Capítulo 13

MARIE se lo pasaba muy bien dando clases a los niños Cree, aunque estas clases fuesen tan diferentes de lo que conocía de los colegios anteriores. Tahawah era una excelente traductora que con este trabajo mejoró sus propios conocimientos de inglés y empezó a la vez a enseñarle a Marie las primeras palabras en el idioma de los Cree.

Aunque se propuso anotarlas, Marie aprendía las palabras más bien a través del oído. Al igual que aumentaba el vocabulario de los niños, aumentaba también el suyo, de modo que al poco tiempo ya era capaz de mantener breves conversaciones en la lengua de los Cree.

Los niños se mostraban muy dóciles y, aunque no sabían escribir, aprendían muchos vocablos ingleses solo escuchando. Poco a poco se iban uniendo mujeres y algunos guerreros a los alumnos para aprender con ellos. Después intentaban tímidamente hablar con Marie y utilizar las nuevas palabras.

Así transcurrieron dos meses en los que Marie aprendió cada vez más cosas sobre los Cree, estudió sus costumbres y practicaba su idioma. Mientras que, durante el día, apenas tenía tiempo para pensar porque también Onawah necesitaba frecuentemente su ayuda en el tratamiento de hierbas, de noche aparecían los pensamientos y la mala conciencia. ¿No debería ella intentar regresar a la civilización? Al fin y al cabo, su prometido la estaba esperando. Pero se sentía muy a gusto en el campamento de los Cree y empezó a entender por qué algunas mujeres blancas optaban por quedarse con ellos.

«Quizá debería dejarlo en manos de Dios —pensó, cuando, de nuevo, pasó una noche inquieta, dando vueltas en el lecho—. Si quiere que encuentre a mi prometido, que me dé una señal. Y si mi futuro está aquí, que siga en silencio».

Tras haberse levantado, como de costumbre, muy temprano, para bañarse en el lago cercano, acudió después de un rápido desayuno al lugar de las clases que, entretanto, había sido adornado con bancos hechos con madera de árboles caídos. En el centro se alzaban dos taburetes de madera para Marie y Tahawah, con quien se repartía ahora las clases.

Marie esbozó una sonrisa pensativa, dejando vagar la mirada por el claro de bosque. Entonces se le ocurrió que hacía tiempo que el lobo no se había dejado ver. ¿Podía ella interpretarlo como el silencio de Dios? ¿Que su voluntad era que se quedase aquí?

Aquella mañana Tahawah parecía nerviosa, casi ausente.

—¿Qué te sucede? —preguntó Marie, preocupada—. ¿No te encuentras bien?

—Sí, solo que… yo nerviosa por boda. Onawah contarme qué esperar hombre, y eso dar miedo.

Marie contuvo la respiración. Nuevamente se acordó de las palabras de Ela cuando dijo que, a veces, los curas tienen muchos hijos. Era extraño, pero no había pensado más en eso.

—Tú también tener hombre con quien querer casar —prosiguió Tahawah—. ¿Qué sentir tú?

—Aún no conozco siquiera a mi marido. Y quién sabe si llegaré a conocerle —replicó—. Ya llevo aquí más de dos lunas.

—¿Eso quiere decir que te quedarás aquí? ¡Entonces nosotros encontrar marido para ti! Ehapi decir algunos guerreros gustar tu cabello que parecer sol.

Marie se ruborizó. Aunque había pensado en la posibilidad de quedarse, no pensaba en casarse.

—No sé si quiero casarme —contestó lo más diplomáticamente posible, pues no quería transmitir a Tahawah la sensación de que sentía aversión hacia los hombres de la tribu—. Al fin y al cabo aquí tengo una tarea que cumplir.

—Yo también tengo una tarea. Y me caso. Todas las mujeres tienen que casarse, si no, vieja y sola.

Por lo visto, la inquietud que Tanawah sentía ante la noche de bodas no disminuía su entusiasmo por el matrimonio.

—Seguro que algún día me casaré —transigió Marie—. Cuando me enamore de un hombre.

—O cuando vuelvas con los blancos.

—Eso lo dejaremos en manos de los dioses. Seguro que cuidarán de nosotras, ¿verdad?

Tahawah asintió.

—Sí, todo voluntad de dioses.

—Y en cuanto a lo que los hombres esperan tras la boda, me han dicho que también las mujeres pueden disfrutarlo. He conocido a mujeres a las que les ocurrió eso. Seguro que tu esposo será muy considerado. ¿Lo quieres, verdad?

La expresión arrobada que apareció en el rostro de la joven Cree dio una respuesta clara a Marie.

Pese al calor, que invitaba al baño, se presentaron casi todos los alumnos y siguieron tranquilamente la clase. Pero cuando la dieron por finalizada, el griterío fue enorme. Salvo unos pocos, los niños desaparecieron instantáneamente en el lago. También Tahawah tuvo que regresar inmediatamente al campamento, pues ahí la estaban esperando los preparativos para la boda. Aunque Marie entendiera que la novia estuviese nerviosa y sintiese, tal vez, algo de miedo, esperaba la boda con impaciencia y, por extraño que fuese, solo sentía una leve punzada por el hecho de no poder celebrar la suya propia.

Disfrutó un momento más de la calma que reinaba en el claro del bosque. Luego se levantó y regresó al campamento. De repente, se cruzó con una bandada de niños que parecían muy alterados. ¿Había sucedido algo?

—¡Tú, ven! —exclamó una de las niñas tirando de la manga de Marie—. Hombres blancos han venido. Compran pieles de búfalo.

El corazón de Marie tuvo un sobresalto. ¿Sería cierto que gente blanca había llegado hasta aquí? ¿Era una señal de Dios?

Rodeada por numerosos niños, regresó al campamento, en cuyo centro había siete caballos, tres de ellos cargados con pesados fardos envueltos en lonas. Cuatro hombres se encontraban en medio de los guerreros y de mujeres que habían acudido a toda prisa. Incluso los niños se les acercaron sin temor.

El aspecto de los desconocidos se acercaba bastante a la idea que Marie tenía de los tramperos por los libros. Su abigarrada vestimenta estaba hecha de telas de vivos colores, cuero y pieles. El hombre que estaba en el centro, a quien Marie tomó por el jefe, llevaba, pese al calor, un gorro de piel adornado por coloridas cuentas de madera. Dos de sus camaradas, aunque no llevaban gorro, no le iban a la zaga en lo que a la pomposidad de su vestimenta se refería. A Marie la impresionó la chaqueta de flecos de uno y el pañuelo primorosamente bordado del otro. El cuarto hombre llamaba la atención por la sencillez de su ropa, y porque su barba, a diferencia de los otros, era corta y estaba bien recortada. La chaqueta azul, algo desteñida, de uniforme, bailaba un poco alrededor de su tronco, el pantalón de color gris negruzco, estaba enfundado en unas botas deslucidas. Su cabello, rizado, de color negro, enmarcaba algo desordenadamente un rostro anguloso, pero simpático.

Fue él también el primero en volverse hacia ella. Sorprendido, enarcó las cejas. Después rozó levemente el brazo del jefe.

Cuando este se volvió, Marie esbozó una sonrisa insegura. Tras repasarla de la cabeza a los pies, se acercó a grandes pasos a ella.

—¡Caramba! ¡No es posible! —exclamó al tenderle la mano—. Me llamo Meredith Jennings. Y usted debe de ser la mujer a la que se está buscando en todas partes.

—¿Me buscan?

El hombre desabrochó su chaqueta de piel marrón y sacó un trozo de papel del bolsillo. Marie reconoció la foto que había enviado a su prometido antes de partir hacia Boston.

—Es usted, ¿verdad? La señorita Marie Blumfeld.

Estaba de más preguntar quién era el autor de la petición de búsqueda.

—Sí, soy yo —explicó Marie, mientras leyó por encima el texto que informaba de que había desaparecido hacía dos semanas. ¿Es que la caravana había llegado entretanto a la ciudad e informado a su prometido Jeremy de lo ocurrido? O quizá la caravana no había llegado a Selkirk y sencillamente Jeremy, pasada la fecha de su previsible llegada, había redactado la petición de búsqueda.

—Usted debe importarle realmente mucho a su prometido, señorita. Aunque se habría podido esperar que ofreciera una pequeña recompensa. Sobre todo, viéndola a usted.

La indisimulada mirada de Jennings hizo que Marie se ruborizara. Al mismo tiempo despertó cierto malestar en ella. ¿Y si sus intenciones no eran honestas?

—Bien, sea como sea, nos encontramos precisamente camino a Selkirk y, si usted quiere, la llevamos con mucho gusto con nosotros.

—Pero no puedo pagarles nada —replicó Marie.

—No importa, a una señorita en apuros la ayudamos encantados. ¡Carter!

El del pelo oscuro, que los había estado observando durante todo el tiempo, se acercó a ellos.

—Mientras yo hable de negocios con el jefe, por favor, ocúpese de la señorita. Es la de la petición de búsqueda.

Jennings señaló la hoja que Marie sostenía entre sus manos. Carter asintió.

—Y descargue la mercancía de los caballos. Cuando nos pongamos nuevamente en marcha, habrá que repartirlo todo de otro modo. No queremos que la señorita tenga que ir a pie.

Jennings la miró con una ancha sonrisa, después se marchó a donde estaban los demás.

Tras examinarla brevemente, Carter le tendió la mano a Marie.

—Soy Philipp Carter, encantado de conocerla, señorita Blumfeld.

A diferencia de Jennings, con su larga barba, que aún le resultaba algo sospechoso, el de cabello oscuro tenía algo simpático, a lo que Marie no era capaz de sustraerse. ¿Era tal vez por sus ojos de un gris azulado, que la examinaban detenidamente, pero sin propasarse? ¿O por la sonrisa contenida que bailaba en la comisura de sus labios?

—¡Ejem! También yo me alegro —replicó Marie. Alejó sus pensamientos y cogió su mano, que apretó enérgicamente la suya.

—Estamos a una distancia aproximada de dos jornadas a caballo de Selkirk, de tres, si el tiempo empeora, pero no tiene visos de hacerlo.

Solo ahora Marie se dio cuenta de que hablaba con un leve acento, un acento que ya había oído en la caravana.

—Usted es del sur ¿verdad?

Carter, sorprendido, enarcó las cejas.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he oído. Dos hombres en la caravana eran también del sur de Estados Unidos y su entonación era muy similar.

—¿Y cómo fue a parar aquí?

—Es una larga historia.

Carter levantó las manos.

—Tengo tiempo. Seguro que mi jefe tardará aún un buen rato con las negociaciones.

—Entonces deberíamos pasear un poco.

Mientras Marie sonreía, alentadora, a aquel hombre, se preguntaba por qué se sentía tan serena y llena de confianza a su lado. Hacía solo unos instantes que le conocía.

—Los asaltaron ¿verdad? —dijo Carter, cuando dejaron atrás la aglomeración de gente.

Marie asintió. Después relató breve y sucintamente lo que había sucedido.

Carter se frotó pensativo la barbilla.

—Realmente horroroso, señorita Blumfeld. Ha tenido muchísima suerte.

—Suerte en la desgracia, dicen en mi país —replicó Marie—. Sí, creo que la tuve.

—Si nosotros no hubiésemos aparecido aquí ¿se habría usted marchado en algún momento de esta tribu?

—Seguro que sí, pues, como usted sabe, estoy prometida. Y que mi prometido me esté buscando es algo que tengo muy en cuenta.

—Sí, parece ser un buen hombre, para un reverendo.

Marie enarcó, sorprendida, las cejas, pero antes de que pudiese preguntarle, Carter carraspeó.

—Perdone, no quería molestarla. Mi experiencia con gente de la iglesia no es precisamente la mejor. Pero eso no significa nada.

—Usted ha expresado su sincera opinión —replicó Marie en tono apaciguador.

—Creo realmente que su prometido es un buen hombre. Si no, no se habría molestado en buscarla.

Se hizo el silencio entre ellos. Carter bajó la mirada, algo cohibido. Después puso fin a aquel instante incómodo, diciendo:

—Voy a repartir la carga entre los caballos. Calculo que no saldremos hasta mañana por la mañana. Seguro que el jefe insistirá en que nos quedemos a cenar.

Se volvió, tras una leve inclinación. Mientras Marie le seguía con la mirada, se preguntaba qué malas experiencias habría tenido con los clérigos. Incluso sin conocerle, sentía claramente que había una sombra que pesaba en su alma.

Con la sensación de que alguien la estaba observando, se volvió.

Onawah se encontraba a dos pasos de ella y la estaba mirando con algo de timidez. ¿O acaso estaba triste?

—¿Vas a marcharte con los hombres? —preguntó, cuando Marie se dio la vuelta y se acercó a ella.

Marie bajó la cabeza.

—¡Tengo que hacerlo! El hombre con quien quiero casarme, me está buscando.

—¿Y por qué no viene él personalmente?

—Entre nosotros, todo es diferente, Onawah, más complicado.

Aunque estaba contenta de que aquellos hombres hubiesen aparecido, ahora Marie empezó a sentir pena, pues se había encariñado con los niños y con la amable manera de ser de los adultos.

—No entiendo por qué los blancos complican tanto las cosas. Un hombre que ama a su mujer, tiene que venir a buscarla, y no enviar a otros hombres.

—Estos hombres vieron mi foto en una orden de busca —intentó Marie explicar a la curandera—. Es una casualidad que me hayan encontrado aquí.

—La casualidad no existe, todo es voluntad de los dioses. —Ahora Onawah volvió a esbozar una sonrisa conciliadora—. Si quieren que tu esposo te ame, te llevarán hacia él. Y te darás cuenta de que eso es lo correcto.

Carter tenía razón. Las negociaciones duraron bastante. Mientras los hombres permanecían sentados en la tienda, las mujeres hicieron los primeros preparativos para la cena. Marie observaba cómo Philipp, que parecía ser algo así como un ayudante de los tramperos, bajaba los pesados fardos de los caballos de carga y los repartía uniformemente, siguiendo las órdenes del jefe.

Marie se sintió fascinada por cómo Philipp trataba a los caballos. Jamás había visto a un hombre que los tratara con tanto cuidado. Incluso los Cree, que dispensaban un trato realmente bueno a sus caballos, en comparación con él, resultaban rudos.

Cuando, al fin, los comerciantes salieron de la tienda del jefe, ardían hogueras alrededor, y las mujeres entonaron cantos. Durante la posterior cena conjunta, Marie tuvo ocasión de contemplar más detenidamente a los mercaderes.

Costaba acostumbrarse a sus modales en la mesa, pero eso ella ya lo conocía por los hombres de la caravana. Aunque conversaban amablemente con las mujeres de la tribu, no se propasaban con ninguna, cosa que Marie encontró muy decoroso. Más tarde, Jennings volvió a sentarse a su lado para explicarle cómo iba a transcurrir el viaje.

Cuando apagaron las hogueras y Marie estaba acostada por última vez sobre su piel de lobo, miró fijamente el techo de la tienda, incapaz de conciliar el sueño. Miles de pensamientos revoloteaban por su cabeza.

«Ya no podré asistir a la boda de Tahawah. Pero, a cambio, seguramente a la mía. Tahawah tendrá que proseguir sola con las clases, pero su capacidad se lo permite. Y yo me convertiré en la señora de Jeremy Plummer».

No sabía si debía sentirse contenta o si eso debía inquietarla, ahora que había conocido otro modo de vivir, un modo de vivir pacífico sin barreras sociales. En algún momento acabó por quedarse dormida y tuvo un sueño confuso de lobos, del que, sin embargo, recordaba solo algunos retazos. Como en su sueño no apareció ningún lobo blanco, consideró innecesario mencionarlo ante Onawah cuando a la mañana siguiente se despidió de ella.

—Volveré, Onawah —declaró Marie, cogiendo las manos de la curandera—. Te lo prometo.

—Cuando estés casada ya no tendrás tiempo.

—Vendré. Quizá los niños del campamento quieran aprender más inglés. Lo haré con mucho gusto y te agradezco a ti y a tu pueblo todo lo que habéis hecho por mí.

Onawah se soltó de las manos de Marie y rodeó con las suyas el rostro de ella.

—Pediré a los dioses que cuiden de ti. Escucha tu corazón y la llamada del lobo, de tu espíritu protector. Te guiarán en la vida.

Las dos mujeres juntaron sus frentes, después Onawah dejó libre a Marie.

Había lágrimas en sus ojos cuando tuvo que despedirse de Tahawah. La joven se mostraba inconsolable por el hecho de que Marie no pudiera quedarse hasta su boda, y de que las clases conjuntas hubiesen terminado.

—Estoy segura de que podrás seguir sola con las clases —la animó Marie—. Hablas casi tan bien como yo. Lo único que no has de hacer es desanimarte. Es importante que podáis hablar con los blancos. Solo así podréis evitar que vuelvan a quitaros tierras o que os hagan algo peor.

Tahawah asintió con la cabeza. Después puso su frente contra la de Marie, de modo que se tocaban brevemente sus narices.

—Dioses te protejan, loba blanca.

—A ti también, Tahawah.

Cuando, finalmente, Marie se alejó hacia donde estaban los tramperos, tuvo que luchar verdaderamente para no perder el dominio de sí, tanto que ni siquiera notó que Philipp le había dado su propio caballo y que para sí mismo había elegido uno de los animales de carga.

—Resulta difícil separarse de esta gente cuando uno ha llegado a conocerlos ¿verdad?

Jennings le dirigió una sonrisa alentadora.

—Sí, muy difícil.

—Pero no tiene por qué ser una despedida para siempre. Cuando esté casada, tal vez su esposo la acompañe hasta aquí. Puede que, como reverendo, tenga interés en hacer de misionero.

Marie no estaba segura de querer eso. Si a esta gente les quitaban sus dioses, perderían también su identidad y su inocencia. De golpe les llegarían también los problemas de los blancos y su vida pacífica quedaría destruida.

Después de que Carter la ayudara a subir a la silla de montar, Marie echó una última y larga mirada al campamento. Los Cree se habían reunido ante las tiendas, pero Marie puso en duda que fuese por ella. Seguramente querían más bien despedirse de los tramperos que les habían comprado varias pieles de búfalo. Aun así, levantó la mano y saludó. Después se dirigió hacia su nueva vida.