LA llamada matutina de un pájaro arrancó a Marie del sueño. Pese a que la luz del día era aún débil, se levantó y asomó la cabeza al exterior. El claro del bosque estaba envuelto en una niebla tan densa que ya no vio la roca en su centro. Como no quiso dilapidar agua potable para su aseo matinal, puso su ropa en orden y luego abandonó la tienda, intentando no hacer ruido. La acompañaron unos suaves ronquidos cuando pasó de puntillas al lado de los hombres envueltos en sus sacos de dormir.
Durante la noche el bosque se había transformado. Los troncos de los árboles y el follaje brillaban como si estuvieran cubiertos por una fina laca. Gotas de rocío caían de las ramas y dejaban ver telarañas. A veces las gotas ahuyentaban a sus habitantes de ocho patas con certera puntería. Quedaban unas redes oscilantes de las que se desprendían gotas que caían sobre su vestido. También los sonidos eran distintos de los de la noche antes. Los pájaros parecían cantar otras canciones. ¿O eran pájaros distintos? Marie se propuso estudiar todo sobre la fauna y flora de este país, en cuanto tuviera ocasión de proporcionarse libros.
Tras llegar al riachuelo, se detuvo como clavada en el suelo y contuvo la respiración. Un cervatillo estaba sumergiendo el hocico en el agua. En busca de apoyo, Marie se aferró al tronco de un árbol y se mantuvo oculta, pues de ninguna manera quería molestar al animal. ¡Qué imagen llena de calma! Si bien los movimientos de sus orejas denotaban que el cervatillo se mantenía, pese a todo, alerta.
En sus caminatas en su país Marie había visto también animales, pero solían mostrarse nerviosos y descubrían su presencia al cabo de segundos. Este animal, en cambio, centraba todo su interés en beber, de tal modo que ni la notó.
Seguramente Onawah habría interpretado la aparición del animal como una señal de los dioses, pensó Marie, notando a la vez que el recuerdo de la curandera y del campamento Cree despertó en su pecho un dolor agridulce. Pese a que, debido a su compromiso matrimonial, se sintiese obligada con su propio mundo, sintió apoderarse de ella la añoranza de vivir en la selva igual que los Cree, de ser libre de todas las exigencias de la civilización.
Cuando algo espinoso rozó su mano, Marie se sobresaltó. Pese a que reprimió en el acto el gritito que salió de sus labios, el cervatillo levantó la cabeza. Al descubrir a Marie entre los troncos de los árboles, el animal tensó los músculos y se apartó de un salto. En cuestión de segundos desapareció entre la maleza. Enojada, Marie contempló al gran escarabajo que se había paseado por encima de su mano. ¿No podía haber elegido otro camino?
Como ahora no había nadie en el riachuelo, se acurrucó en el musgo blando y desabrochó un poco su vestido. Sin jabón sería un aseo superficial, pero el contacto con el agua fresca alejó el resto de cansancio y agudizó sus sentidos. De repente parecía ver con mayor claridad y también se agudizó su oído, naturalmente no el oído dañado, pero tenía la sensación de que el sano percibía mucho más.
—¡Ah, está usted aquí!
Cuando Marie se volvió, Carter estaba saliendo de detrás del tronco del árbol, tras el que ella había observado al cervatillo. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí?
Solo un instante después se dio cuenta de que su vestido seguía desabrochado hasta el pecho. Turbada, intentó cerrar los botones con manos inseguras, hasta que lo consiguió.
—Solo quería lavarme un poco. —Cabizbaja, Marie volvió a levantarse—. Si quiere, puede…
—Gracias.
Carter no se movió. Su mirada seguía fija en ella, como si quisiera grabar para siempre en su memoria su figura ante el riachuelo.
—No parece usted sentir mucho miedo —dijo finalmente. El extraño momento de silencio entre ellos se desvaneció—. Especialmente por la mañana se pasean muchos animales, también osos.
—Debería habérmelo dicho antes —replicó Marie, mirando algo asustada a su alrededor—. Seguro que entonces no habría abandonado el campamento.
—A veces es mejor no saber nada de un peligro —replicó Carter con una sonrisa— pues conociéndolo, también se corre peligro de tropezarse más rápidamente con él.
—¿De verdad cree usted eso? —dudó Marie—. Yo creo más bien que, conociendo el peligro, es cuando uno puede evitarlo.
—Quizá, pero ¿no se priva uno mismo entonces de parte del placer? Antes usted tenía un aspecto tan despreocupado, y seguro que es así como se sintió.
¡Así que realmente llevaba ya un rato allí observándola!
—Sí, este lugar es realmente hermoso, al menos lo era hasta que usted me habló de los osos.
Carter soltó una risotada.
—No se preocupe, señorita, los osos le tienen tanto miedo a usted como usted a ellos. Y mientras no orine ante la guarida de un oso, estará bastante segura. La orina humana vuelve agresivos a estos animales.
—Está bien saberlo —replicó Marie, incómoda.
De nuevo se interpuso el silencio entre ellos. Ahora hubiese sido el momento adecuado para levantarse y marcharse, pero algo hizo que Marie desistiera de hacerlo.
—Antes vi un cervatillo aquí junto al río —dijo buscando las señales de los cascos en la hierba—. Aquí ha dejado sus huellas.
—A esta hora los ciervos se pasean con frecuencia, mientras que, de día, desaparecen casi por completo.
—Como permaneció aquí tan tranquilamente, pensé que también para mí sería un buen lugar.
—Seguro que lo es. Los ciervos tienen buen oído, perciben la presencia de un oso a una milla de distancia.
—Me he dado cuenta.
Todavía sintió rabia por la aparición del escarabajo. Como ya no se le ocurrió nada más para justificar su permanencia, recogió su falda y dijo:
—Ahora el río es suyo, Mr. Carter.
Mientras se iba alejando, creyó sentir su mirada clavada en su espalda.
Cuando regresó, ya estaban los hombres desmontando el campamento. Mientras Jennings y Jacques enrollaban sus sacos de dormir, Brian estaba orinando junto a un árbol. Marie contuvo la respiración todo lo que pudo para no percibir el olor a orina que le llegaba con el viento. ¡No era de extrañar que despertara la agresividad en los osos!
Mientras se iba preguntando si los osos eran capaces de olfatear el olor también a larga distancia, empezó a doblar la tienda. Al cabo de un rato, Jacques vino en su ayuda y le contó que la tienda era suya.
—Sobre todo, no rompa nada, señorita —dijo con su acento grave—. Aún voy a necesitar la tienda.
—¡Oh! —Marie retrocedió, sobresaltada, lo que provocó la risa del tratante de pieles.
—No se preocupe, solo fue una broma, pues la tienda es muy resistente. ¿Ve el remiendo aquí?
Señaló cuatro desgarrones situados en paralelo, que habían sido cerrados con bastas puntadas, seguramente hechas por el mismo Jacques.
—Fue un oso que creyó que en la tienda encontraría comida. Tal como golpeó la tienda, tendría que haberla destrozado, pero la tela aguantó.
Marie alzó la mirada, asustada.
—Cuando el oso atacó, ¿estaba usted en la tienda?
Jacques negó, riendo, con la cabeza.
—No, por suerte, no. Me encontraba tras él, con mi rifle. Conseguí un buen precio por la piel del oso.
—¿Y ha sido atacado alguna vez encontrándose en la tienda?
—Hasta ahora, no. Pero a veces algunos animales arañan la lona. ¿No oyó nada esta noche?
Marie negó con la cabeza.
—No directamente en la tienda.
—Entonces tuvo suerte. La mayoría de la gente se asusta cuando por primera vez un animal llama a su tienda.
Tras el regreso de Philipp y haber guardado los últimos sacos de dormir, volvieron a montar a caballo y regresaron al camino que habían abandonado la noche antes.
Esa mañana la niebla tardó en levantarse. Flotaba como algodón entre las copas de los árboles. Más arriba, en la montaña, parecía como si las nubes hubiesen descendido un poco.
—Esperemos que no llueva —gruñó Brian—. No tengo ganas de esperar durante horas hasta que se sequen mis gorras.
—No les sentaría mal un poco de lluvia. ¡Así los piojos que anidan en ellas toman al fin un baño! —replicó Jacques.
—Tiene razón. ¡Vete tú a saber todo lo que se aloja ahí dentro! —añadió Jennings, riendo.
—¡Hay que ver quién habla! ¡Tú que llevas una zarigüeya en la cabeza! —le increpó Brian.
—Esta zarigüeya, como la llamas, es cebellina de la mejor calidad. En Europa solo la llevan los nobles.
—Puede que lo hagan, pero lo que tú llevas en la cabeza no es ni mucho menos cebellina. ¡En el mejor de los casos es marta o mapache!
A Marie le hizo gracia la discusión. Seguro que, una vez en la ciudad, tendrían muchas cosas que contar durante las comidas. Echó un vistazo a su lado donde cabalgaba, como siempre, Carter, que no la perdía de vista. Él, que se mantuvo al margen de la discusión, le dirigió una sonrisa cómplice, y Marie notó, desconcertada, que esta sonrisa le pareció maravillosa.
Durante los siguientes días, la región que atravesaban a caballo se le antojaba a Marie cada vez más familiar. El bosque se asemejaba al que habían cruzado con la caravana. Y cuando descansaron finalmente junto a la alberca con las lupinas rojas, supo que estaban tomando el mismo camino por el que había viajado también la caravana. Tras una breve búsqueda, hasta encontró huellas de carro entre la hierba.
—Por aquí pasamos también con la caravana —le comunicó a Jennings durante la comida, que se componía de carne de lata y pan.
El hombre asintió.
—Puede ser. Es una ruta muy popular para los viajeros, pero desgraciadamente también muy peligrosa.
—¿Y no existen alternativas?
Marie se preguntaba si el asalto se hubiese podido evitar.
—Claro que existen, pero dependen mucho del tiempo. Basta un chaparrón e inmediatamente los caminos se convierten en pantanos. Los bandidos saben perfectamente por qué acechan en los caminos buenos.
Cuando partieron de nuevo, Marie hubiese podido jurar que este era el camino que habían tomado tras la tormenta. El camino de los bandidos…
—¿Resulta sensato ir por este camino? —se dirigió a Philipp—. ¿Y si los bandidos que asaltaron la caravana están aún aquí?
—Entonces van a acordarse de por vida.
—Pero eran, al menos, dos docenas, y ustedes son solo cuatro.
—Los hombres como aquellos buscan o bien un motín fácil o mujeres. No creo que nosotros les resultemos interesantes.
—Pero yo soy una mujer.
Philipp esbozó una sonrisa.
—Sí, lo es. Pero, aun así, no van a atacarnos por una sola mujer. Ni tampoco por las pieles. Pues primero hay que venderlas, y esta molestia no se la toma ningún bandido.
—Pero seguro que usted también lleva dinero encima ¿no?
—¡Ni un céntimo! —replicó Philipp—. Al fin y al cabo, las pieles que compramos a los Cree nos costaron un buen dinero. En caso de que algún día usted opte por la carrera de bandido, deberá recordar que a los tratantes de pieles solo se les debería asaltar cuando no lleven mercancía consigo. Ausencia de mercancía; bolsillos llenos. Abundancia de mercancía; bolsillos vacíos.
—Dudo que en algún momento quiera ganarme el sustento de mi vida robando a la gente, pero muchas gracias por la indicación.
Inquieta, Marie arreó su caballo. Durante todo el tiempo tenía la sensación de que estaban siendo observados y ni siquiera le ayudó a alejar esta sensación pensar que no eran más que imaginaciones suyas. De repente, la maleza impenetrable entre los árboles se le antojó hostil, y cualquier sonido más alto que el sordo batir de los cascos de los caballos la hacía encogerse.
Al fin, volvieron a enviar a Carter a adelantarse, cosa que sorprendió a Marie. ¡Aún no era hora para descansar!
Solo unos minutos más tarde volvió hacia ellos, como llevado por el diablo. Asustada, Marie se tapó la boca con la mano. ¡Bandidos! Seguramente los habría descubierto.
Con el corazón desbocado, observó cómo Carter cabalgaba al lado de Jennings, contándole algo con gran excitación. Cuando encima el tratante de pieles miró hacia ella, se convenció de que estaban pensando cómo ponerla a salvo.
—¿Qué sucede? —preguntó Marie, aterrorizada cuando Carter se acercó a ella.
—He hecho un descubrimiento. —El aire sombrío de su cara no le hizo intuir nada bueno.
—¿Ha dado con un campamento de bandidos?
—No, eso no. Y tampoco creo que tengamos que temer ser asaltados, pues los bandidos ya se han hecho con un cuantioso botín.
—¿Qué significa eso?
Carter le puso la mano en el brazo.
—Creo haber encontrado su caravana.
Al principio, Marie no fue capaz de articular palabra. Incrédula, movió la cabeza.
—Yo comprendería que usted prefiriera quedarse aquí.
—¡No, quiero verla!
—Vale, pero ármese de valor. No es una visión agradable.
Mientras intentaba dominar su pánico, siguió, junto con Carter, a los tratantes de pieles en dirección al lugar del hallazgo. En su imaginación veía unas imágenes espantosas. ¿Habían sido asesinadas todas las mujeres? ¿O habían sido víctimas de algo aún peor?
Marie alcanzó los carros entoldados un poco más tarde que los hombres. Llena de espanto, detuvo su caballo.
Por de pronto el único indicio del asalto era el hecho de que los carros estuvieran colocados en gran desorden en el claro del bosque. Algunos toldos habían sido agujereados por disparos o estaban completamente desgarrados. La mayoría de las lanzas de los carros estaban vacías, sin caballos. Por lo tanto, los bandidos se habían llevado también los animales. Los que no habían sobrevivido a la lucha, yacían junto a los carros y exhalaban un insoportable hedor.
—Mejor que no se acerque más —aconsejó Philipp, pero Marie ya estaba desmontando y fue hacia el carro que, gracias al color rojo de la trampilla de carga, reconoció como el suyo.
Con un resoplido malhumorado, también Carter saltó ahora de su caballo y la siguió.
Al bajar con el corazón al galope la trampilla de carga, Marie temió encontrarse con los cadáveres de Ela y de las otras dos mujeres. Pero solo había mantas y algunas bolsas, cuyo contenido había sido revuelto y desparramado. La misma suerte había corrido su propia bolsa. En busca de dinero cosido en los dobladillos de las faldas, los bandidos habían cortado todas las piezas de ropa. Faltaba la cinta para el pelo que Johnston le había regalado. En cambio, encontró su documentación que, por lo visto, no había interesado a los bandidos. La hizo desaparecer rápidamente bajo su corpiño.
—Tengo que admitir realmente que es usted valiente —gruñó Carter, que llegó tras ella—. Pero la próxima vez debería hacer caso a mis indicaciones. No olvide que alguien podría haberse encontrado en el carro al acecho.
—Entonces habría disparado ya mientras nos acercábamos a la caravana —replicó Marie, aturdida.
Carter echó un vistazo al interior del carro y se sintió también aliviado de que no hubiera cadáveres en su interior.
—Aquel es el carro en el que viajaba yo —declaró Marie, angustiada—. Las otras mujeres…
—Deberíamos rezar para que, entretanto, las hayan dejado en libertad.
La voz de Philipp no sonaba muy convencida, pues sabía demasiado bien cómo los traficantes de personas suelen tratar a su botín.
—¿Y no hay nadie que pueda ayudarlas? ¿No hay aquí policías o algo semejante?
—Sí, la policía montada. Y la vamos a avisar cuando nos encontremos con ella. ¿Cuánto tiempo pasó usted con los Cree?
—Unos dos meses.
Carter frunció el entrecejo.
—Entonces ya estarán lejos. Seguramente habrán vendido a las mujeres y si no han podido venderlas, las habrán asesinado.
—¿Venderlas?
—Sí. Estamos claramente ante la obra de traficantes de personas. —Philipp cogió una olla atravesada por una bala y pasó el dedo por el agujero—. Si solo hubiesen buscado objetos de valor, habrían matado a las mujeres, pero así…
Se volvió hacia los tratantes de pieles que estaban registrando los carros.
—Mr. Jennings, ¿podemos acercarnos la señorita y yo? ¿O es demasiado horroroso lo que se ve?
—¡Mejor que se queden donde están! —sonó la voz de Jennings; después preguntó a su gente por lo que estaban viendo.
—¡Aquí hay tres! —informó Jacques desde el extremo delantero del carro.
—¡Yo he encontrado a cinco! —exclamó Brian y Jennings anunció:
—Y yo a otros cinco, pero me temo que aún hay más.
Marie cerró los ojos, horrorizada. Veinte hombres acompañaban a la caravana. Cuando los guerreros Cree la hallaron a ella, se encontraron también con los cadáveres de Johnston y de otros. Por lo visto, los bandidos realmente habían matado a todos los hombres de la caravana. ¿Y a las mujeres?
—Estos hombres han sido ejecutados —añadió Mr. Jennings—. Se aprecian disparos en la cabeza y en el pecho. Se habrán rendido con la esperanza de que entonces los bandidos les perdonaran la vida.
—¡Deberíamos enterrarlos! —propuso Brian—. En un carro vi dos palas. Seguro que en los otros carros también habrá utensilios que nos puedan servir.
De repente, Marie tuvo la sensación de que una diminuta voz le estaba diciendo que echase un vistazo a su lado. Algo yacía en la hierba. Por lo visto, inicialmente un bandido debió considerarlo valioso, pero luego lo tiró, al ver más detenidamente su contenido.
Marie se soltó.
—¡Esperen!
A trompicones, Marie se dirigió hacia la cajita que estaba en el suelo ante ella. Estaba empapada y sucia y apenas identificable con lo que había sido unos meses antes.
Cuando Marie levantó la tapa, que casi se desmoronó bajo sus dedos, apareció un resplandor de algo de color turquesa azulado: ¡la cinta para el pelo que le había regalado Johnston!
Impresionada, se dejó caer de rodillas, tapándose la boca con la mano.
—¿Qué le pasa, señorita? —Carter apareció a su lado.
A Marie le costó articular palabra.
—Esta cinta para el cabello me la compró el jefe de la caravana. Como recompensa por mis servicios de intérprete.
Marie extrajo la cinta de la caja. Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar la tarde en que estuvo paseando por la ciudad con Johnston.
Carter puso la mano en su hombro en un gesto consolador.
—Debería dar gracias a Dios por la suerte que tuvo, señorita. ¿Quién sabe cómo estarán las mujeres que han sido secuestradas por los traficantes de personas?
A Marie se le hizo un nudo en la garganta. Un fuerte dolor taladró el centro de su cuerpo como la lanza de un indio. ¿Qué habrá sido de Ela? ¿Y de las otras? ¿Estaban padeciendo ahora el infierno mientras ella iba al encuentro de su futuro? ¿Había sido la mano de Dios la que la lanzó desde el carro en marcha?
De repente, se sintió mareada. El suelo bajo sus pies parecía moverse como en un barco con fuerte marejada. Al mismo tiempo, sus piernas le pesaban como si fuesen de plomo.
Extendió la mano en busca de ayuda y sintió la chaqueta de Carter bajo sus dedos. Después el universo se convirtió en una luz cegadora.