LA oscuridad de su inconsciencia tardó en aclararse. Al principio el mundo estaba envuelto en una espesa niebla gris que solo de vez en cuando permitía un momento de claridad. Entretanto Marie creía oír palabras extrañas y notó el contacto de un cuenco en sus labios, un líquido amargo penetraba en su boca. Después se alternaban oscuridad y luz; a sonidos que no era capaz de identificar seguía un profundo silencio. En medio, Marie tenía la sensación de quemarse por dentro, después volvía a no sentir nada y caía en unos extraños sueños febriles. En ellos veía a su hermano, que nunca había sido soldado, de pie en el jardín de su casa, vestido con un uniforme polvoriento y con una gorra ladeada en la cabeza. Llena de alegría por su regreso, quiso correr hacia él, pero de repente su figura quedó envuelta en una espesa niebla hasta que desapareció por completo.
Cuando se retiraron los desconcertantes sueños y ella abrió los ojos, todo a su alrededor estaba sumergido en una luz de color rosa. ¿Es esto el paraíso?, se preguntó Marie, pero entonces un aire cálido recorrió su piel y un olor algo dulce a hierba y tierra penetró en su nariz.
Estoy viva. Realmente sigo viva. Tardó bastante en recuperar la memoria. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde el asalto? ¿Y qué habrá sido de los otros?
Marie intentó incorporarse, pero se sintió súbitamente mareada y tuvo que volver a echarse.
¿Dónde estoy?
La lona que distinguió sobre ella no formaba parte del toldo del carro, de eso estaba segura. Era una lona demasiado clara y excesivamente ligera, inservible para un viaje con tiempo cambiante. Cuando volvió la cabeza, notó que estaba completamente rodeada por la tela de color beige, y que en medio había un agujero a través del cual entraba el resplandor de la aurora.
Una tienda. Me encuentro en una tienda. ¿Es que los hombres de la caravana han levantado un hospital provisional?
Mientras intentaba nuevamente incorporarse, notó que se acercaban pasos. Marie pensaba que sería Johnston que vendría a verla. Una silueta humana pasó ante la lona lateral y, poco después, alguien apareció ante la entrada.
La estatura de aquella figura no era suficiente para ser la de un hombre y tampoco parecía pertenecer a ninguna de las otras mujeres.
El corazón de Marie empezó a desbocarse cuando vislumbró la brillante cabellera de un negro azulado, recogida en dos pesadas trenzas. El rostro entre ellas estaba tostado por el sol, los ojos oscuros parecían dos perlas negras.
Marie no entendió lo que la mujer le decía, pero obviamente esta se había dado cuenta de que ella se había despertado.
—¿Quién eres tú? —preguntó en inglés cuando la desconocida se sentó a su lado.
En el rostro de la mujer se dibujó una sonrisa bondadosa cuando le apartó a Marie el cabello de la frente.
—Onawah es mi nombre. —Puso una mano sobre su pecho, que estaba adornado por un collar de cuentas de madera y plumas—. Yo ser mujer médico de nuestra tribu.
Pese al inequívoco acento de sus palabras, Marie la entendió perfectamente.
—Marie Blumfeld.
En su garganta sentía estas dos sencillas palabras como cuchillas de afeitar.
—Yo llamarte Mari, ¿vale?
Con las cejas enarcadas, Onawah esperaba la conformidad de Marie.
—Sí, puedes llamarme así —susurró Marie, pues el haber pronunciado estas palabras en voz alta superaba ya sus fuerzas. También Onawah pareció notarlo.
—Tú descansar. Yo hacer medicina para tú hablar mejor.
Tras eso, la mujer volvió a retirarse.
«¿Adónde habré ido a parar?», se preguntó Marie con el corazón palpitante. En seguida volvió a desechar la idea de que se tratase de una misión cristiana.
¿Qué había dicho Onawah? Que era la mujer médico de su tribu. ¿Acaso era…?
Haciendo uso de todas sus fuerzas, Marie se apoyó sobre los codos y se incorporó un poco. Los músculos le dolían tremendamente, el sudor fluía por sus sienes.
Pero su esfuerzo se vio recompensado. De las lonas de la tienda colgaban pieles, una de un lobo y otra de un oso. Sobre su cabeza se tambaleaba un extraño aro envuelto en piel, en cuyo centro unas cintas formaban un dibujo en forma de estrella. En el extremo inferior del aro se balanceaban unas plumas sujetas con cordones adornados con cuentas.
Cuando Marie dejó vagar la mirada, descubrió un fogón del que se alzaban unas débiles llamas. En el estante, que se encontraba encima, había un pequeño recipiente que parecía una caldera. Detrás, en el suelo, yacía un gran cráneo que debía de ser el de un bisonte. En algunos puntos los huesos parecían haber sido raspados.
Suspirando, Marie se dejó caer nuevamente en el lecho. ¿Dónde estoy? ¿Y cómo he llegado hasta aquí?
Cuando Onawah apareció con un cuenco de té en la mano, Marie aún se sentía débil, pero un poco más despierta. En su interior la curiosidad luchaba con el miedo. ¿Qué sería de ella cuando recuperase la salud? ¿Tendría que quedarse con esta tribu? Se acordaba de historias de mujeres que se habían quedado voluntariamente con los indios y se habían casado con uno de ellos.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Onawah, mientras se arrodillaba al lado de Marie. El amargo olor a hierbas del cuenco de té se mezclaba con el aroma de pieles, tierra y madera quemada.
—Mejor —dijo Marie en voz ronca.
—Bebe esto.
La curandera le acercó un cuenco. Un brebaje caliente de hierbas llenó su boca.
—¿Dónde estoy? —preguntó Marie después de haber tragado la mezcla de sabor amargo—. No estamos en una ciudad, ¿verdad?
La curandera la miró al principio como si no hubiese entendido. Cuando Marie iba a repetir su pregunta, dijo:
—Estás con mi tribu. Nos llamamos Cree.
Marie no había oído hablar de una tribu que se llamase así.
—¿Y dónde habéis establecido vuestro campamento?
—Los blancos llaman a este lago Quill Lake. Nosotros llevar ya un tiempo aquí, tierra muy buena y muchos animales para cazar.
¡Se encontraba en un campamento de indios, en medio de la selva! Una vez que el pánico inicial hubo remitido, una pregunta tras otra pasó por la cabeza de Marie. ¿Qué había sido de Ela y de las otras mujeres? ¿Y de Angus Johnston y de sus hombres?
Cuando se volvió a acordar del asalto, Marie se tapó la boca con la mano. Ahora también volvió a recordar que cayó del carro cuando huían de los bandidos.
—¿Hay más mujeres aquí? —profirió, mientras la boca se le secaba de repente, como si hubiese comido papel secante.
—¡Claro que hay más mujeres aquí! —respondió Onawah sorprendida—. Hay muchas mujeres viviendo con los Cree.
—¡Quiero decir mujeres como yo! —precisó Marie, al darse cuenta de que la curandera la había malinterpretado—. ¡Mujeres blancas!
Onawah depositó el cuenco en la estantería y se tocó la frente.
—El espíritu de la fiebre aún está en ti. Has de descansar mucho.
—¡No, no es la fiebre! —protestó Marie—. Conmigo había otras mujeres. Íbamos en una caravana en dirección al oeste cuando nos asaltaron.
La curandera se esforzó en componer una expresión bondadosa.
—Aquí no hay ninguna otra mujer blanca, solo tú.
—¿Y hombres? ¿Hombres blancos?
De repente, los latidos de su corazón le causaron fuertes dolores de cabeza. Las náuseas hicieron afluir saliva amarga en su boca y la luz empezó a centellear ante sus ojos. Suspirando volvió a dejarse caer sobre su lecho.
—No hay hombres blancos. Hombres blancos vivos. Nuestros guerreros han encontrado hombres muertos, a algunas millas de aquí. Los han incinerado para que no los comiesen los lobos.
Mientras le llegaban estas palabras como desde muy lejos, Marie se preguntaba si Johnston estaría entre los muertos. Después la oscuridad volvió a arrastrarla.
Cuando volvió a despertarse era de noche. La cálida luz del fuego le daba en la cara mientras el olor a madera quemada y hierbas la arrancaban de la oscuridad. Los cantos, que llenaban la tienda, resultaban atractivos de una manera extraña. Cuando logró levantar un poco la cabeza, vio a Onawah que la observaba, sentada ante una pequeña hoguera en la que la mujer golpeaba una y otra vez con unas ramas. Las chispas que se levantaban se las llevaba la corriente de aire hacia arriba y se extinguían antes de que pudiesen constituir un peligro para el toldo de la tienda.
De Marie se apoderó la inquietud y a la vez la curiosidad. ¿Estaba ella convirtiéndose en testigo de un rito pagano? ¿Qué sentido tendría? ¿Quería Onawah alejar espíritus malos? No había que olvidar que le habló de un espíritu de la fiebre.
Tonterías, los espíritus no existen, intentó tranquilizarse. Pero su corazón siguió palpitando con fuerza, y un escalofrío recorrió su cuerpo.
Solo es la fiebre. Quizás esté soñando todo esto.
Cuando comprendió que todo lo que estaba viendo correspondía a la realidad, la curandera ya estaba finalizando el ritual. Colocó la rama chamuscada en el fuego donde fue presa de las ávidas llamas. Luego se levantó, se quitó la piel de animal, que se había puesto en los hombros, y la colgó cuidadosamente en un soporte destinado a tal fin. Después apagó el pequeño fuego y se retiró también a descansar.
Durante los días siguientes la recuperación de Marie progresó rápidamente. Parecía casi como si el ritual hubiese tenido efecto. Desapareció la debilidad que había encadenado a Marie a su lecho durante días, y las náuseas no se repitieron. También los dolores de cabeza, que la habían molestado tanto, empezaron a disminuir lentamente. Y, una semana después de haber despertado en el campamento de los Cree, Marie obtuvo de Onawah permiso para levantarse.
Sin embargo, Marie no esperaba que después de los días en que permaneció acostada, se sintiese con tan pocas fuerzas. Notaba las rodillas blandas como la mantequilla y solo agarrándose fuertemente al toldo de la tienda pudo evitar caerse. Inmediatamente, Onawah acudió en su ayuda y la sostuvo con una fuerza que Marie no hubiese esperado en una mujer tan esbelta.
—Ten cuidado. Si tú caer, poder romper fácilmente pierna o brazo, porque tú aún muy débil.
Marie iba a objetar que tampoco se rompió nada a raíz de la caída del carro, pero, agradecida por la ayuda, se mantuvo callada y se apoyó en la curandera que la llevaba a la salida de la tienda.
Las nubes rosadas en el cielo anunciaban ya la noche. Una luz roja teñía las numerosas tiendas entre las que algunos hombres conversaban de pie. Ante las entradas a las tiendas, unas mujeres limpiaban sus utensilios de cocina. Unas severas llamadas mandaron regresar a sus tiendas a los niños que correteaban por las afueras del campamento.
Marie quedó estupefacta por lo que apareció ante sus ojos. Los dibujos que hasta entonces había visto en libros, solían mostrar solo un par de tiendas, pero aquí se extendía ante ella todo un poblado en el que las tiendas estaban conectadas por unos caminos cuidadosamente apisonados. Marie contó treinta viviendas solo en el lado orientado hacia la entrada de la tienda de Onawah.
—Este es nuestro poblado —explicó la curandera—. En otro lado de campamento hay lago. Ahí permanecer dioses cuando sol acostarse.
Marie no fue capaz de replicar nada. Aquellas personas vestidas con el traje de la tribu la fascinaban y atizaban su ímpetu investigador. «¡Si pudiera contárselo a mis niños de la escuela!». ¡Quién hubiese pensado que algún día iba a ver a aquellos seres humanos que solo conocía de libros! Sus pensamientos se iban atropellando.
Por un momento hasta olvidó el asalto y la preocupación por sus compañeras de viaje.
—Cuando tú estar sana, yo llevarte al lago para tú ver sol hundirse en él —prometió Onawah cuando la llevó de vuelta a la tienda y la acostó en su lecho de enferma. Marie se encogió al ver el camastro por primera vez conscientemente.
Había estado durmiendo todo el tiempo sobre la piel de un lobo.