Capítulo 11

DURANTE las semanas siguientes, Onawah se llevó frecuentemente a Marie al bosque a recoger hierbas. A Marie le costaba memorizar los nombres que los indios daban a las plantas, pero tomaba numerosas notas y esperaba poderlas evaluar y completar en algún momento más adelante. Era grandiosa la abundancia de plantas que los Cree conocían para el tratamiento de heridas u otras dolencias. Ningún farmacéutico alemán hubiese podido competir con estos conocimientos. Casi para cada dolencia conocida por este pueblo existía también un remedio en la naturaleza.

—Y donde no hay remedios, hay cantos y golpes de tambor a fin de predisponer a los dioses a mostrarse clementes y traer la curación —explicó la curandera significativamente, pero con una sonrisa burlona.

Aparte de toda la información que le facilitó y que era digna de saberse, Marie disfrutaba de los momentos de silencio en el bosque. Onawah no tenía miedo a los osos o lobos. Incluso una vez en que súbitamente se desató una tormenta, conservó la calma.

—El pájaro del trueno solo viene a buscar sus ofrendas, eso es todo.

Marie aprendió que los Cree veneran a un dios de la lluvia llamado pájaro tronador. Todos los días le pedían lluvia, búfalos fértiles y suerte. Las ofrendas se depositaban en unos lugares que decían sagrados y que solían ser claros de bosque o rocas de aspecto misterioso.

De vuelta en el campamento se disponían a la elaboración de las hierbas. Generalmente las secaban, pues así se conservaban por más tiempo. Onawah también conservaba algunas hojas en grasa de búfalo.

Permanecían la mayor parte del tiempo calladas, pero a Marie no se le pasó por alto que la curandera la observaba con atención.

—Algo te pesa en el alma —empezó a decir Onawah, cuando, una al lado de la otra, clasificaban hierbas, que ataban con largos tallos en pequeños manojos—. Siento tu pesada carga.

A punto estuvo de caer de las manos de Marie el ramo que había atado con tanto cuidado. Lo depositó, temblando, y observó cómo el tallo, con que había dado varias vueltas a las hierbas, volvió a soltarse.

La curandera la observaba detenidamente. Marie comprendió que no serviría de nada mentirle.

—Es por mi hermano. Él…

—Perdiste a tu hermano, ¿verdad?

Marie asintió.

—Sí, era maestro. Él…

No pudo seguir, pues súbitamente tuvo la sensación de que las palabras eran una cuerda que amenazaba con estrangularla.

—¿Estaba enfermo?

Para simplificar las cosas, Marie asintió, aunque sabía que no era cierto. Pero no quería seguir recordando.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Onawah? —empezó, pues hacía tiempo que algo la preocupaba.

La curandera asintió.

—¿Hay en esta región muchos lobos de piel blanca?

Onawah se detuvo, después se desprendió del ramo y la miró a la cara.

—Los lobos de piel blanca son muy raros. Creemos que son mensajeros del reino de los muertos.

Marie sintió un escalofrío pese al calor que penetraba por la entrada de la tienda. Mensajeros del reino de los muertos…

Tonterías, se reprimió. Son sus creencias, nada más. Una historia como en mi país las de fuegos fatuos o de fantasmas retornantes.

—Sé que en el norte hay lobos polares —empezó, sin hacer caso al comentario sobre el reino de los muertos—. ¿Es posible que estos animales se extravíen y lleguen hasta aquí? Al fin y al cabo, también aquí hay montañas con cumbres nevadas.

La mirada de la curandera adoptó una expresión extraña. Casi como conjurándola, examinó la cara de Marie antes de preguntar:

—¿Viste al lobo blanco?

Marie asintió, angustiada. Pese a sospechar que Onawah iba a contarle cosas que no quería escuchar, contestó:

—Sí, cuando aún estábamos en camino hacia aquí. Fue muy extraño, pues el lobo no hizo ademán de atacarme. Se limitó a mirarme y después se dio la vuelta. Y hace unos días…

Marie interrumpió sus palabras. ¿Debería contarle también aquello? Seguramente solo la reforzará en la creencia de que he visto a un mensajero de la muerte.

—¿Hace unos días?

¿Se equivocaba o era cierto que Onawah palideció?

—Tuve un sueño —contestó Marie, vacilante, mientras miraba de reojo la entrada de la tienda. Hubiese querido salir, pero sus piernas parecían haber echado raíces—. Vi al lobo y lo oí aullar. Quiso enseñarme un camino, pero de repente apareció la niebla y no pude seguirle.

Marie empezó a temblar, como si tuviese nuevamente fiebre. El hecho de que Onawah no contestase enseguida, reforzó aún más su malestar.

—Lobo blanco ser un tótem muy poderoso —empezó la curandera, pensativa—. Si es tu animal que te da fuerzas, podrías convertirte en una gran chamán.

«¿Tótem? ¿Pero qué está diciendo?». Marie se sorprendió manoseando nerviosamente la manga de su vestido. ¿Chamán ella? Era maestra, nada más.

—¿Qué es un tótem? —preguntó desconcertada.

—Un espíritu protector. Un espíritu muy poderoso. Se encarga de protegerte.

—¿Entonces no es ningún mensajero de la muerte?

—Depende. Ves al lobo en sueños y también en la realidad. Por lo tanto, es tu tótem. Solo es mensajero de la muerte en sueños.

Aun así, Marie no se sintió mejor.

—¿Y qué hace un espíritu protector como ese?

—Te ayuda cuando estás en apuros. Si le abres tu espíritu, te dará un gran poder.

—¿Se encontraba ella aquí en apuros? Hasta el momento no había notado enemistad en el campamento indio.

Onawah volvió a ocuparse de los ramitos de hierbas, pero el color de su rostro aún no había recuperado su tono habitual. Pensativa, ordenaba las ramitas y las ataba con tallos, mientras Marie seguía examinándola, desconcertada e impresionada.

¿Sería posible que un animal, que era tenido por mensajero de la muerte, fuese su espíritu protector?

Marie quería negar con la cabeza y desechar todo aquello como tonterías, pero, curiosamente, no era capaz de hacerlo. «Papá lo habría calificado como herejía pagana y exigido que me lo quitase de la cabeza. Pero ¿y si aquí mandan otros dioses?». En sus oídos resonaban de nuevo con claridad las atemorizadas oraciones de las mujeres durante el asalto.

—Esta noche te enseñaré el lago en el que se baña el sol —le comunicó Onawah repentinamente, cuando terminó de atar su ramito.

Ahora sus mejillas habían recuperado su tono sonrosado, y también los sombríos pensamientos parecían haberse esfumado. Marie aún no lo había conseguido, pero, aun así, asintió y volvió a dedicarse a su trabajo.

Cuando llamearon las primeras hogueras ante las tiendas y entre los tipis se extendía un delicioso aroma, Marie dio un pequeño paseo por el bosque colindante. Sin embargo, no se atrevió a adentrarse en él para no perder de vista el campamento.

Lo que veía ante ella la llenaba de una paz que hasta entonces no había conocido. Los blancos corrían enloquecidos en pos de sus deseos y sueños, pero esta gente seguía viviendo como hacía muchos cientos de años, solo empeñados en criar sus caballos, cazar búfalos, defender su territorio y asegurar la conservación de la tribu. ¿Cuál de los dos era el mejor modo de vida?

Un crujido la arrancó de sus pensamientos. Onawah la había seguido a través de la maleza. ¿Por qué? ¿Tenía algo importante que comunicarle?

—¿Buscas la sabiduría, Mari? —preguntó cuando se detuvo a su lado.

—Solo estaba contemplando vuestro poblado —replicó, mientras el manto de la noche se iba tiñendo de un color cada vez más oscuro—. Desde lejos irradia una gran paz.

—No siempre hubo paz en nuestro pueblo. Antes hubo una guerra, una guerra terrible. Pactamos con otra tribu para ahuyentar a los ladrones rurales.

—¿Y ahora estáis seguros en el campo?

—Esta tierra nos la dieron hombres blancos. Dijeron que aquí viviríamos mejor.

En la expresión de Onawah afloraban dudas.

—Pero no crees que podáis quedaros aquí para siempre, ¿verdad?

—Hombres blancos aumentan rápidamente. Proceden, como tú, de otras partes del mundo. Llegará un día en que no tendremos búfalos suficientes y moriremos.

Marie le dirigió una mirada horrorizada.

—¡Eso no debe ocurrir!

Onawah ladeó ligeramente la cabeza.

—¿Pretendes detener el viento? El hombre blanco es como una tempestad. Tal vez encontremos un lugar donde estemos a salvo, pero tal vez no. Está en manos de los dioses.

Se hizo el silencio entre las dos mujeres. Cada una de ellas miraba ahora el campamento siguiendo sus propios pensamientos.

—Deberías venir conmigo. Si no, te perderás la fiesta —dijo Onawah con una sonrisa alentadora.

Marie casi lo había olvidado. ¡Había un motivo para la hoguera y el delicioso aroma! Poco después de su extraña conversación con Onawah, regresaron algunos guerreros que habían matado un búfalo. Del animal solo quedaban la piel y unos sangrientos pedazos de carne, pues los cazadores lo habían descuartizado en el mismo lugar donde lo cazaron. A Marie se le hizo la boca agua pensando que, al fin, podría probar carne de búfalo.

Pero no eran trozos de carne los que crepitaban sobre la hoguera. En las enormes calderas chapoteaba un líquido de color marrón rojizo.

—¿Qué es lo que están cocinando las mujeres? —quiso saber Marie, alargando el cuello, llena de curiosidad.

—Sopa de sangre de búfalo —contestó Onawah con un brillo en los ojos—. Lo mejor, si se trata de un búfalo recién matado.

A Marie se le hizo un nudo en la garganta. Aún recordaba con horror la sopa de sangre preparada a base de sangre de oca y vinagre, llamada agrinegra. Muchas veces Luise le había encargado que removiera la sangre en la caldera para que no se coagulara. El olor seguía persiguiendo a Marie aún días más tarde.

El olor de la sopa de sangre de búfalo era distinto, por lo que al principio pensó que Onawah le había tomado el pelo, pero poco después vio el líquido rojinegro con sus propios ojos. La superficie se movía formando burbujas. Marie aún no se sentía mejor. La idea de tener que alimentarse de sangre la había horrorizado desde siempre. Se apartó con la esperanza de encontrar cualquier excusa para no tener que tomar la sopa, sin ofender a Onawah y a las otras mujeres.

Sin embargo, antes de que comenzara la comida, los guerreros se reunieron en el centro del campamento. Muchos de ellos se habían adornado con sus mejores atavíos de pieles, cintas de cuero y cuentas de madera. El jefe llevaba en la cabeza un aderezo adornado con los cuernos pulidos de un búfalo.

En el baile que siguió, él representaba por lo visto al búfalo, el signo de vida y fertilidad entre los Cree. Al son de los cantos hipnóticos de las mujeres y el tamborileo de algunos hombres, que no participaban en el baile, los bailarines —por lo que Marie pudo entender— contaban cómo se desarrolló la cacería: cómo habían descubierto y rodeado al búfalo, cómo le siguieron y cómo, al fin, lo vencieron luchando. Al término del baile todas las mujeres emitieron un grito estridente que vibró en los oídos de Marie, pero que, a la vez, pareció liberar algo en su pecho. Era como si se abriera un nudo, un nudo que llevaba consigo desde hacía tiempo.

Cuando se volvió a hacer el silencio, Marie contempló, jadeante, que los bailarines regresaban a sus puestos.

¿Qué había sido? Con mano temblorosa, se tocó el pecho. Pero ahí sintió únicamente el fuerte latido de su corazón. Su respiración estaba un poco acelerada, pero uniforme. No, ella estaba en perfectas condiciones. Pero algo que hasta entonces le había pesado pareció haber desaparecido. Y Marie ni siquiera supo decir en qué había consistido.

Una semana después, Luise abandonó la casa con las escasas pertenencias que poseía. Antes de marcharse, volvió a inclinarse por última vez para acariciarme el cabello.

—Angelito mío, que tengas suerte. Seguro que algún día te convertirás en una mujer más sensata que yo. Quizá volvamos a vernos en algún momento.

Tras estas palabras se levantó y echó un último vistazo a la casa del párroco, tras cuyas ventanas mi padre se hallaba de pie, siguiéndola con la mirada.

—¿Qué crees que será ahora de ella? —pregunté a Peter, cuando poco después nos sentamos juntos bajo el saúco.

—O la volverán a acoger sus padres o acabará en la casa de caridad.

Se percibía claramente el rencor en el tono de su voz.

—¿Y por qué padre no ha permitido que se quede aquí? ¡Hubiese podido tener aquí a su hijo!

Peter apretó los labios. No recibí ninguna respuesta.

—Volvamos a casa —se limitó a decir y me cogió de la mano.

A partir de este momento mi padre iba cambiando cada vez más. Si antes el estado de nuestra madre solo había causado en él abatimiento, ahora le hacía reaccionar a veces con auténtica ira.

A nuestra madre este comportamiento la hacía sufrir mucho; a veces la oía llorar de noche. Su estado empeoró a ojos vistas, de modo que el médico se convirtió en huésped constante de nuestra casa. Un día le oí decir que nuestra madre padecía un oscurecimiento del alma y que, si no se tomaban medidas en contra, le quedaría poco tiempo de vida.

¿Pero qué podíamos hacer? Pese a los buenos consejos que le daba el médico, nuestro padre continuó encerrándose en sí mismo y no hizo nada para levantar el ánimo de nuestra madre. Y no tardó en contratar a una nueva ama de llaves. Marianne Herder ni era tan joven ni tan guapa como Luise, pero tenía un carácter amable con el que se ganó inmediatamente nuestra simpatía. Era conmovedor cómo cuidaba de nuestra madre. Con infinita paciencia intentaba darle los alimentos y se encargaba de que tuviese un aspecto aceptable, pese a que nadie de nosotros sabía si ella se enteraba aún de estas atenciones.

Luego, una tarde, Peter regresó del colegio con un periódico que, seguramente, habría pedido a uno de los maestros. Lo hacía a veces para mejorar su dominio de la lectura. Pese a que ya había periódicos en muchas casas, nuestro padre se negaba a suscribirse a ninguno, pues opinaba que ya era suficiente lo que le llegaba sobre los acontecimientos del mundo a través de su parroquia y el servicio de correos. De este modo Peter se procuraba a su manera conocimientos sobre el mundo.

Pero la edición de aquel día pareció haber causado en él una gran consternación.

—¿Qué sucede? —pregunté, levantando la vista de mi pizarra, mientras él extendía el periódico con manos temblorosas sobre la mesa de la cocina. Como mi estatura aún no era suficiente como para que, sentada, pudiese ver la página entera, me subí al banco.

Peter no me contestó, pero después de haber encontrado la página en cuestión, señaló un anuncio.

Como estaba colocado al revés, no conseguí descifrarlo inmediatamente, pero cuando me coloqué tras él, lo vi claramente.

—¡Es el nombre de Luise!

Peter asintió, con expresión grave.

—Ha muerto. Hace dos días.

Yo abrí mucho los ojos.

—¿Pero cómo es posible? ¡Era aún joven! Más joven que mamá, y ella aún sigue viva.

—Seguro que es por el niño.

Sin que nos diéramos cuenta, Marianne apareció tras nosotros. Alargando el cuello, miró el periódico y, naturalmente, descubrió también el anuncio, pues el dedo de Peter seguía señalándolo.

—Se habrá suicidado metiéndose en el agua, la pobre —murmuró. Después se volvió—. Era mi antecesora, ¿verdad? He oído decir que se quedó embarazada sin estar casada y que fue por eso por lo que vuestro padre la despidió. ¿Qué remedio le queda a una chica como ella, si no quiere acabar en el arroyo?

Miré a Peter. Sabía que meterse en el agua significaba que se había ahogado. Pero ¿por qué un ser humano iba a hacer algo así? ¡Qué inmensa debía de ser su desesperación y su dolor!

Más tarde, cuando Peter arrugó el periódico y lo quemó en el jardín, me dio la explicación, una explicación que me conmocionó.

—Seguro que Luise pensó que iba a ser nuestra nueva madre. Algún día, cuando nuestra madre esté en el cielo. Pero padre no la quiso, y eso le rompió el corazón. Creo que eso fue la causa de su muerte y no el agua.