la mirada.

—Pero a partir de ahora tienes una familia. Es cierto que ya no somos tampoco una familia completa, mi marido murió hace siete años y, como ya has oído, la madre de Jeremy falleció también, pero nosotros seguimos aquí y estoy segura de que recuperaremos el antiguo bienestar tan pronto estéis casados y tengáis hijos.

—Muchas gracias, lo espero de todo corazón.

Cuando Marie tomó otro trago de té, estaba dispuesta a creer que Stella tenía razón y de que todo iría por buen camino.

Aún antes de la cena, Marie ya se había acomodado lo mejor posible. Claro que no pudo dar a su alojamiento un toque personal, para eso le faltaba dinero, pero había cambiado un poco de lugar los muebles más ligeros y le había pedido a Stella un viejo escritorio. Aquí había incluso un poco de papel, tinta y un portaplumas. Con esto tendría suficiente para proseguir con sus anotaciones nocturnas.

Cuando se reunieron en torno a la mesa, Jeremy aún no había venido, pero Stella no se alteró.

—A veces la gente lo para en la calle y, como tiene tan buen corazón, él cede y atiende sus peticiones.

Para celebrar el día, la cena se compuso de una deliciosa sopa de calabaza y de un rostbeef, que Rose compró en el último momento.

El olor de la carne asada trajo a Marie el recuerdo de la fiesta que los Cree celebraron después de haber cazado el búfalo. ¿Qué estaría haciendo Onawah ahora? ¿Habría ido nuevamente al lago para observar cómo el sol tomaba su baño vespertino?

—¿Te gusta el rostbeef, querida?

Las palabras de Stella la distrajeron de sus pensamientos.

—Sí, Ma’am, es excelente.

—Puedes llamarme Auntie, Jeremy también lo hace.

Marie esbozó una sonrisa algo forzada. Hasta ahora Stella no le había dado motivos para llamarla con un apelativo cariñoso.

—Claro que sí, si lo deseas.

—La señora Giles es una maga que hace auténticas maravillas en la cocina. Es una lástima que, en realidad, sea el ama de llaves de Jeremy y que le dedique casi todo su tiempo. Si él no fuese sobrino mío, haría lo posible por quitársela y quedarme con ella.

Marie aún no había visto a esta «maga que hacía maravillas en la cocina». Después de preparar la carne, desapareció como una sombra sin hacer el menor ruido.

—Por lo tanto, no deberías acostumbrarte a una comida tan festiva —manifestó Rose, con algo de impertinencia, a lo que su madre le dirigió una severa mirada.

—Estoy segura de que su ama de llaves sabe hacer un asado igual de bien —contestó Marie con diplomacia.

—Lamentablemente no tengo ama de llaves. Yo misma cocino, pero Rose es injusta afirmando que no tengo buena mano en la cocina.

—No he dicho eso, madre.

Rose bajó la cabeza, ruborizándose.

Antes de que Stella pudiese proseguir, llegó Jeremy. Estaba algo despeinado, como si le hubiese alcanzado un vendaval. Mientras intentaba arreglarse el pelo, echó una mirada insegura a Marie.

—Lamento llegar tarde, tía, pero en el camino me detuvo Mr. Skinner. La conversación con él duró más de lo que pensaba.

—Mr. Skinner es uno de los notables de la parroquia —explicó Jeremy ante la mirada interrogativa de Marie—. Necesitamos su ayuda para poder restaurar el campanario.

—No te preocupes, no eres el único en llegar tarde —le interrumpió Stella, mirando a Marie—. Tu prometida llegó también tarde a casa.

Bajo la mirada de Stella, Marie tenía la sensación de irse encogiendo. ¿Era necesario que se lo contase?

—Ah. —Jeremy carraspeó un poco desconcertado—. ¿Es que… diste un paseo?

Marie intentó ignorar la mirada de Stella.

—Sí, he dado una vuelta por la ciudad. Después de dormir un poco me dolía algo la cabeza, pero el aire fresco me sentó bien.

—Me alegro.

—¡Pero siéntate, hijo mío! —Stella señaló la silla desocupada a la cabecera de la mesa—. Rose, trae un cubierto para tu primo.

Mientras la hija de Stella se marchaba corriendo, Jeremy tomó asiento. En vez de la sotana negra llevaba ahora un traje que, no obstante, no le daba un aspecto menos severo. Ni siquiera frente a ella se atrevió a sonreír.

Seguramente no tendría mucho contacto con mujeres. «Además, necesitará un tiempo para irse acostumbrando a mí», pensó y decidió tener paciencia.

—¿Y qué le parecieron tus propuestas a Mr. Skinner?

—Se mostró muy abierto y prometió interceder por nosotros también ante sus amigos en el consejo municipal. Cree que podremos restaurar la torre dentro de tres meses. Y luego se organizará una gran fiesta para celebrarlo.

Entretanto llegó Rose con el plato. Después de servir a Jeremy, regresó a su asiento.

Mientras colocaba el tenedor sobre la servilleta, Marie observó a Jeremy. Su manera de sostener el tenedor y de cortar la carne evidenciaba que era un hombre muy ordenado. Marie ignoraba si eso bastaría para que ella llegase a amarle algún día, pero al menos le dio algo de seguridad.

—Nuestra hora del té ha sido muy agradable hoy —dijo Auntie Stella rompiendo el silencio que se había extendido alrededor de la mesa—. Marie nos ha contado algunas cosas de su vida.

Jeremy levantó la mirada, masticando. Como era demasiado cortés para hablar con la boca llena, se limitó a asentir con la cabeza.

—He hablado de mi familia —prosiguió Marie—. Y tal vez te interese saber también cómo se desarrolló la travesía.

—Podríais comentarlo vosotros dos durante un paseíto, ¿no os parece? —intervino Auntie, dirigiendo una mirada significativa a Jeremy.

—Claro que sí, Auntie —contestó Jeremy, y tomó un trago de vino para hacer bajar la comida.

Marie hubiese esperado que al atardecer Jeremy la llevara a pasear un poco por la ciudad, aunque solo fuese para presumir de su prometida, como suelen hacer otros jóvenes. Sorprendida y algo decepcionada comprobó que la vuelta consistió en una vuelta alrededor de la iglesia y de la casa parroquial. A la luz del sol, que se estaba poniendo, este lugar tenía un aspecto un poco triste, algo que podía deberse a los árboles, cuyas hojas de color rojo oscuro parecían crespones de luto.

—Las hayas rojas las plantó personalmente Lord Selkirk, cuando tomó posesión de este lugar en el año 1812 para la Corona inglesa —explicó Jeremy al notar la mirada de Marie—. Son preciosas, ¿verdad? Y además son lo más antiguo que ofrece esta ciudad. Ninguna de las casas que ves tiene más de veinte años, la mayoría incluso son del año pasado, en que se multiplicaron como las setas.

Marie se apartó con un estremecimiento. También en el jardín de su padre había uno de estos árboles. Luise sabía contar historias terroríficas sobre cómo las hojas de aquel árbol se habían teñido de rojo. De niños, ella y su hermano buscaban la cercanía del haya roja, no solo por las historias, sino también porque parecía tragarse toda la luz.

«Tal vez debiera contarle uno de los cuentos sobre las hayas rojas», se le pasó por la cabeza a Marie, pero ya habían llegado al campanario. La pequeña campana fulguraba al sol crepuscular en un tono dorado rojizo.

—Puede que sea algo pequeña, pero su sonido es hermosísimo —prosiguió Jeremy con sus explicaciones—. Lamento no poder mostrártelo sin causar un gran revuelo en la ciudad.

Marie sonrió.

—Creo poder esperar hasta el domingo.

—Seguro que sí.

Jeremy apretó los labios, como si no supiera qué más decir. ¿Se le habían acabado ya los temas de conversación?

—Me he pasado hablando todo el rato de la iglesia —dijo luego—. Pero tú ibas a hablarme de ti y de tu viaje.

Mientras se encaminaban hacia la casa parroquial donde se sentaron finalmente en un banco, Marie le habló del asalto, del tiempo que pasó con los Cree y también, como había prometido, de la travesía. Jeremy escuchaba cortésmente, pero ella echaba en falta alguna emoción por parte de él. ¿Sería debido a que era inglés? No en vano se decía que los ingleses son unos maestros en el arte de ocultar sus sentimientos.

Solo cuando habló de su estancia con los indios, le tomó una vez tímidamente la mano, lo que la alegró, puesto que era el primer síntoma de una aproximación.

—Dios pone a prueba con mayor dureza a quien ama —dijo después de que Marie le confesara que era huérfana—. Pero, a los que creen, también los recompensa generosamente. Piensa en Job, que perdió a su familia y sus bienes, pero que jamás vaciló en su fe y así fue recompensado por Dios con una nueva felicidad.

«No tienes ni idea de cómo has dado en el clavo con lo de Job», pensó Marie con tristeza, pero apartó este pensamiento y esbozó una sonrisa.

—Estoy convencida de que en los próximos años Dios va a mostrarse muy generoso conmigo. Al fin y al cabo me ha conducido hasta ti.

Marie miró fijamente a los oscuros ojos de Jeremy, con la esperanza de descubrir en ellos una chispa de simpatía por ella. Pero un instante después él evitó su mirada y volvió a soltar su mano, como si su cercanía le resultase de repente desagradable.

—Si quieres, te enseño mi casa por dentro. Lo que hay en ella es relativamente nuevo, como todo en esta ciudad.

Marie asintió con una sonrisa y le siguió a través de la puerta decorada con tallas de madera.

Realmente la casa olía todavía a madera recién cortada, tratada con barniz para evitar la podredumbre. Bajo sus pies crujía el modesto parquet encerado, mientras en el pasillo se oía el monótono tic-tac de un reloj que parecía heredado.

«¿Se atreverá a besarme ahora que nadie nos ve?», se preguntó Marie que esperaba este momento con el corazón palpitante. Jamás un hombre le había dado un beso que no fuese amistoso.

Pero Jeremy seguía caminando con rigidez ante ella, le habló de los diferentes tipos de madera que se habían utilizado y de lo que aún faltaba por hacer en la casa: aquí una pared, ahí una ventana que no cerraba bien y en otro rincón un mueble que llevaba esperando desde hacía un mes.

—¿Qué hay aquí detrás?

Al señalar una de las puertas, Marie se sintió casi como la mujer de Barba Azul al descubrir el cuarto oculto.

—Mi… nuestro dormitorio.

—¿Puedo verlo?

—Ejem… —Cohibido, miró al suelo—. Creo que no deberías verlo hasta que estemos casados.

—¿Por qué? —A Marie no se le ocurrió ninguna razón por la que no pudiese echar un breve vistazo tras la puerta. Pasaría por alto incluso el típico desorden de un soltero, pero Jeremy se mantuvo inflexible.

—Porque se trata de un lugar al que una pareja solo tiene derecho después de la boda. Al menos, así es como yo lo veo y me alegraría que lo aceptases.

Lo cortante de sus palabras desorientó un poco a Marie.

—Claro que sí —contestó, apartándose de la puerta.

Seguro que está tan nervioso como tú, intentó consolarse cuando volvieron a salir en silencio de la casa. Lo más probable es que jamás haya entrado en su casa una joven que no fuese novia de otro hombre o que no estuviese de luto.

Pero no lograba librarse de la sensación de que algo enturbiaba la relación entre ellos, si así se la podía denominar.

Llegados a la casa de Stella, la acompañó aún hasta el vestíbulo y después se despidió, besándole cortésmente la mano.

—Me alegro de volver a verte mañana. Y ahora te deseo unas buenas noches —dijo, abandonando la casa a toda prisa.

Unos días después del entierro de madre el maestro de la escuela anunció su visita. Suponiendo que quería darle el pésame a mi padre por la pérdida sufrida, le transmití la noticia. Él aceptó e invitó al señor Hansen a venir por la tarde.

Aunque no había incurrido en ninguna culpa, empecé a sentir cierta congoja cuando, desde la puerta del jardín, lo vi subir por el sendero. Tal como se esperaba de mí, le abrí la puerta y le saludé con una educada inclinación.

—Buenos días, señor Hansen.

—¡Buenos días, Marie!

Cada vez que Martin Hansen sonreía, aparecían unas arrugas tan extrañas en su cara que me costó no echarme a reír. Pero como me encontraba directamente frente a él, conseguí dominarme.

—¡Venga, por favor, mi padre ya le está esperando!

Le acompañé hasta el gabinete de trabajo y después, como se esperaba de mí, me retiré, pues mi padre tenía la costumbre de abrir inesperadamente la puerta para cerciorarse de que nadie estaba escuchando.

Pero ya cuando vino el médico por Luise, descubrí que bajo la escalera lo oía todo sin ser vista.

Me acurruqué, pues, en mi escondite y esperé hasta que hubiesen intercambiado las fórmulas de cortesía y el maestro de la escuela expusiera el motivo de su visita.

—Señor pastor, el motivo por el que he venido a verle es su hija.

—¿Se ha portado mal? —preguntó mi padre con frialdad, como si no se le ocurriera ningún otro motivo.

—No, no podría imaginar una alumna mejor. Es muy inteligente, con ganas de aprender y se porta muy bien, es la mejor de las de su edad.

Los gruñidos de mi padre expresaron cualquier cosa menos satisfacción. El señor Hansen no pareció advertirlo.

—Debería considerar la posibilidad de enviar a su hija a un instituto. De este modo el talento que Dios le ha dado para las ciencias naturales y el idioma podría desarrollarse más, y así se le abrirían las puertas a un buen futuro.

No me costaba imaginar la expresión sombría de mi padre cuando murmuró:

—Lo pensaré.

Por unos instantes el gabinete de trabajo quedó envuelto en silencio. El señor Hansen era conocido por nosotros como un hombre que no se rendía fácilmente. ¿Adoptaría ahora ante la vacilación de mi padre el mismo aire severo que mostraba ante los alumnos desaplicados? ¿Se sentiría su mano incluso tentada por agarrar la vara de los castigos? La idea, por absurda que fuese, me divirtió tanto que tuve que taparme la boca con la mano para no estallar en una sonora carcajada.

—Lo repito una vez más, señor pastor, un talento como el de su hija no debe malgastarse. Podría convertirse en un ejemplo luminoso para las mujeres de este país.

—Yo me conformaría con que se convirtiera en una buena esposa y tuviese hijos —rezongó mi padre, malhumorado. Esta era su verdadera opinión, mientras que su concesión de pensárselo, era pura mentira.

Mi hilaridad se transformó en un espeso nudo en mi garganta. Solo ahora comprendí la intención del maestro de la escuela. Quería que yo accediese a una formación mejor. Que pudiese llegar a ser maestra algún día, tal como yo soñaba. Pero padre solo veía en mí a una esposa. No quería que llegase a ser nada más.

Era, pues, inútil que el señor Hansen siguiera esforzándose.

—También una buena esposa debería ser culta. ¿No está de acuerdo? Será beneficioso para el marido el que su mujer sepa llevar la casa con inteligencia.

—Basta con que tenga hijos. Esa es la única finalidad de la mujer. Muchos hijos. No como la mía, que solo parió dos.

Otra vez silencio. Yo temía que esta vez el maestro de la escuela se rindiera.

—Por favor, piénselo, señor pastor. Realmente le proporcionaría a su hija…

—¿Hay algo más que quiera decirme? —le cortó mi padre.

—No, yo…

—Entonces agradezco su visita. Dispongo de poco tiempo, me queda mucho por hacer.

Como nadie esperaba que yo acompañase al maestro hasta la puerta, permanecí sentada bajo la escalera, observando cómo el señor Hansen se dirigía hacia el exterior sin ayuda.