Capítulo 10

POR la noche, todos los miembros de la tribu estaban sentados alrededor de una gran hoguera. Retazos de palabras, que no entendía, revoloteaban en torno a Marie como mosquitos. Se pasaban de mano en mano alimentos y bebidas en cestas de grueso trenzado. Una y otra vez, entre risitas, las mujeres juntaban las cabezas después de haber mirado a Marie. Pero no vio malas intenciones en sus miradas, más bien parecían sentir una gran curiosidad por ella. Al cabo de un rato se le acercó la mujer que, por la tarde, había llamado su atención por sus buenos conocimientos de inglés.

—Yo seré pronto mujer de Matahi —explicó, mientras se sentaba a su lado—. ¿Tú también pronto mujer de guerrero?

Marie negó con la cabeza.

—No, pero estoy prometida con un hombre.

—¿Y es guerrero?

—No, él…

Marie reflexionó. ¿Cómo iba a explicarle que era clérigo? Seguro que la iglesia cristiana no les diría gran cosa.

—Es algo parecido a un chamán.

La joven india frunció el ceño.

—¿Hombre médico?

Marie asintió, para simplificar las cosas. La india pareció impresionada.

—¡Entonces tú serás gran mujer!

—No sé, yo…

Fueron interrumpidas.

—Encontré eso cuando te quité tu vestido.

Primero Marie vio la libreta encuadernada en cartón, luego la mano de Onawah. Con una sonrisa, la curandera se sentó a su lado. Unas mujeres les lanzaban miradas curiosas, pero pronto perdieron el interés y volvieron a hablar entre ellas. La india que tenía talento para los idiomas la miraba con atención.

—¡Oh, gracias! —exclamó Marie entusiasmada. Tras haber girado el diario repetidamente entre sus manos, lo abrió. Ahí estaban las palabras que había escrito durante el viaje, recuerdos de su infancia, sombras del pasado.

—Cuando estabas poseída por el espíritu de la fiebre, hablabas en sueños en un idioma extranjero —dijo la curandera, que miraba las páginas con curiosidad—. ¿Son estos signos tu idioma?

—Sí, es nuestra manera de escribir.

—¿Y qué es lo que escribes?

—Recuerdos. Quiero retenerlos para no olvidarlos.

—¿Tú no tenerlos en tu corazón?

—Sí, pero… —Marie intentó buscar las palabras adecuadas—. Pero producen dolor en mi corazón. Por eso las escribo para desprenderme de ellas, pero, también, para llevarlas conmigo.

—Los recuerdos forman parte de ti. De todas las personas. Ninguna persona vive sin recuerdos.

—Los míos no siempre fueron buenos.

—También lo malo forma parte de los seres humanos. Los hace más fuertes.

Las lágrimas tejieron un velo ante los ojos de Marie cuando miraba las llamas.

—Tampoco quiero olvidar. Solo quiero que no me pesen siempre en el alma.

—El alma es el lugar para muchas cosas. Los dioses la han hecho grande para que quepa mucho. —Onawah le dirigió una mirada escrutadora—. Pero si crees que los recuerdos están mejor en el librito, entonces escríbelos.

Cuando, al cabo de un rato, Onawah se levantó y también se había marchado la curiosa mujer Cree, Marie contempló el diario. El agua había reblandecido un poco las hojas, en la cubierta se veía un largo rasguño, pero, aparte de eso, no había sufrido daño grave.

¿Era realmente como decía la curandera? ¿Era mejor que guardara sus recuerdos en sí misma que en el diario? Un libro podía ser leído o perderse…

«No, continuaré y luego decidiré qué hacer con él», decidió.

Después de que mi padre accediera a que también yo recibiera clases, iba todas las mañanas a la escuela, al lado de mi hermano. Junto con él me sentaba en el aula, que olía a tiza y a cera, y le envidiaba que supiera escribir mucho mejor las letras, que a mí se me resistían aún. También leía con mucha mayor fluidez, por no hablar de su dominio de la aritmética.

—No te preocupes, Mariechen, mejorarás, ya lo verás.

Por las tardes me sentaba a menudo en la cocina donde dibujaba las letras en mi pizarra mientras Luise preparaba la cena. En esta época, ella hablaba muy poco. Yo me preguntaba si era porque mi padre había estado en su dormitorio. En realidad quería reprimir lo que había visto, pero cuando veía a Luise, las imágenes volvían una y otra vez. Pese a que ella me vio en aquella ocasión, no ocurrió nada. Mi padre no me había castigado y Luise seguía tratándome con la misma amabilidad de siempre.

Pero algo había cambiado. Una sombra parecía extenderse por la casa, de modo que yo me alegraba de poder ir a la escuela. Peter no percibía esa sombra, pero tampoco se reía de mí cuando le confesaba mi miedo.

Un buen día se produjo un cambio en Luise. Sus mejillas, antes radiantes, se volvieron pálidas y bajo sus ojos aparecieron unas sombras oscuras. Cada vez con mayor frecuencia sentía náuseas, y a veces, cuando yo entraba por la mañana en la cocina, percibía un olor ácido.

Luise intentaba hacer su trabajo lo mejor posible y que no se notara nada. Pero un día, cuando Peter y yo llegamos a casa, la encontramos caída junto a la mesa de la cocina. La fuente que debió de sostener en aquel momento había caído al suelo y su contenido se había desparramado en parte sobre ella.

El médico, a quien yo conocía ya por las visitas a mi madre, permaneció durante mucho tiempo en el cuarto de Luise. Cuando oímos que se abría la puerta, Peter me arrastró a la escalera y nos apresuramos a escondernos.

—¿Y si padre nos encuentra? —objeté, pues nos había prohibido estrictamente que abandonáramos nuestro cuarto. Pero Peter solo me advirtió que me mantuviera en silencio. Poco después oímos por encima de nosotros los sonoros pasos del médico. Al oírlo mi padre, salió de su gabinete de estudio.

—¿Qué le sucede? —preguntó en tono severo.

—Veamos, Señor Blumfeld, ¿cómo se lo diría yo?

Cuando miré por los huecos de la escalera, vi que se pasaba la mano por la barba.

—Su ama de llaves está en estado de buena esperanza.

—¿Espera un niño?

—Sí, y desde hace ya cuatro meses. Ha intentado ocultarlo, pero finalmente el que se ciñera tan fuertemente la ropa sobre el vientre ha causado el desmayo. —El médico miró fijamente a nuestro padre—. Debería usted preguntarle quién es el padre. Sería hora de que se casara con ella para preservarla de la vergüenza.

Después de acompañar al médico a la puerta, mi padre estuvo largo rato caminando arriba y abajo. Obviamente estaba pensando en qué debía hacer con Luise. Cuando subió al fin por la escalera y desapareció tras la puerta del cuarto de ella, aprovechamos la oportunidad para volver a nuestra habitación.

Al sentarme en la cama, sentí un doloroso peso en el estómago. De nuevo veía a mi padre echado sobre Luise, y algo me decía que él era el padre de su hijo. ¿Tenía que casarse ahora con ella? ¿Y qué pasaría entonces con nuestra madre?

También Peter se quedó pensativo, jugando con unas canicas. Finalmente las echó sobre la cama y salió corriendo.

—Peter, ¿adónde vas? —pregunté, pero cuando se cerró la puerta, comprendí que era mejor no seguirle en aquel momento.