Capítulo 9

DURANTE los días siguientes su recuperación avanzó a buen paso. Los dolores de cabeza disminuían y la fuerza volvía a su cuerpo.

De vez en cuando unos miembros de la tribu venían a ver a Onawah para pedirle consejo en cuestiones de salud o religiosas. La curandera le había hablado un poco de sus creencias y, pese a que Marie había sido educada en la religión cristiana, se sintió fascinada por el hecho de que los Cree veneraran divinidades naturales y espíritus, y, ante todo, a la madre naturaleza como la gran creadora de toda vida. Las personas que se presentaban en la tienda de Onawah pedían que interpretara sus sueños, pues estos tenían especial importancia en su fe. Si resultaba que un dios estaba enfadado, los Cree preguntaban qué podían hacer para recuperar su gracia. Onawah solía aconsejarles que realizasen rituales solares, que cantaran determinadas canciones y que tocaran el tambor. A veces se requería también algún sacrificio, que solía consistir en un animal que habían matado o en frutos recogidos.

Marie escuchaba atónita y se preguntaba qué habría opinado Peter de todo aquello.

Mientras tanto, algunos niños lanzaban curiosas miradas al interior de la tienda para contemplar a «la mujer del pelo amarillo». Marie soportaba tranquilamente aquellas miradas. «Si yo estuviera en su lugar, también intentaría echar un vistazo a una persona que se saliese de lo habitual», pensaba apaciblemente.

A ratos volvía a apoderarse de ella el impulso de hacer anotaciones en su diario, pero cuando lo buscaba, volvió a acordarse de que debió de haberlo perdido durante la caída. Aquí no existía la posibilidad de sustituirlo por otro, pues los Cree no conocían los libros.

Con tristeza, se envolvió en la piel de lobo. El cuadernillo aún no contenía muchos recuerdos, pero le había cogido cariño. ¿En las manos de quién habría caído?

Tras un rato mirando fijamente la oscuridad, se le cerraron los ojos. Poco después un soplo de viento recorrió su cara. Su entorno se sumergió en una extraña media luz. ¿Estaría amaneciendo ya?

Marie se levantó despacio y miró por la entrada de la tienda, que se encontraba abierta. ¿Había Onawah vuelto a salir? ¿Quería saludar a sus dioses junto al lago?

Sin volverse hacia su lecho, Marie se levantó. Toda debilidad, todos los dolores en sus miembros habían desaparecido súbitamente. Al caminar se sentía casi ingrávida. En las tiendas de alrededor reinaba el silencio. De los rescoldos de un fuego ascendía algo de humo. La niebla estaba suspendida de los árboles que circundaban el campamento.

Un foco de luz entre los árboles atrajo la atención de Marie. ¿Encontraría ahí a Onawah?

Mientras avanzaba, de repente Marie oyó los aullidos de un lobo. El miedo se apoderó de ella, pero no se detuvo. Iba adentrándose cada vez más en el bosque, con el propósito de encontrar el origen de la luz. A su alrededor se oían extraños sonidos, los aullidos del lobo se acercaban cada vez más. «Voy por buen camino», pensó, cuando súbitamente la luz apareció ante ella. Un gigantesco fuego llameaba, soltando chispas, entre los árboles e iluminaba la roca sobre la que estaba sentado el lobo blanco que ella había visto ya junto al fuego del campamento de la caravana. De Onawah no veía ni rastro. Pero ahora el lobo se apercibió de su presencia y saltó de la roca.

Suponiendo que iba a atacarla, Marie se giró rápidamente, pero tras ella se había cerrado una maleza impenetrable.

—¡Mari! —oyó una voz tras ella. Se volvió jadeante. El lobo venía directamente hacia ella. A mitad de su carrera, se transformó de repente en una mujer de larga melena blanca y con pieles de lobo sobre los hombros. Sus ojos amarillos se iluminaron cuando alargó la mano, una mano armada de largas garras.

Marie se sobresaltó. Por el dolor en sus brazos y en la espalda se dio cuenta de que todo había sido un sueño. Le hubiese resultado imposible levantarse de su lecho. La entrada a la tienda estaba cerrada, todo a su alrededor permanecía en silencio. No descartaba la posibilidad de que un lobo hubiese aullado, pero fuera ni estaba amaneciendo ni Onawah había desaparecido. Descansaba sobre su lecho, roncando suavemente, mientras en el fuego se iban apagando los últimos rescoldos entre la madera quemada.

Suspirando, Marie volvió a recostarse sobre su lecho. Sin embargo, no quería cerrar los ojos, pues temía que el extraño sueño pudiese volver. Mantuvo la vista clavada en las lonas de la tienda. ¿Qué significaba aquel sueño?

Dos días después de que pudiese levantarse por sí sola de su lecho, Onawah consideró llegado el momento de presentar a Marie a la comunidad de la tribu.

—Guerreros que te encontraron, ya preguntar por ti —explicó la curandera con una sonrisa socarrona.

Marie empezó a sentirse insegura. ¿Cómo debía comportarse frente a sus salvadores? Pese a que hasta ahora solo había mirado hacia fuera desde el interior de la tienda y aún no se había atrevido a adentrarse en el pueblo, ya se había dado cuenta de que aquí la gente aplicaba otras reglas y que se trataban con mayor libertad. Los que se encontraban cerca de la tienda de la curandera habían clavado su mirada en ella sin disimulo, y a veces le habían sonreído. En una ocasión, se presentó una vieja en la tienda de Onawah y no dudó en tocar el cabello de Marie, haciendo un comentario que ella no entendió.

Tampoco Onawah conocía el miedo al contacto. Marie había reaccionado asustada, cuando Onawah quiso lavar todo su cuerpo. Su resistencia hizo reír a la curandera.

—Eres una mujer, igual que yo. No hay nada en ti que yo no tenga también.

Hasta este punto no se le iban a acercar los guerreros ni la gente del pueblo, pero, aun así, quería causar buena impresión y no equivocarse en todo en el primer encuentro.

—¿Qué debo hacer? —quiso saber Marie—. ¿Cómo he de dar las gracias a los guerreros?

Onawah hizo un ademán negativo.

—Cuando tú estar sana, les llevas una comida. Mejor que palabras.

—¿Y a los demás? ¿Cómo he de tratarlos? ¿Tenéis un determinado saludo?

—Basta con que inclines la cabeza y permitas que los demás te toquen. Si hacen eso, significa que te acogen.

La última palabra causó inquietud en Marie. ¿Acoger? ¿Querían que ella formara parte de la tribu?

Se volvió a acordar de las historias de mujeres blancas que se habían unido voluntariamente a una tribu de indios. En Boston los periódicos sensacionalistas habían informado de vez en cuando de casos semejantes.

De repente surgió en ella otra preocupación. ¿Cómo debía vestirse?

¿Con ropa de la tribu, tal vez? El vestido que había llevado durante el viaje, había desaparecido, y sobre su lecho yacía ella en ropa interior. Cuando miró a su alrededor en busca de ropa adecuada, Onawah le trajo un fardo de tela.

—Tu vestido estaba roto, pero lo he remendado como pude.

¡Efectivamente! ¡Era su vestido! Los rotos habían sido taponados con gruesas puntadas, pero el conjunto quedaba bien. En algunos puntos Onawah había cosido unos parches cuyos colores contrastaban con la tela original, pero todo se veía limpio y decente.

—Te lo agradezco —dijo Marie, emocionada, mientras pasaba la mano por la tela que le era tan familiar.

—Pensé que así te sentirías mejor, pero si quieres ponerte un traje de los nuestros, te doy uno.

—Muchas gracias, tal vez más adelante —replicó Marie evasiva, pues no quería ofender a la curandera. No había nada que objetar en la ropa que esta llevaba, parecía incluso muy práctica, pero Marie no se sentía como una india ni quería fingir ante los demás que se hubiese acostumbrado a su situación.

Una vez vestida, y después de que Onawah hubiese recogido su cabello en unas trenzas primorosas, las dos mujeres abandonaron la tienda. Pese a sentir sus piernas todavía algo inseguras, esta vez no precisó la ayuda de la curandera. Con toda la compostura que le permitía su dolorida espalda, se encaminó, junto con Onawah, a las primeras tiendas, dándose cuenta de que la tienda de la curandera ocupaba una posición especial. Se encontraba casi en el centro del campamento, en inmediata vecindad con el tipi del jefe de la tribu y de su familia.

«¿Conoceré también al jefe?», se preguntó Marie, pero ya se encontraban con los primeros miembros de la tribu, que se le acercaban con actitud reservada, pero en absoluto tímida. Con un gesto, que Marie ya conocía, una mujer mayor alargó la mano para tocar su cabello, recogido ahora en trenzas, y luego dijo algo en su propio idioma a Onawah. Aunque hubiese querido saber qué había dicho, Marie se limitó a sonreír y a no mirar abiertamente a la mujer. También las otras mujeres se atrevieron ahora a tocarla. Tiraban de su vestido, que contrastaba tan extrañamente con la vestimenta de las demás, y luego volvían a rozar su cabello.

Al cabo de un rato Marie adivinó la razón por la que sentían tanto interés por sus trenzas. No había a la redonda ningún color de pelo que fuese más claro que el castaño. La mayoría de las mujeres que se agolpaban ahora en torno a ella, y también los hombres, tenían el pelo liso, de un negro azulado muy intenso, y algunos lo recogían en trenzas o lo adornaban con abalorios o plumas.

Tras cambiar unas palabras con su gente, Onawah cogió a Marie del brazo y continuaron su camino.

—¿Qué han dicho? —preguntó Marie, resistiéndose a su impulso de volverse otra vez hacia las mujeres.

—A las mujeres les sorprende tu cabello tan claro, dicen que tienes el pelo como la hierba de la pradera secada por el sol —explicó Onawah cuando se hubieron alejado un poco de las demás y se estaban dirigiendo a otro tipi, cuyas paredes exteriores estaban adornadas con magníficas pieles.

Sorprendida, Marie enarcó las cejas.

—¿Es que nunca han visto a nadie como yo?

—¿A alguien de cabello amarillo? Sí, ya lo han visto. De vez en cuando vienen hombres para negociar con nosotros. Algunos también tienen el pelo como la hierba seca de la pradera. Y ojos acuosos como los tuyos. Pero aún no han visto a ninguna mujer así.

—¿Es que no hay cerca ciudades de… blancos?

La expresión de Onawah se ensombreció un poco.

—Sí, las hay. A solo cien millas de aquí, pero gente no venir aquí. Solo tratantes. Los blancos que viven allí nos tienen miedo.

—¿Miedo?

Marie se volvió. También ella tenía una sensación extraña, pero solo por inseguridad y ya no por miedo.

—Miedo, porque rezamos a otros dioses. Miedo, porque nuestros hombres son buenos guerreros. Antes intentábamos hablar con los blancos, pero nos echaban. Aquí encontramos un lugar en el que podemos vivir bien.

—¿Es que no vais de un lugar a otro?

Marie creía haber leído en algún lugar que los pueblos que renuncian a tener moradas sólidas se vuelven raramente sedentarios.

—Seguimos al bisonte —explicó Onawah. La sombra en su rostro aún no había desaparecido. El que los inmigrantes blancos no quisieran tener contacto con ellos, parecía preocuparla—. Pero ya no podemos ir adonde nos parezca. Por lo tanto, permanecemos más tiempo en un mismo lugar. Hasta que los bisontes se marchan de él.

Para Marie estas palabras no tenían realmente sentido, pero percibía que la aparición de los inmigrantes no había traído ventajas reales para los Cree. Y ella era una de ellos.

—Pero de eso hablaremos en otra ocasión —arrancó Onawah a Marie de sus pensamientos—. Ahí hay más mujeres que quieren conocerte.

Poco después, Marie se vio nuevamente rodeada de un grupo de mujeres que ante su presencia tuvieron una reacción similar a la de las primeras. Tiraban de ella, la acariciaban, sonreían y soltaban risitas. Las de más edad de cada grupo hablaban con Onawah, que les contaba lo mismo que había contado a las anteriores. Al menos, eso le pareció a Marie en vista de las palabras similares.

—¿De dónde tú venir? —preguntó de repente una de las jóvenes, que llevaba en su cadera a un niño de aproximadamente un año de edad.

Marie la miró sorprendida. Por lo visto, aquí había más Cree que hablaban inglés.

—De Alemania —respondió Marie, aunque no creía que este nombre le dijera algo a la mujer.

La mujer Cree murmuró brevemente el nombre, como si esto le ayudara a hallar conocimientos ocultos sobre el país. Después preguntó:

—¿Allí existir también bosques, lagos y búfalos?

—No tenemos búfalos, pero sí lagos y bosques. En realidad, mi país, se parece bastante al vuestro.

Ante la mirada un poco incrédula de la india, Onawah tradujo inmediatamente, a lo que la joven esbozó una expresión sorprendida.

—¿Cómo vosotros vivir sin búfalos?

—Tenemos terneros y otros animales.

—¿Y cómo vosotros cazar?

—No cazamos a estos animales, los tenemos en grandes granjas.

Por lo visto, tampoco estas palabras le resultaban familiares a la india.

Onawah volvió a dar una explicación, después arrastró a Marie consigo.

—Tú tener que disculpar nuestras preguntas. Mujeres tener gran curiosidad por ti.

«Yo también la siento por ellas», pensó Marie.

—El búfalo es muy importante para vosotros, ¿verdad?

—Búfalo ser vida. —La curandera extendió los brazos—. El búfalo nos da todo lo que necesitamos: ropa, alimento y morada. Cuando tribu separada de búfalo, él morir. Nosotros seguir a búfalos hasta donde poder.

La vida de tantas personas dependiendo de un solo animal, le pasó por la cabeza a Marie. ¿Podía esto funcionar? ¿Por qué los indios no habían empezado a cultivar la tierra? La de aquí parecía una tierra muy fértil.

—Ahora vas a ver a los guerreros —explicó Onawah, cuando se estaban aproximando a otras tiendas.

—¿Tengo que tener en cuenta algo especial?

—Tienes que mirarles a los ojos. Si no, creerán que tienes algo que ocultar.

—¿Y puedo hacerles preguntas?

—Puedes preguntar a Matahi. Él entiende tu idioma, porque en la guerra fue scout.

—¿Y los demás?

—Hablan muy mal. Pero tampoco tienen necesidad. A cambio, son buenos luchadores.

Mientras se acercaban a las tiendas, los hombres las contemplaban con mucho interés. Pero ante Onawah bajaban respetuosamente la mirada.

—Aquel es Matahi.

La curandera señaló a un joven que había recogido su larga melena negra en una trenza. Una cicatriz en la mitad derecha de su cara denotaba pasados combates.

—Me alegro de conocerle.

Matahi no se inmutó. También los otros hombres tenían un aire algo sombrío, lo que le hizo más difícil a Marie sostenerles la mirada.

—Fue Matahi quien te encontró tras el asalto y quien te trajo hasta nosotros.

Cuando la curandera hizo un gesto alentador al guerrero, su semblante se animó.

—Le estoy muy agradecida por haberme salvado —dijo Marie, insegura. En su fuero interno deseaba que Onawah se hubiese ahorrado esta parte de la excursión. No solo ella se sentía incómoda, también los hombres parecían inquietos frente a frente con ella.

—Dígame, Matahi, ¿ha encontrado a más mujeres blancas? ¿Sabe quiénes pueden haber sido los autores del asalto?

Marie se asustó al notar que el músculo pectoral derecho del hombre se contrajo, como si quisiese levantar el brazo para el ataque. Pero después bajó un poco la cabeza y dirigió la mirada más allá de donde ella se encontraba, como si fuese a encontrar la respuesta a sus espaldas.

—Nosotros no haber encontrado vivos. Solo muertos. Hombres blancos.

«Johnston», se le pasó a Marie por la cabeza.

—¿Había un hombre de pelo rojo entre los muertos? —soltó ella antes de poderse prohibir esta pregunta a sí misma.

Matahi miró a sus camaradas, después a Onawah.

—Sí, un hombre tenía pelo rojo como Fireweed. Bala darle en corazón, debió morir en el acto.

Marie se tapó la boca con la mano. En su fuero interno, ya lo había supuesto, pero tenía la esperanza de que el escocés se hubiese salvado. ¿Cómo se las arreglaría la caravana sin él?

Esto, si la caravana seguía existiendo, pensó abatida.

—¿Tiene usted alguna idea de quién puede habernos asaltado? —siguió preguntando Marie, mientras luchaba contra la súbita quemazón en su pecho. Pese a que no había conocido muy bien al jefe de la caravana, sentía tristeza y también rabia por su muerte. Cuando miró la palma de su mano, creía seguir sintiendo todavía sus dedos suaves repasando la línea de su vida.

—Blancos —contestó Matahi de improviso. Después escupió en el suelo con un gesto de repugnancia—. Muchos soldados venir del sur y asaltar jinetes. Mujeres no estar seguras de bandas.

¿Los hombres que los habían perseguido serían realmente soldados? Marie intentó recordar algo con más detalle, pero no lo consiguió. La caída del carro fue demasiado repentina.

Tras haber dejado atrás a los guerreros, atravesaron más hileras de tiendas. En todas partes se encontraron con mujeres curiosas y niños, y con hombres de mirada alerta.

La noticia de la muerte de Angus Johnston había impresionado hondamente a Marie. ¡Solo habían hablado unas pocas veces! Pero le caía bien y hubo además aquellos pensamientos e imaginaciones a las que a veces se había entregado en el silencio de la noche. Seguro que Ela le habría tomado el pelo, pero ahora ni siquiera podía contárselo. ¿Habrían los otros hombres de la caravana logrado poner a salvo a las mujeres? ¿O acaso los carros se encontraban no lejos del lugar del accidente sin un alma viva a bordo?

—Veo una gran preocupación en tus ojos —observó la curandera cuando se detuvo ante ella.

—Me pregunto qué habrá sido de las mujeres que hicieron el viaje conmigo. Si no habéis encontrado a nadie más, entonces…

—A esto solo podrán contestarte los espíritus. Cuando estés preparada, quizá los llamaremos y se lo preguntaremos.

—¿Cuando esté preparada?

—Para poder hablar con los espíritus, has de ser fuerte. Ahora estás aún débil.

Tenía razón. Marie se sentía aún bastante débil, cosa que notó especialmente tras el breve paseo. Pero aún no quería pedirle a la curandera que regresasen.

Onawah la llevó a un cercado con caballos en el que había unos animales muy hermosos y robustos que no llevaban ni herraduras en los cascos ni se veían en su piel huellas de sillas de montar. Entre ellos correteaban unos potros de color rojizo y negro que, de vez en cuando, recibían algún mordisco si se acercaban demasiado a los mayores.

—¿Os dedicáis a la cría de estos caballos? —preguntó, mientras se apoyaba en un poste clavado en la tierra. Sería uno de los motivos por los que esta tribu no quería marcharse rápidamente.

—Sí, nos dedicamos a la cría y negociamos con hombres que vienen a traernos mercancía. Al principio nos limitábamos al negocio de pieles de búfalo y de lobo, pero ahora también al de caballos. Los hombres blancos necesitan caballos fuertes, pues traen muchas mercancías.

Marie pensó por un instante cuándo aparecerían estos comerciantes. Si su prometido se enteraba del asalto, pensaría seguramente que estaba muerta y sentiría haber gastado inútilmente tanto dinero. Marie no quería que lo supiese, pero tampoco se atrevió a preguntar a la curandera por la llegada de los blancos. Había hecho tanto por su salud que tal vez debiera ella hacer algo en señal de gratitud antes de su partida. ¿Pero qué? No era una gran cocinera, de caballos no entendía nada y tampoco sabía hacer labores.

Pero había algo que sabía bastante bien: el inglés. ¿Tendrían estas mujeres, y quizá los hombres, que aún no dominaban este idioma, tal vez interés en aprenderlo? ¿Y qué pasaba con los niños? ¿Les daban clases de algo? Si la tribu apenas tenía contacto con los blancos, ¡algo podría enseñar a esta gente!

—Si quieres, te enseño cómo se monta un caballo sin silla de montar —dijo Onawah, que atribuía las miradas pensativas de Marie a los caballos.

—Sería muy bonito —replicó Marie cortésmente—. Jamás he montado a caballo.

—Tienes que aprenderlo si quieres vivir aquí. Estar sentada a lomos de un caballo es tan importante como saber adónde ir búfalo.

La idea de tener que permanecer para siempre con esta tribu volvió a asustar por un instante a Marie, pero después pensó de nuevo en los comerciantes. Tan pronto aparecieran, les preguntaría si podía irse con ellos. Y entretanto intentaría ser un poco útil.

Tras la visita al cercado de los caballos y una breve exposición sobre lo que había que tener en cuenta en la cría de caballos y sobre qué hierbas influían positivamente en la fuerza de los machos, Marie y Onawah regresaron al campamento, donde el jefe y otros guerreros de edad ya las estaban esperando.

Solo ahora Marie se dio cuenta de que la visita guiada por Onawah a través del campamento pareció obedecer a una especie de plan cuyo punto culminante constituía el encuentro con el jefe de la tribu y los miembros de su consejo.

—Recuerda, tienes que mirar siempre a los ojos de los guerreros —susurró Onawah—. No con descaro, sino con respeto, pero tampoco cabizbaja como un perro.

Esforzándose por esbozar una expresión abierta y lo más neutra posible, Marie se adelantó al fin y se paró a una distancia respetuosa del jefe. Este la repasó con una mirada severa y sometió la suya a una dura prueba, cuando sus ojos se clavaron en su cara como puntas de flecha. Pese a que el hombre tenía ya cierta edad, su piel bronceada se tensaba resplandeciente sobre los fuertes músculos de sus brazos y de su pecho.

Su ancho rostro de mandíbula enérgica expresaba determinación y su postura era la de un rey, le pareció a Marie. Ni siquiera el emperador alemán adoptaba una actitud tan erguida cuando aparecía ante sus súbditos.

—Sernos bienvenida, mujer blanca. Onawah decir que te llamar Mari.

Para simplificar las cosas, Marie asintió.

—Tú venir de caravana, ¿verdad?

—Sí, nos dirigíamos al oeste.

El jefe profirió un sonido malhumorado.

—En el oeste muchas ciudades llenas de hombres, pero no haber mujeres.

—Por eso íbamos allí, para casarnos con aquellos hombres. Pero, desgraciadamente, en el camino fuimos asaltadas por unos bandidos.

—Solo hombres sin honor atacan a mujeres. No muchos guerreros os acompañar.

—Fueron unas dos docenas, incluyendo al conductor del carro. Los bandoleros fueron muchos más, pero lamentablemente no pude ver cuántos.

—Esos hombres también peligrosos para nuestras mujeres. Guerreros las acompañan cuando pasean por el bosque. —El jefe adelantó un poco la parte superior de su cuerpo—. Si tú querer, poder quedarte aquí y casar con hombre de los Wiyiniwak.

Marie se obligó a no dirigir una mirada interrogante a Onawah sino a seguir sosteniendo la del jefe de la tribu.

—Agradezco la hospitalidad.

¿Es que no la había entendido bien? El jefe la estaba contemplando ahora con expresión severa y también un poco interrogante. ¿Debería haber dado, tal vez, otra respuesta? Pero no era su intención casarse con ningún hombre de aquí. Además, estaba prometida y tenía que cumplir esta promesa, aunque no supiera todavía cómo hacerlo.

Cuando se volvieron de espaldas al jefe, Marie preguntó en un susurro:

—¿Quiénes son los Wiyiniwak?

—Es nuestro nombre. Los blancos nos llaman Cree, pero nosotros decimos Wiyiniwak.

—¿Y qué quería decir el jefe cuando hablaba de casarme? Estoy prometida.

Onawah se echó a reír.

—No tienes que casarte si el hombre no te gusta. Pero si te gusta, puedes hacerlo. Nos encanta que vengan mujeres de otras tribus, dan buenos niños.

Marie tragó saliva. En realidad, no tenía intención de quedarse por mucho tiempo. Pero ¿qué pasaría si tenía que quedarse? ¿Si no existía ninguna posibilidad de marcharse de allí?