Capítulo 17

DURANTE el último trayecto ya no se hablaba del asalto. Los muertos habían sido enterrados y los bienes en los carros encontrarían nuevos propietarios. De vez en cuando los hombres hacían algún comentario al que seguía un silencio incómodo. Después se cambiaba de tema.

De vez en cuando Marie sentía necesidad de hablar de las mujeres desaparecidas. Hubiese querido escribir a los hombres para que, si en uno de sus viajes se encontraban casualmente con una de ellas, pudiesen reconocerlas y tomar medidas, pero no se le presentó la ocasión para poder escribir.

Solo Philipp Carter parecía notar que algo le pasaba. Una y otra vez Marie advertía su mirada escrutadora, como si intentase leer tras su frente. ¿Pero qué podía hacer él solo? Seguramente se olvidaría de las mujeres cuando la hubiese llevado a ella a Selkirk. Por lo tanto, Marie renunció a hablarle de las otras, pese a tener ocasión de hacerlo.

Al día siguiente aparecieron casas en el horizonte. Al principio Marie las tomó por un espejismo como los descritos en los relatos de Oriente.

—¿Ve usted, allí a lo lejos? En una hora estaremos en Selkirk.

La ciudad se encontraba a orillas de un río que atravesaba el terreno serpenteando como una oscura arteria.

—Aquel es el Red River. —Carter señaló el agua teñida por barro rojizo—. O Northern Red River, como lo llaman también, pues en mi tierra hay otro río con el mismo nombre.

Con el viento les llegó el olor a madera recién cortada que indujo a Marie a cerrar los ojos por un instante y a respirar hondo. Pero ya oyó el monótono chirrido de una sierra.

—Hace poco que existe la serrería —le explicó Philipp—. Intenté encontrar trabajo ahí, pero, como podrá imaginar, los puestos quedaron ocupados en un abrir y cerrar de ojos. Nuestra gran esperanza es la línea de ferrocarril que será construida desde el este. Corre el rumor de que también Selkirk será conectada a esta línea.

—¿De verdad, quiere usted abandonar a Mr. Jennings? —preguntó Marie, abriendo nuevamente los ojos y dirigiendo la mirada a la serrería, ante la que se amontonaban grandes pilas de troncos.

—No me entienda mal. Mr. Jennings es un buen jefe, pero en algún momento de su vida todo hombre quiere asentarse. Claro que los que fueron soldados no tienen grandes posibilidades. Muchos jamás han aprendido un oficio.

—¿Es este su caso?

Carter negó con la cabeza.

—No, antes de la guerra fui carretero. O al menos aprendí a serlo. A los dieciocho me uní al ejército, y ahora estoy aquí.

Marie notó que su destino no había sido tan fácil como parecía. Toda guerra tenía sus horrores y seguramente todos los soldados del mundo tenían que pasar por sufrimientos similares. De repente, lamentó que le quedara poco tiempo al lado de Carter. Le habría gustado que le contara todo lo que había vivido. Pero en la ciudad la estaba esperando su prometido, él y un nuevo futuro.

—Estoy segura de que con el tiempo encontrará un buen empleo. Si usted quiere, puedo informarme un poco en la ciudad.

Por un momento, Carter pareció considerar esta posibilidad, después negó con la cabeza.

—Déjelo estar, señorita, seguro que durante las próximas semanas tendrá otras cosas que hacer en vez de buscar un empleo para un veterano de guerra. Además continuaremos viaje en dirección a Saskatoon para comprar mercancía en un puesto comercial y venderla después en el nuevo asentamiento. Podrán pasar muchas semanas y meses hasta que volvamos a estar por aquí. Tal vez para entonces usted ya se habrá casado y quizás esté embarazada y se habrá olvidado de mí.

Intentó que sus palabras sonaran despreocupadas, pero a Marie no se le pasó por alto que parecía haber en ellas cierto pesar. Y sin él saberlo, sus palabras provocaron una punzada de dolor en Marie. Por lo visto, creía que para ella, una vez estuviera casada, ya no habría nada más que las labores de la casa. ¿Cómo iba a convencerle de que, aparte de sus obligaciones, intentaría hacer algo por el bien común? ¿De que se emplearía para que los blancos se acercaran a los Cree y sus hijos tuvieran acceso a la cultura?

Al fin, el grupo se detuvo en una calle ancha. Jennings hizo volver su caballo y vino hacia ella.

—Esa es la calle mayor. Desde aquí no le costará llegar a su destino —dijo, apoyándose en el borrén de su silla de montar.

—¿Pero no quiere recibir una recompensa de mi prometido?

Jennings movió la cabeza negativamente.

—Llevo ya muchos años sin ver una iglesia por dentro y mucho menos he topado con un clérigo. Ignoro a Dios y él me ignora a mí, así nos arreglamos bastante bien, pero temo que me haga matar por un rayo si me acerco a uno de sus representantes. Demasiadas cosas pesan sobre mí como para que me interese recordarle mi existencia.

Marie lo dudaba, pues le tenía por un hombre honesto.

—Entonces el rayo ya tendría que haberle alcanzado, pues, al fin y al cabo, ha ayudado a la prometida del reverendo.

—Estar prometido no es estar casado —dijo, quitándole importancia—. Usted aún está a tiempo de cambiar de opinión. Le deseo lo mejor, señorita, ¡y ante todo mucha suerte con su esposo!

—Muchas gracias.

—Ah, y me tiene que devolver el caballo, pues tenemos que cargar mercancía nueva.

—Desde luego.

Cuando Marie se dispuso a desmontar, Carter acudió a su lado. La ayudó en la medida de lo posible y esperó a que los demás se hubieran adelantado para poderse despedir a solas de ella.

—Nosotros decimos que uno se encuentra dos veces en la vida con la misma persona —dijo Carter sonriendo cuando le tendió la mano para la despedida.

—En mi tierra también existe este proverbio —replicó Marie.

—Entonces debe de ser cierto. Bien, pues ¡me alegrará volver a verla, señorita Blumfeld! Quizá nos veamos algún día en la ciudad.

Philipp Carter tocó el ala de su sombrero con la mano y volvió a montar en su caballo. Le dirigió una última sonrisa, después arreó a su caballo.

—Lo espero con ilusión —contestó Marie a sabiendas de que él ya no la oía.

Cuando ya no pudo distinguir a Carter entre la multitud, Marie, con su pequeño fardo al hombro, se dirigió a unos transeúntes que estaban conversando en la acera.

—Perdonen, ¿saben dónde puedo encontrar al reverendo Plummer?

Cuando remitió el asombro en sus miradas, una de las mujeres contestó:

—Naturalmente, a estas horas está en la iglesia. O es mejor que se dirija directamente a la casa del párroco. Está en la Creek Lane, a solo dos calles de distancia de aquí.

Señaló la esquina de la calle por la que Marie debía doblar.

—¡Muchas gracias!

Cuando Marie continuó camino, habría podido jurar que la gente se puso a cuchichear. ¿La habrían reconocido?

Caminando por el callejón, buscó en vano la petición de búsqueda que Carter le había mostrado. Seguramente habría transcurrido ya demasiado tiempo y el viento habría arrancado de las paredes los letreros descompuestos. Le debía su salvación a la casualidad y a la buena memoria de Philipp Carter, que la reconoció. Realmente, este hombre servía para muchas más cosas que para ser un simple soldado.

Tras preguntar otra vez más, la iglesia apareció al fin ante ella. La casa, de madera, estaba pintada de blanco y tenía un aspecto bastante sólido a diferencia de la mayoría de los edificios, que tenían un aire provisional. Aunque la iglesia carecía de torre, tenía armazón de campana, aunque este también parecía improvisado.

Un sendero que se bifurcaba hacia la mitad, cruzaba el exiguo césped. Una de las bifurcaciones llevaba directamente al portal de la iglesia, la otra a la casa parroquial de reciente construcción, que se encogía a la sombra de la iglesia. Con las rosas que se alzaban aún algo escasas junto a las paredes y la valla, el edificio se asemejaba casi a un cottage inglés.

Como estaba convencida de que a esta hora el reverendo no estaría en casa, tomó el sendero hacia la iglesia, desde cuyo interior le llegaba el sonido quedo de un órgano. ¿Sería Jeremy en persona quien estaba tocando? Su padre sabía tocar el órgano, pero raramente había hecho uso de esta capacidad. Un hombre malhumorado de fríos ojos, de quien Marie siempre tuvo miedo de niña, desempeñaba el cargo de organista. Aunque era callado y jamás se enfrentaba a nadie, fue por él por lo que en la misa Marie se sentaba en el banco siempre de manera que quedase oculta tras el cuerpo de Luise.

Al entrar en la iglesia, su primera mirada recayó sobre el órgano tras el altar, pero ante él estaba sentada una mujer. La organista, que tendría algo más de sesenta años, dejó de tocar al ver a Marie.

—¿Qué puedo hacer por usted, querida?

—Estoy buscando al reverendo Plummer —respondió Marie.

Cuando se presentó, la mujer abrió unos grandes ojos. Con una rapidez de la que, dada su corpulencia, nadie la habría creído capaz, se levantó de su banco.

—¡Dios santo, no puede ser! ¡Usted es la novia del reverendo! ¡La teníamos por muerta!

Marie esbozó una sonrisa emocionada cuando, con lágrimas en los ojos, la mujer se le acercó y tomó sus manos.

—¡La estuvo esperando durante semanas y estaba completamente desesperado! Finalmente, redactó aquella orden de búsqueda.

—Con mi foto, lo sé —replicó Marie.

—¿Entonces alguien la encontró? ¿O vio usted misma la foto?

—Unos tratantes de pieles me reconocieron y me trajeron hasta aquí. Acabo de llegar a la ciudad.

—¡Oh, alabado sea Dios!

La mujer volvió a apretar fuertemente las manos de Marie antes de soltarla y desaparecer después tras una puerta bajo el coro alto.

Contenta por el cordial recibimiento, Marie pasó la mirada por los bancos pintados de blanco y por el altar. Tampoco por dentro esta iglesia se parecía en nada a las de su tierra, unas iglesias, en su mayoría, oscuras, con paredes de piedra y vidrieras multicolores, en las que difícilmente Dios se encontraría a gusto.

Unos minutos más tarde, regresó la organista, y tras ella apareció un hombre, cuya edad Marie estimaba en final de la treintena. Su cabello castaño estaba pulcramente peinado, y, en su traje, su cuerpo parecía algo enjuto.

El corazón de Marie empezó a latir con fuerza. ¡Así que este era su novio!

Lamentablemente él no le había enviado ninguna foto suya, de modo que su aspecto resultó una sorpresa para ella. Marie se lo había imaginado como un hombre alto, lleno de dignidad, de cabello oscuro, exactamente lo contrario de su padre.

No obstante, se ganó inmediatamente la simpatía de Marie con su cordial sonrisa.

—¡Señorita Blumfeld!

Se dirigió a ella con los brazos abiertos. Marie se sintió un poco insegura. ¿Debía correr a su encuentro? No le pareció conveniente. En consecuencia, se quedó donde estaba y le devolvió la sonrisa.

—Me alegro de tenerla por fin aquí. Soy Jeremy Plummer.

—Llámame Marie —replicó ella—. Al fin y al cabo estamos prometidos.

Por un instante Jeremy dio la impresión de haberlo olvidado.

—Claro que sí. —Carraspeó, algo turbado, antes de preguntar—: Miss Jackson me contó que has hecho el viaje con tratantes de pieles.

—Sí, hace unos días me encontraron en el campamento de los Cree cerca del Lake of the Woods y me trajeron hasta aquí.

—¿En el campamento de los Cree? ¿Es decir, que estuviste con los indios?

Alarmado, miró a la organista, que mostró la misma sorpresa que él.

—Sí, con los indios.

—¿Te secuestraron?

Marie, que no entendió la repentina preocupación de los dos, negó con la cabeza.

—No, me acogieron y me cuidaron hasta que me recuperé después de que nuestra caravana fuese asaltada.

La organista se tapó la boca con la mano.

—¡Pobre niña!

—Como puede ver, sigo viva y estoy completamente sana —respondió Marie, tranquilizadora.

—Aun así, es terrible lo que le ha pasado. En seguida pensamos que algo espantoso habría ocurrido, ¿verdad, reverendo?

Jeremy asintió.

—Sí, todos nosotros temimos por tu vida. —Echó una mirada un poco insegura a la organista, después ofreció su brazo a Marie—. Me gustaría presentarte a alguien y enseñarte tu nuevo hogar.

Con una sonrisa tomó Marie el brazo de Plummer.

Pero para sorpresa suya, no la llevó a la casa parroquial al lado, sino que pasearon un trozo por la calle hasta detenerse ante una casa de dos plantas, de aspecto algo descuidado. Por lo visto, hacía años que no había sido pintada, la aldaba estaba deslustrada por las numerosas manos que la habían rozado. En las altas ventanas de corredera, en las que en muchos puntos había saltado la masilla, se reflejaba el cielo vespertino. Tras un cristal Marie distinguió brevemente el rostro de una joven, antes de que aquel rostro, con una expresión llena de sorpresa, volviese a ocultarse tras las cortinas.

Jeremy la hizo subir por las escaleras y entró sin llamar.

—Esta es la casa de mi tía Stella Ferguson. Supongo que le daremos una buena sorpresa.

Mientras Marie se preguntaba por qué quería que viviese en casa de su tía, Jeremy la arrastró al vestíbulo cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra de dibujo pardo. En las paredes estaban colgados cuadritos con bordados enmarcados y pequeñas pinturas que mostraban flores y paisajes. Una escalera de madera de color castaño, adornada con tallas, conducía al piso superior.

—¿Auntie? —llamó Jeremy—. ¿Tía Stella?

La mujer, que un instante después salió a toda prisa de la cocina, parecía tener algo menos de cincuenta años; llevaba el cabello castaño recogido en un moño, y vestía un traje negro, que indicaba que se había quedado viuda hacía no demasiado tiempo.

Tras ella apareció una mujer que debía de ser algo más joven que Marie. Como parecía una réplica exacta de la primera mujer, Marie dio por hecho que se trataba de la hija de Stella.

—¿Qué sucede, hijo mío?

—¡Ha llegado Marie! —la informó Jeremy—. Mi prometida.

Stella examinó a Marie, como espantada.

—¡Dios santo, ha aparecido usted! —Por lo visto, ya no contaba con esta posibilidad.

—Marie, te presento a mi tía Stella y a mi prima Rose. Tía, esta es Marie Blumfeld.

Marie les dio la mano.

—Me alegro de conocerlas.

Mientras que la más joven de las dos se mantuvo en un segundo plano, casi temerosa, Stella tomó su mano como si quisiera arrancársela.

—Bienvenida al Canadá, querida. Verá que tenemos un país magnífico y me alegra que usted quiera ayudar a levantar nuestra nación.

«Un recibimiento un poco extraño —encontró Marie—, pero seguramente aquí las costumbres son completamente distintas de las de Alemania, donde uno se alegra ante todo por motivos personales y no por razones patrióticas de la llegada de un nuevo miembro de la familia».

—Yo también me alegro —contestó Marie cortésmente—. Lo que he visto hasta ahora de su país me ha gustado mucho.

—El viaje sería muy fatigoso, ¿verdad? —tomó ahora la palabra la hija de Stella—. Y además lo del asalto…

Jeremy lanzó una mirada sombría a Rose, mientras Stella intervino inmediatamente:

—Cuando nos llegó la noticia del asalto, sentimos una gran preocupación. Ya nos temíamos que te hubiesen llevado a la frontera con California. A veces lo hacen estos traficantes de personas.

—¿Quién sabe si fueron realmente traficantes de personas? —interrumpió la más joven—. Quizá fueron aquellos pieles rojas.

—Seguro que no fueron los indios —replicó Marie, indignada. ¿Cómo podía alguien, que no había salido jamás de la ciudad y no había vivido con los Cree, afirmar algo así?—. Fueron blancos encapuchados. Traficantes de personas, como dijo el reverendo. Los vi con mis propios ojos, a ellos y lo que hicieron.

—Si estaban encapuchados, también podrían haber…

Un rápido ademán de la mayor hizo callar en el acto a la más joven.

—¿Y cómo logró usted escapar de aquellos hombres?

Marie negó con la cabeza.

—No escapé. Durante el asalto caí del carro. Unos guerreros de los Cree me recogieron y una curandera me cuidó hasta que me recuperé. Después viví unas semanas con los Cree y estudié sus costumbres. Fueron gente muy amable. Cuando aparecieron los tratantes de pieles, no dudé ni por un instante que debía cumplir con mis obligaciones y marcharme con ellos.

Las dos mujeres la miraron como si se hubiese desnudado ante ellas.

—¿Estuvo con los salvajes? —preguntó Stella escandalizada—. ¡Dios santo, pobre niña! Jeremy, ¿tú qué dices?

—Luego daré detenidamente las gracias a Dios por haber escuchado mis plegarias y haber conservado la integridad física de mi novia.

Ignorando la indignación de su tía, Jeremy le dirigió una sonrisa. En el mismo momento, Marie se preguntó si a continuación iba a conocer a sus padres. En sus escritos no había hablado de su familia, pero ella daba por supuesto que todo sería como en cualquier otra familia, que existían unos padres y tal vez unos hermanos.

Entonces Jeremy volvió a referirse a algo que ella ya había olvidado.

—Marie, durante las próximas semanas vivirás con tía Stella.

Marie enarcó sorprendida las cejas.

—¿No iba a celebrarse enseguida el matrimonio?

Tras una breve mirada a su tía, Plummer contestó:

—Mi madre falleció hace dos semanas. ¡Deseaba tanto conocerte!

Por la falta total de emoción con que mencionó la muerte de su madre, se habría podido pensar que hablaba de una completa desconocida.

—Lo siento de veras —replicó Marie, turbada.

—Por este motivo creo que no sería conveniente celebrar la boda al cabo de tan poco tiempo.

—No, claro que no.

Para su propia sorpresa, Marie se sintió asombrada, pero no decepcionada. «Tal vez es incluso positivo que tengamos tiempo de conocernos un poco mejor antes de la boda. Posiblemente entonces nos presentaremos ante el altar como una pareja de enamorados», pensó.

—Pues, entonces estamos de acuerdo. —Plummer aplaudió como si le hubiese dado una agradable noticia—. Tía Stella ya te ha preparado una habitación en la que creo que te encontrarás a gusto. Nos veremos con toda la frecuencia que mi cargo me permita.

Aquello sonó más bien como un anuncio formal, pero Marie se obligó a pasarlo por alto y a sonreír.

—Lo espero con ilusión.

—Bien, entonces tengo que volver a mi trabajo. —Plummer le tendió la mano—. Nos veremos esta noche en la cena.

—¿Y no puedes quedarte para el té? —preguntó Stella, casi implorándole—. Me quedan unos scones de ayer, ya sabes que recalentados en el horno están realmente divinos.

—Lo siento, tía, Mr. Brookes me espera para dentro de media hora. Él y su mujer están nerviosísimos por la boda de su hija. Vamos a comentar unos últimos detalles.

—Bien, hijo mío, entonces nos veremos esta noche.

—¡Esta noche!

Saludó con la cabeza a Marie y después la dejó a solas con su tía y su prima. Un embarazoso silencio se impuso tras cerrarse la puerta. A Marie le sorprendió que Jeremy se hubiese marchado tan rápidamente. ¿Sería porque habían hablado del fallecimiento de su madre?

Al menos, para Stella no pareció representar ningún problema. Quizá no había superado aún el shock que le causó la noticia de que Marie hubiese vivido entre los indios.

—Seguro que tienes hambre y sueño, ¿verdad?

Marie asintió.

—Bien. —Stella reflexionó un instante, y después se dirigió a su hija—. Rose, por favor, enséñale a Marie su habitación. Entretanto yo prepararé el té.

Tras examinarla otra vez algo despectivamente, Stella se volvió y salió por la puerta por la que había entrado.

Rose parecía cohibida. Y ni siquiera la sonrisa de Marie la animó.

—Bueno, pues entonces sígueme, por favor —dijo, encaminándose hacia la puerta.

En el pasillo que se abría tras la escalera, había dos puertas, una enfrente de la otra.

—Esta es mi habitación —explicó Rose, señalando la puerta de la derecha—. La otra es la habitación de invitados, pero a partir de ahora será la suya.

—¿Y qué haréis entonces con vuestros invitados?

—Los alojaremos en la casa parroquial.

La puerta chirrió un poco cuando Rose la abrió. La habitación tras ella era bastante luminosa gracias a las dos grandes ventanas, pero el ambiente parecía impersonal y estéril.

El gran armario ropero junto a la puerta parecía ser un antiquísimo objeto heredado, y la cómoda junto a las ventanas debía de ser igual de antigua. La cama de latón parecía relativamente nueva, pero la colcha estaba algo deslucida. En una de las paredes colgaba uno de los inevitables cuadros bordados.

—Es muy agradable —dijo Marie al entrar en la habitación; después se reprendió a sí misma en silencio.

«¿Pero qué esperabas? —pensó—. Toda la ciudad está a medio hacer, y ninguna de las familias es realmente rica. Conoces por experiencia propia la situación económica de la familia de un cura».

—Naturalmente, puedes arreglarla a tu gusto. ¿Dónde está tu equipaje?

—Lo perdí en el asalto.

—Y cuando estuviste con los indios…

Rose se atascó como si se hubiese atragantado.

—No me he llevado nada de allí —contestó Marie amablemente—. Todo lo que poseo lo llevo encima de mi cuerpo.

Y en mi corazón. Se acordó de las palabras de su hermano. Lo que está en tu corazón, nadie podrá quitártelo.

Ahora había compasión en la mirada de Rose.

—Si quieres, puedo prestarte algo de ropa interior, para que puedas lavar la tuya. Además abajo hay un baño.

Marie le dirigió una amplia sonrisa.

—Eres muy amable. ¿Quieres enseñarme el baño?

El cuarto recubierto de azulejos asombró a Marie. En el centro había una bañera de asiento con pies de león, a la que estaba conectada una pequeña bomba con la que se podía bombear directamente agua fría. Para el agua caliente existía una estufa de carbón, hecha de hierro, sobre la cual se encontraba una gran olla como las que Marie conocía de la preparación de conservas. Para el lavado de alguna prenda pequeña había un palanganero con una jarra y una fuente, adornadas con un delicado dibujo de rosas. En las botellitas de cristal sobre el estante había aceites para el baño.

—Ese es nuestro cuarto de baño —anunció Rose, orgullosa, al notar el asombro de Marie—. Seguro que no tenéis nada igual en Alemania.

—Sí que los tenemos —replicó Marie, ignorando la indirecta—. Pero no todos los hogares pueden permitirse un cuarto de baño como este. La mayoría se componen solo de una bañera y de una estufa de carbón para el agua caliente; el agua fría se trae de la cocina.

—Pues entonces aquí tienes muchas más comodidades —profirió Rose; después añadió en voz baja—: Pero date prisa, el té estará listo en un instante, y a mi madre no le gusta que se enfríe.

Después de que se marchara, Marie llenó la bañera y luego se desvistió. Colocó cuidadosamente el diario junto a la cinta para el cabello. «Todo lo que poseo, lo llevo sobre mi cuerpo», pensó un poco melancólica. Pero a la vez estaba contenta de que los dos tesoros más importantes que poseía no se hubiesen perdido.

Como ya estaba acostumbrada al agua fría, añadió un poco de esencia de hojas de pino y se deslizó en el agua para entregarse por un instante a la ilusión de estar nuevamente en el campamento de los indios.