Capítulo 12

LA fiesta se prolongó hasta que se consumó toda la carne del búfalo. A continuación se intercaló un día de ayuno, acompañado de una serie de actos sagrados. Marie deseó que fuese posible retener todas las imágenes que se abrían ante sus ojos.

El día del ayuno, al anochecer, Onawah pidió a Marie que la acompañara para ver cómo el sol desaparecía en el agua. Abandonaron en silencio el campamento y fueron a la orilla del lago que, hasta entonces, Marie solo había contemplado desde lejos. Bordeado por altos abetos, ocupaba una superficie considerable, de modo que no era fácil ver la otra orilla. La luz del sol poniente transformaba el agua en oro líquido en el que nadaban aisladamente algunos patos.

Marie se sintió sobrecogida por lo que veía. ¡Jamás había contemplado una puesta de sol semejante! Y jamás había visto un lugar como aquel. Una desazón nostálgica atravesó su pecho. ¡Ojalá Peter pudiese ver todo aquello! Siempre habíamos deseado descubrir juntos el mundo.

—Es el momento adecuado —dijo Onawah extendiendo los brazos—. El sol está acostándose.

Las lágrimas desdibujaron la imagen ante los ojos de Marie. ¡Qué vista más maravillosa!

—Estás llorando —observó la curandera—. ¿Por qué lloras? ¿No te gusta la luz dorada?

—Sí —farfulló Marie, pasándose la mano por los ojos y las mejillas—. ¡Pero es tan hermoso! Lloro por lo hermoso que es.

Cuando el candente círculo de fuego desapareció a medias tras el horizonte, daba la impresión de que su segunda mitad emergiera del lago.

A esto se refería Onawah al afirmar que el sol se hundía en el lago. Por unos instantes la mitad auténtica y la que se reflejaba en el agua formaban una unidad perfecta, después el astro generador de vida descendió aún más y desapareció finalmente por completo tras el horizonte.

—Mi gente cree que ahora el sol está tomando un baño y que, por la noche, vuelve a salir del agua de nuestro lado.

Su sonrisa burlona daba de repente a Onawah la expresión de una jovencita que se alegra de su propia broma.

La tristeza de Marie se desvaneció un poco. El lugar irradiaba una paz profunda que refrescaba su alma herida.

—Deberíamos regresar —dijo Onawah al fin, y la arrastró de la mano de vuelta al campamento.

Durante todo el camino Marie estuvo reflexionando. ¡Aquí recibía tanta amabilidad y tanto calor, pese a ser una extraña! ¿Cómo podría devolver todo esto?

Cuando las primeras estrellas centellearon sobre el campamento, se le ocurrió una idea.

—Onawah, ¿qué crees? ¿Tendrá tu gente quizás interés en aprender el inglés?

La curandera le echó una mirada sorprendida.

—¿Por qué lo preguntas?

—Me he dado cuenta de que la mayoría no me entienden. Pero pienso que deberían conocer el idioma que habla la gente de la ciudad. Pues seguro que esta gente no se quedará allí para siempre.

—Tienes razón, pero no tengo tiempo para enseñárselo a todos.

—¡Yo podría hacerlo! —profirió Marie—. En mi país también enseñaba cosas a los niños. Era maestra.

La mirada de Onawah seguía siendo escéptica.

—Enseñamos a los niños lo que sabemos. Los mayores enseñan a los jóvenes. Casi nadie aquí tiene buena opinión de los blancos.

«¿Tampoco de mí?», se preguntó Marie, algo acongojada.

—Oh, no lo sabía, yo…

—Tú eres distinta. A ti mi gente te llama loba blanca. Nos gustaría mucho que te quedases.

Sorprendida, Marie enarcó las cejas. El apodo solo podía deberse a Onawah, pues a ella le había confiado su encuentro con el lobo y su sueño.

—Hablaré con las mujeres. Si quieren que sus hijos aprendan el idioma del hombre blanco, te lo diré.

La cordial sonrisa de Onawah aseguró a Marie que intentaría convencer a su gente.

La noticia de la muerte de Luise no provocó ninguna alteración emocional en mi padre aunque debería haberse sentido consternado. Al fin y al cabo, como entendí claramente más tarde, el niño que Luise esperaba era de él. Al despedirla, la había entregado a la perdición. Pero no mostró ni tristeza ni consternación ni compasión. Se dedicaba, como de costumbre, a su trabajo y a mí me dejaba al cuidado del ama de llaves. A mi hermano, sin embargo, lo llamaba frecuentemente a su lado para darle clases de religión. Peter lo encontraba tan extraño como yo, pues asistíamos al colegio dominical y también en la escuela de nuestro pueblo se enseñaba religión.

—Tiene una extraña expresión en los ojos —me informó Peter una tarde al salir del gabinete de trabajo de nuestro padre.

—¿Qué tipo de expresión? —pregunté, pues en aquella época la imagen que tenía de mi padre, era bastante difusa, porque en contadas ocasiones lo veía cara a cara.

—Parece fanático, casi… loco. Me da miedo.

Realmente, a mí me ocurría lo mismo, aunque no tuviera que pasar dos horas diarias con él.

—¿Y no puedes decirle sencillamente que tienes que hacer trabajos para la escuela?

Peter negó con la cabeza, abatido.

—No, piensa que tiene que prepararme para que me convierta en su sucesor. Pero yo no quiero ser párroco.

Estuve a punto de aconsejarle que debería decírselo, pero, pese a que mi padre me ignoraba, lo conocía perfectamente: no toleraba que nadie le llevara la contraria. Al cabo de medio año, las clases fueron incluso ampliadas.

Mientras yo me aburría en la cocina, sospechaba que mi padre quería separarme de Peter, o incluso castigarme por lo que había visto. Sin ganas, ayudaba a Marianne en la cocina y solo revivía cuando Peter obtenía permiso para abandonar el gabinete de trabajo de nuestro padre.

Peter compensaba el tiempo perdido hablándome de las clases que recibía. No de las cosas que le daban miedo, sino de historias de la Biblia que yo aún desconocía. Conseguía adornarlas de tal manera que yo no veía en ellas los tediosos textos que me esperaban en la escuela dominical, sino apasionantes historias de aventuras que nos llevaban a la lejana Palestina y hasta a Egipto.

Si daba la casualidad de que caía en sus manos un adecuado artículo del periódico o un libro, me mostraba dibujos de los lugares sagrados tal como eran ahora.

—Si a padre se le ocurriera darte estas clases también a ti, sabrías ya la mayoría de las cosas y tal vez avanzases más rápidamente —solía decirme, guiñándome el ojo.

Pero yo sabía perfectamente que quedaría liberada de estas clases; jamás mi padre me dedicaría tanta atención.

Las mujeres tardaron tres días en tomar una decisión. Cuando Onawah le comunicó que estaban de acuerdo con que ella les enseñara inglés, Marie la abrazó, llena de alegría.

—Te agradezco que hayas intercedido en mi favor.

—Es mejor que nuestros niños entiendan bien a los blancos. Así harán mejores negocios y vivirán mejor.

—Centraré mi atención en que aprendan precisamente las palabras necesarias.

Pero Marie se acordó de algo que, en su alegría, no había tenido en cuenta.

—¡Vuestro idioma! —Molesta consigo misma, se dio una palmada en la frente—. ¡Oh, debería haberlo pensado! ¡Necesito una traductora!

Onawah esbozó una sonrisa enigmática.

—Lo sé, y por eso he preguntado a Tahawah si quiere traducir.

Tras un instante de sorpresa, Marie se acordó de que debía de ser aquella mujer que habló con ella junto a la hoguera del campamento. No podría pensar en una traductora mejor.

—Muchas gracias, Onawah. Como siempre, eres muy sabia.

—No soy más que una vieja que ha aprendido a pensar en todo.

Con una sonrisa bondadosa, la curandera indicó a Marie que la acompañara.

Tahawah se mostró encantada de poder colaborar con Marie.

—Yo haber aprendido idioma en misión cristiana antes de venir aquí. Durante guerra yo estar con blancos, pero luego volver con mi pueblo.

La joven tenía un aire tan radiante que, sin duda, llegaría a ser una buena profesora. Marie recordaba que unos ojos como aquellos la habían mirado desde el espejo en su primer día como maestra, aunque eran unos ojos azules y no de color pardo dorado.

¿Por qué Tahawah no había enseñado inglés a los niños? Quizá sería porque era demasiado tímida. Pero si Marie se marchaba algún día de aquí, tal vez la joven podría hacerse cargo de las clases.

A la mañana siguiente se presentaron diez niños a clase. Se sentaron en un prado y se les notaba claramente que se preguntaban qué significaba aquello. Tahawah, que había elegido el lugar para las clases, dirigía una sonrisa un poco avergonzada a Marie.

—Vendrán más cuando saber qué ser lo de enseñanza.

Marie sentía que se aceleraban los latidos de su corazón. En ninguna clase antes se había sentido tan nerviosa. ¿Acaso había perdido la práctica?

Seguramente su nerviosismo se debía a que temía hacer el ridículo, pues aquellos niños ante ella tenían mucha más experiencia en ciertas cosas y sabían desenvolverse mejor en la vida que los europeos de su edad.

Pero cuando empezó a hablar y Tahawah traducía, se dio cuenta de la atención con que los niños escuchaban. Tenían aún alguna dificultad al repetir las palabras, pero todos contestaban siempre a coro y parecían muy interesados.

Cuando tras una hora hicieron una breve pausa, se acercaron algunas mujeres. Marie se dio cuenta de que se habían ocultado tras los troncos de los árboles, escuchando. Ahora se acercaban llenas de curiosidad y querían saber qué habían aprendido sus hijos. Tahawah se lo explicaba todo pacientemente, y Marie intentó no mostrarse demasiado desconcertada o nerviosa ante las miradas interesadas.

Cuando al cabo de otra hora terminó la clase, Marie se sintió muy satisfecha con el resultado.

—¡Nos ha salido muy bien! —le dijo a Tahawah—. Estoy segura de que serías una excelente maestra. Espero con impaciencia que me enseñes vuestro idioma.

La mujer Cree se ruborizó, pero en sus labios se percibía una sonrisa orgullosa.