Capítulo 14

DURANTE un buen rato cabalgaron campo a través, pasando entre árboles y por delante de colinas, cubiertas de un manto verde oscuro de piceas y abetos.

Por consideración hacia Marie, los comerciantes redujeron un poco el ritmo de su cabalgada. Carter iba el último, junto con el tercer mercader con el caballo de carga. Marie tuvo que acostumbrarse a ir a caballo. Al principio tenía dificultades para adaptarse a los movimientos del animal y se mantenía en una actitud crispada. Pero poco a poco fue distendiéndose y se dio cuenta de que estaba más que justificado que Carter le diese su caballo. El animal era dócil y tranquilo y no tenía problemas con una amazona tan torpe como ella.

—Espero que se encuentre cómoda sobre su montura.

Con su caballo, Philipp se aproximó al de Marie. El rocín de carga, de pellejo hirsuto y crin recortada, resopló, contento.

—Sí, muy bien, gracias —contestó Marie, señalando el caballo a su lado, que movía alegremente la cabeza—. Su caballo también está contento de no tener que llevar por una vez tanta carga.

—No estaría tan seguro; yo también peso bastante.

—Pero no tanto como los fardos. Estuve observándole cuando los descargó. Deben de haber pesado un montón.

—O tal vez yo sea un alfeñique —replicó Carter con mirada socarrona.

—Eso lo dudo también.

Marie casi se asustó de su propia risa tan despreocupada, una risa que sonaba como antaño, cuando su hermano le tomaba el pelo o le hacía cosquillas.

—Tiene una risa encantadora, señorita —observó Carter, lo que hizo que Marie se sonrojara en el acto.

—¿Usted cree?

—Sí, lo creo. La risa de algunas mujeres se parece a la de las cabras. Pero usted ríe como una jovencita.

—Gracias, es usted muy amable.

Marie procuró no desviar su mirada de la crin del caballo. «¿Por qué me hace semejante cumplido?», pensó, inquieta.

—Perdone si me he propasado, pero como puede ver, tengo la costumbre de decir la verdad. Y me da igual que la persona que tenga enfrente se enfade o no.

—Es un rasgo muy noble —replicó, seria, Marie, y volvió a dirigir la mirada a Carter. Entonces vio una cicatriz que se extendía verticalmente desde su oreja derecha a lo largo del pescuezo y desaparecía bajo el cuello de su camisa.

—Sí, no es extraño que siga siendo un mero ayudante para el señor Jennings. A veces no soporta la verdad.

—¡No lo parece!

—Usted tiene la suerte de no tener que pasar con él semanas y meses. Además, usted es mujer. Con las mujeres se esfuerza mucho.

Incluso cuando el silencio se interpuso entre ellos, Carter se mantuvo a su lado, como si quisiera advertirla de la aparición repentina de un espacio pantanoso o de ramas sobresalientes.

—Antes de venir al Canadá, ¿a qué se dedicaba usted? —preguntó súbitamente—. ¿Solo era una hija bien educada o trabajaba?

—¡Soy maestra! —replicó Marie, y notó que, involuntariamente, se puso algo tensa.

—¿Maestra? —Carter soltó una breve risita—. Perdone, señorita, pero no tiene aspecto de maestra.

—¿Y qué aspecto tienen en su opinión las maestras?

—Pues, más viejas, más amargadas, pero no… —Philipp se tragó las siguientes palabras y añadió solo—: Como sea, usted no tiene aspecto de maestra.

—¡Pero lo soy! Al menos lo fui en mi país.

—Y si pudiera, ¿le gustaría volver a trabajar de maestra?

—¡Claro que sí! Pero no sé si encontraré un empleo.

—No creo que la rechacen en ningún sitio donde usted se presente. En esta región hay pocos maestros, incluso en las ciudades más grandes hay a veces un solo maestro para todos los niños.

—Por lo visto, está usted muy bien informado.

—Tengo buen oído. No tiene ni idea de todo lo que se oye en los saloons en una noche larga.

—Pero la condición es también que uno tenga interés por muchas cosas.

Philipp esbozó una sonrisa de satisfacción.

—Cuando se pasa mucho tiempo de viaje, uno empieza a encontrar interesante todo lo que no tenga que ver con pieles, bosque, trampas e indios. A veces, cuando voy a la ciudad, me sorprende ver por qué caminos se dirige la civilización. Y por qué caminos equivocados. Solo eso ya resulta muy interesante.

—¡Pero este paisaje es precioso! Seguro que mucho más hermoso que cualquier ciudad.

—Eso le parece a usted, pero aún no ha visto gran cosa. Yo conozco esta ruta de memoria, cada piedra, cada árbol, cada helecho junto al camino. Entonces se necesitan cosas a las que uno pueda dar vueltas en la cabeza.

Estas palabras dieron que pensar a Marie, de modo que cabalgaron un rato en silencio, uno al lado del otro. Cuando quiso reanudar la conversación, Jennings llamó a Carter. Tras un breve intercambio de palabras, este se marchó al galope.

—¿Adónde va? —exclamó Marie, dirigiéndose a los otros.

—¡A buscar un lugar de acampada para la noche! Aquí existen varias posibilidades, pero hay que asegurarse de que por el lugar elegido no merodeen osos. Por mucho que seamos tratantes de pieles, no tengo ganas de tener que luchar cuerpo a cuerpo con un grizzly.

La imagen de Jennings que, por un instante, apareció ante sus ojos, intentando vencer a un oso, la hizo sonreír.

Dos horas después llegaron al lugar que Philipp había elegido para pasar la noche. El claro de bosque estaba rodeado por altos abetos y protegido por una maleza tupida. En medio se alzaba una roca que parecía habérsele caído a Dios del bolsillo de su chaqueta cuando creó el mundo.

Asustada, Marie abrió unos grandes ojos. Resultaba sorprendente el parecido con el lugar que cuatro semanas antes vio en su extraño sueño. Solo faltaba la mujer loba que saltó de la roca y se le acercó murmurando palabras Cree distorsionadas.

—¿Le sucede algo, señorita? —preguntó el tratante de pieles del pañuelo bordado, a quien los otros llamaban Brian—. ¿No se encuentra bien?

—¡No es extraño tras esa cabalgada! —asintió el tercer mercader, un francés llamado Jacques, que hablaba muy bien el inglés, aunque con fuerte acento.

—¡Estoy perfectamente! —se apresuró a replicar Marie, mientras intentaba dominar los sentimientos que se apoderaron de ella al ver aquel lugar—. Solo se me acaba de pasar una idea por la cabeza.

—Pero tiene que haber sido una idea muy preocupante —intervino Carter que también se había dado cuenta de su alteración emocional—. Tenía usted aspecto de haber visto un espíritu.

Marie negó con la cabeza.

—Solo me acordé de un sueño. El lugar en el que se desarrollaba mi sueño se parecía muchísimo a este.

—Son cosas que ocurren —replicó Philipp encogiéndose de hombros—. A veces yo también sueño con lugares que luego llego a visitar realmente. Creo que de este modo los dioses nos envían una señal.

—¿Y con qué lugares has soñado tú? —se burló Brian, que había oído lo que Philipp le había dicho a Marie.

—Con lugares a los que tú seguramente no irás jamás si sigues así —replicó Philipp bromeando.

—Bueno, yo ya me conformo con estos lugares de aquí mientras en ellos se gane lo suficiente. ¿Verdad, Jennings?

El jefe, que estaba aflojando las correas de la silla de montar, se sobresaltó.

—¡Vale, no tengo inconveniente!

Marie puso en duda que hubiese escuchado.

Después de atar los caballos a los árboles, los hombres se pusieron a buscar leña. Marie ayudó en la medida de lo posible, mientras intentaba deshacerse de su congoja interior. Una y otra vez miraba en dirección a la roca, pero el lobo blanco no se dejó ver.

Tras preparar el lugar para la hoguera, Jennings y Brian se marcharon con sus rifles para cazar algo para la cena. Marie no había visto animales, solo unos crujidos en la maleza indicaron su presencia.

Entretanto, Jacques y Philipp se pusieron a levantar el campamento para pasar la noche.

—Tal vez debiera dar un paseo —propuso Carter al darse cuenta de que Marie permanecía como clavada ante la pila de leña—. En esta dirección he visto unas preciosas flores silvestres. Debería ir a verlas. —Señaló hacia el oeste, donde el sol ya se ponía tras las copas de los árboles—. Si se da prisa, aún podrá verlas antes de que se haya ido toda la luz.

Marie asintió, pero de mala gana se alejó del campamento. ¿Tal vez habría también lobos aquí? Quizá no lobos blancos, pero sí lobos muy hambrientos.

Tras haber cruzado un riachuelo, encontró la alfombra tapizada de flores. Las flores blancas parecían estrellas caídas del cielo que se hubiesen repartido sobre una blanda alfombra de musgo. Pero la fascinó aún más la bruma que se levantaba entre los árboles. La última luz del sol la tiñó de color rosa, lo que provocó en Marie la sensación de estar flotando entre algodones.

Mientras la tensión interior iba disminuyendo poco a poco, Marie cerró brevemente los ojos y aspiró profundamente el aromático olor a bosque. Quizá, pese a todo, este lugar no debía inspirarle miedo…

De repente, un disparo estalló en el bosque. Asustada, Marie se encogió y abrió los ojos. Después volvió a acordarse de que Jennings había salido a cazar. Por lo visto, hoy tendrían algo más que comer que solo pan tostado.

Cuando se retiró la luz, Marie regresó al campamento donde encontró a Jennings, que estaba depositando en aquel momento un cervatillo junto a la hoguera.

—¡Ha elegido un buen lugar, Carter! Esta es una pieza magnífica.

Con un largo cuchillo, que sacó de su cinturón, despanzurró la pared abdominal del animal y luego lo destripó con gran pericia. Por mucho que le apeteciera a Marie aquella carne tierna, no soportaba la visión de los intestinos ensangrentados. Luchando contra unas leves náuseas, se volvió hacia el campamento que seguía recortándose aún de la incipiente oscuridad, gracias al color blanco de las lonas y mantas.

La tienda le causó sorpresa. ¿Cómo iban a caber en ella cuatro personas?

—Tal vez fuese mejor que yo durmiera al aire libre —mencionó, incómoda.

—¡Tonterías! —soltó Jennings, que estaba desollando el ciervo—. Entiendo sus reparos, pero no ha de sentirse incómoda. Nosotros dormiremos fuera y usted en la tienda. ¡No se hable más, al fin y al cabo usted es una señora!

En el primer momento, Marie no supo qué decir. Por lo visto, estos hombres eran más caballerosos de lo que su aspecto daba a entender.

—Lamentablemente no tenemos más sacos de dormir, pero le he dejado dos mantas en la tienda —explicó Carter sacudiéndose la hierba de las rodillas—. Espero que esto le sirva un poco de cojín para que no note el duro suelo del bosque.

—¡Gracias! —dijo entre dientes Marie—. A todos ustedes. ¿Pero qué harán si llueve?

Jennings miró a sus camaradas, luego hizo un gesto como para quitarle importancia.

—No parece que vaya a llover. Y si el gran Manitú encima de nosotros cambiase de opinión, tampoco pasaría nada. No sería la primera vez que nos despertemos en un saco de dormir completamente empapado. ¿Verdad, compañeros?

Rodeados por la oscuridad, se sentaron al fin ante la hoguera, saboreando la tierna carne de ciervo que Jennings cortaba del espeto en grandes trozos con su cuchillo. Como condimento había utilizado un poco de sal, que llevaba consigo en una bolsita, y hierbas salvajes con las que salpimentó la carne. Marie encontró el sabor tan delicioso que preguntó a Jennings por la mezcla de los condimentos.

—En realidad, la mezcla es un secreto —contestó, un poco gruñón—. Pero tratándose de usted: suelo utilizar amaranto, zanahoria salvaje, setas disecadas y cúrcuma. Las setas hay que conservarlas, todo lo demás crece aquí en la región.

Al fin saciados, contemplaron las llamas entregados a sus pensamientos.

Bajo la luz de las llamas que se alzaban hasta lo alto, el claro de bosque se le antojó inquietante a Marie. También en su sueño vio el resplandor de un fuego. Y también estaba acostada en una tienda. Insegura, miró a su alrededor donde unas manchas de luz se deslizaban por la maleza, pero no aparecieron ni espíritus ni lobos ni la extraña mujer lobo.

Una vez acostada en su lecho, Marie mantuvo durante mucho tiempo la mirada clavada en las lonas sobre ella. La luna saliente dibujaba en la tela las sombras de las ramas que se mecían suavemente movidas por el viento. Alrededor de ella, oía crujidos y crepitaciones. Marie se acordó de la caravana y se preguntó de nuevo qué habría sido de las demás. Quizás Ela y las otras ya estaban sentadas al calor de la estufa junto a sus esposos. Con el deseo de que así fuera, se quedó dormida.