MARIE no sabía cómo habían llegado hasta el borde del camino. Había sentido la mano de Carter y que él la levantó en brazos, pero no recordaba nada más.
Volvió en sí, encontrándose en medio de un paisaje de un color rojo resplandeciente, rodeada de helechos, lupinas y valeriana, sentada sobre una piedra que parecía colocada en el entorno como por casualidad.
—¿Qué tal? ¿Se encuentra mejor? —Carter estaba sentado a su lado, con aire preocupado—. Me ha dado un buen susto.
—Perdone. No sé, seguramente todo esto ha superado un poco mis fuerzas.
Cuando Marie levantó la mirada, comprobó que se encontraban a bastante distancia del carro.
—Lo entiendo perfectamente. ¿Quiere usted que le traiga algo más de la caravana? ¿Queda ahí algo más de sus pertenencias?
Marie negó vivamente con la cabeza.
—No, no quiero nada. Los bandidos han rajado mis vestidos y mi ropa interior. Pero la cinta del pelo…
Philipp sacó la cajita de debajo de su chaqueta y se la tendió con una sonrisa.
—Ya me imaginé que era importante para usted.
Marie asintió, agradecida.
—Sí, muy importante. Me recordará la caravana para siempre, aunque no se trate de un recuerdo muy agradable.
—También los recuerdos malos tienen su valor —le dio la razón Carter—. Se aprende de ellos. Y llega un momento en que se les puede contemplar sin sentir dolor.
Marie abrió la cajita y apretó la cinta contra su mejilla, sin sentirse incómoda por el hecho de que Carter observara este gesto íntimo. En su imaginación pasó revista a todos los momentos agradables. El baño matutino en alguna charca, las bromas a veces algo ramplonas de Ela, la calma que irradiaba Marthe cuando bordaba. Y Johnston que le había leído la mano y le había pronosticado un futuro turbulento. Todo esto no se lo pudieron quitar los bandidos, aunque ya siempre estos momentos estarían teñidos de dolor.
—¿Qué están haciendo los demás? —preguntó, mientras volvió a guardar la cinta en la cajita.
—Están enterrando a los hombres. Al desmayarse, usted me ha librado de este trabajo.
—¿Y no se lo tomarán a mal sus compañeros?
Philipp negó con la cabeza.
—No, Mr. Jennings incluso me ha encargado que me ocupe de usted. A lo largo del viaje quedará bastante trabajo sucio por hacer, y me tocará a mí. De eso puede estar segura.
Jennings se acercó a ellos. Sus manos y rodillas estaban sucias de tierra. Por lo visto, él y sus compañeros habían terminado su trabajo. Marie no le envidiaba la tarea que les había tocado realizar. Menos mal que ella no vio a los muertos.
—¿Se ha recuperado? —se dirigió Jennings a Carter, colocándose a su lado.
—Sí, creo que sí.
Philipp guiñó, alentador, el ojo a Marie.
—¿Es cierto, señorita?
Marie asintió.
—Sí, Mr. Jennings, creo que puedo seguir el viaje a caballo.
—Por cierto, señor, yo estaba seguro de que era acertada mi suposición —contestó Carter—: La señorita Blumfeld dice que fue su caravana.
El jefe de los mercaderes escupió con rabia en el suelo.
—¡Esos malditos perros! ¿Sabe usted cuántas mujeres había en el carro, señorita?
—Mr. Jennings, ¿no ve… —comenzó Philipp, pero Marie ya estaba contestando. La pregunta había soltado el nudo en su garganta.
—Éramos treinta y cinco. Cinco mujeres en cada carro.
—¡Santo cielo! Entonces estos hijos de puta tienen a treinta y cuatro en su poder.
—¡Tal vez algunas hayan conseguido huir!
Marie miró a los hombres con la esperanza de recibir una confirmación, pero sus semblantes indicaban otra cosa.
—Nadie escapa a los traficantes de seres humanos, al menos no impunemente —dijo Jennings, sombrío—. Si las chicas protestan o intentan incluso escapar, no es que las maten. Les rompen las piernas y luego se las llevan en camillas. Si no revientan a causa de la gangrena, las venden en este estado a cualquier individuo o a los burdeles. —Sin tener en cuenta el estremecimiento de Marie, prosiguió—: Usted ha tenido suerte de que estos tipos estuvieran demasiado ocupados como para comprobar si estaba realmente muerta. No suelen despreciar nada y se llevan todo lo que está más o menos vivo. Esta noche debería dar gracias especiales al Señor, raramente se muestra tan clemente con alguien.
Marie ponía en duda que Dios tuviese algo que ver con su salvación. Al menos no el dios a quien había servido su padre. Tras su estancia con los Cree le pareció más plausible lo que Onawah le contó sobre el lobo blanco que, según ella, era su espíritu protector, el animal que le daba fuerzas. Quizá tenía realmente un protector que cuidaba de ella y a quien se debía que la desgracia que se abatió sobre ella fuese relativamente insignificante en comparación con la sufrida por los demás.
—Venga, señorita, deberíamos continuar camino.
La mano de Carter se puso, consoladora, en su hombro. Solo ahora Marie se dio cuenta de que Jennings ya se había marchado para reunirse con sus hombres. Agarrando fuertemente la cinta, se levantó y puso en orden sus faldas.
—Es muy bonita esta cinta para el pelo. —Carter señaló la mano de Marie—. Debería ponérsela ya. Después de lo que acabamos de ver aquí, nos iría bien tener algo hermoso ante los ojos.
Su sonrisa cautivadora alejó un poco los oscuros nubarrones que flotaban sobre su alma y permitió que, al menos, un rayo de sol pudiese atravesarlos.
—De acuerdo, si eso le alegra…
Con manos experimentadas trenzó la cinta en su cabello. Carter, que la observaba, sonreía en silencio. Después le ofreció su brazo para conducirla nuevamente hasta su caballo.
Un día gris de otoño, nuestro padre nos estuvo esperando a nuestro regreso del colegio. Estaba muy pálido, una palidez aún más acentuada por el color negro de su vestidura luterana.
Espontáneamente, Peter tomó mi mano, como si quisiera darme apoyo. Seguramente intuía ya lo que padre iba a decirnos. Con una expresión que parecía más aliviada que triste, examinó primero a Peter y luego me miró a mí antes de decir:
—Dios se ha llevado consigo a vuestra madre.
Mientras mi hermano me apretaba la mano, algo en mi interior parecía estallar. Durante siete años mi madre no había sido más que una sombra que abandonaba en contadas ocasiones su cuarto de dormir y que hablaba aún menos con nosotros. Aun así, se apoderó de mí una oleada de tristeza que nunca antes había conocido. ¡Ojalá se nos hubiese concedido la oportunidad de conocer mejor a nuestra madre! Seguro que en aquel cuerpo, marcado por los partos y la melancolía, se alojaba un espíritu maravilloso, un espíritu que no tuvo ocasión de desarrollarse.
La visión de su rostro cerúleo fue un shock para mí. Pese a que la encargada de arreglar a los muertos había hecho todo lo posible para hacer desaparecer la muerte de sus facciones, ya nada en esta cara recordaba a mi madre. ¿O era porque en mi alma existía una imagen distinta de ella?
Tras despedirnos de nuestra madre, Peter y yo fuimos al jardín. No fui capaz de llorar aunque tenía la sensación de que una pinza de hierro oprimía mi pecho. Como madre había sido siempre muy tranquila y apenas abandonaba su cuarto oscuro, en casa prácticamente ni se notaba que ya no estaba ahí. Lo que causaba mi dolor era el hecho de que ahora su cuarto estaría vacío, que ya no se repetirían las visitas vespertinas. Y que ahora estaríamos solos con nuestro padre, nuestro padre que, en el mejor de los casos, se esforzaba algo con Peter, pero no conmigo.
—Ahora padre habría podido casarse con Luise —observó mi hermano con tristeza cuando atravesamos el jardín.
A través de la cortina de lágrimas que cubría mis ojos, le miré indignada.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Madre acaba de morir!
—No digo más que la verdad. Padre ya no quería a madre cuando ella cayó enferma. Cuando ya no pudo tener más hijos.
Es cierto que decía la verdad, una verdad cuya prueba pude ver unos años antes con mis propios ojos.
—Sí, debería haberse marchado con ella —gruñó Peter, disgustado.
—Eso si él la hubiese querido. —Para entonces yo tenía edad suficiente para saber que las relaciones entre las personas son a veces extrañas y complicadas—. Seguramente lo único que quería…
Cuando Peter me dirigió la mirada, enmudecí.
—¡En realidad, tú aún no deberías saber nada de estas cosas!
—¡Pero lo sé! ¡Y sé también que los hombres no siempre quieren casarse con las mujeres con las que comparten su cama! ¿No viste con qué frialdad leyó la noticia de la muerte de Luise? Alguien que ama, no se comporta así.
Peter permaneció un rato reflexionando.
—Tal vez tengas razón —admitió finalmente—. Tal vez no la quiso. Y tal vez tampoco quiso a madre. Sí, seguramente tienes razón. No tiene aspecto de alguien capaz de amar a otra persona. Y aún tiene menos aspecto de un hombre que sienta tristeza por la muerte de alguien. —Tras estas palabras puso su mano en mi hombro y me llevó al saúco donde nos entregamos a la ilusión de ser aún niños.