Capítulo 7

DURANTE los siguientes dos días avanzaron sin problemas, pero el rumor de que estaban atravesando un territorio en el que había bandidos influía negativamente en el ambiente que reinaba en el carro. Una de las mujeres del segundo carro, que hablaba inglés algo mejor que las otras, decía haber oído una conversación entre dos de los jinetes que acompañaban la caravana en la que comentaron que ahora había que estar especialmente en guardia y que era imposible saber cuándo aparecería uno de estos salteadores de caminos. El rumor se había extendido como la pólvora. Desde entonces las mujeres observaban el exterior llenas de temor. Angus Johnston no tardó en hartarse de que algunas de ellas pensaran haber observado cosas insólitas.

Ela era de las pocas que no creían lo que contaban los hombres.

—Lo más probable es que pretendan que el aburrido viaje resulte un poco más interesante y que por esto cuenten estas historias. Igual que tú, cuando en el barco les contabas historias a los niños.

—No es lo mismo —replicó Marie, que estaba remendando el dobladillo de sus enaguas. Cuando por la mañana bajó del carro, se le habían enganchado en un clavo que sobresalía y se había rajado la tela ya ajada de por sí—. En el barco yo intenté tranquilizar a los niños con mis historias. En cambio las historias que están circulando ahora, más bien crean inquietud.

—¿Y tú qué crees? ¿Hay bandidos aquí o no?

—Al igual que todas nosotras, tampoco yo he estado aquí antes, de modo que no puedo opinar. —Nuevamente apareció ante sus ojos la expresión preocupada de Johnston—. Mr. Johnston y sus hombres se encargarán de que no nos pase nada.

Un estruendo las hizo callar.

—¿Qué ha sido esto? —preguntó Klara temerosa—. ¿Una tormenta?

A Marie se le desbocó el corazón. Un recuerdo desagradable le contrajo el estómago. ¿Sería posible?

Cuando el estruendo se repitió, también las otras comprendieron que este sonido no tenía una causa natural.

Marie se volvió rápidamente y asomó la cabeza.

—¿Estás loca? —exclamó Ela, intentando arrastrarla nuevamente al interior del carro—. ¿Quieres que te alcance una bala de los bandidos?

—Los disparos aún están algo alejados —replicó Marie impertérrita, mientras buscaba entre los árboles alguna señal de los bandoleros—. Al menos, yo no veo a nadie. Y quizá solo sean unos cazadores.

Pero la agitación que se apoderó ahora de los jinetes y conductores de carros hablaba un lenguaje distinto. Gritos en voz alta se mezclaban con chasquidos de látigos, y los caballos aceleraron el paso, sin tener en cuenta el suelo, con lo que los carros fueron sometidos a un fuerte traqueteo.

—¡Va a resultar un poco incómodo, señoras! —exclamó el conductor del carro, mientras su acompañante cargaba su rifle—. Lo mejor será que mantengan las cabezas bajas. Ya nos arreglaremos con esta gentuza.

Ahora también Marie volvió a retirarse.

—¿Y qué pasará si no lo logran? —preguntó Ela en la certeza de que los hombres no entendían el alemán.

—Tienen experiencia ante ataques de bandidos —la tranquilizó Marie—. Hace unos días escuché una conversación.

—¡Ah! Por eso tenías un aire tan preocupado.

Marie asintió.

—No quise inquietaros. Si el cenagal no nos hubiese bloqueado el camino, no nos habríamos topado con ellos.

—Entonces es el destino. —Marthe se santiguó y a continuación guardó su labor de punto—. Tal vez debiéramos rezar.

Apenas hubo juntado las manos, cuando sonaron de nuevo los disparos. El rápido batir de los cascos de los caballos se entremezclaba con el chirrido de las ruedas de los carros.

Cuando Marie miró con cuidado por encima del borde de carga del carro, vio a siete hombres enmascarados salir corriendo del bosque. Algunos disparaban mientras otros intentaban acercarse más a los carros. Cuando las primeras balas abrieron agujeros en el toldo, Klara lanzó un grito. Marthe se concentró en su plegaria, y Ela renunció a seguir intentando retener a Marie y se tumbó en el suelo del carro.

Marie, en cambio, siguió observando a los hombres, como hipnotizada. Aquellos individuos, que se acercaban a ellas corriendo, no tenían nada en común con los ladrones de las historias de su infancia. Era un grupo variopinto. Algunos llevaban chaquetas que parecían uniformes y se habían tapado la cara con pañuelos de colores.

—¿Estás loca, muchacha? —preguntó el conductor del carro tras haber echado una breve mirada por encima del hombro. En el mismo instante el hombre a su lado se levantó de un salto y disparó.

Ela se tapó los oídos con las manos, Klara se desmayó. Mientras Marthe continuaba con sus rezos, Marie exclamó:

—¿Tiene un arma para mí?

—¿Un arma? —preguntó el conductor del carro, mientras seguía arreando a los caballos—. ¿Para qué quieres un arma, muchacha?

—Sé manejarla, mi hermano me enseñó.

Al instante, Marie misma se asustó por su sangre fría. ¿Sería capaz de matar a un hombre? Ante sus ojos surgieron unas imágenes horrorosas, pero las reprimió. En este momento no había que pensar en los muertos, solo contaban los vivos. Quizás ella pudiese ayudar a proteger a las otras mujeres de los bandidos.

—¡Aquí tienes, muchacha!

Marie se sobresaltó cuando dos objetos cayeron a su lado en el suelo del carro.

—Espero que no solo sepas disparar sino también cargar, porque esto nadie te lo puede…

La última palabra quedó acallada por nuevos disparos.

Con cuidado, Marie alargó la mano para coger el revólver. No le sorprendió el peso, pues por su hermano sabía que las armas pueden ser bastante pesadas. Como los barriletes estaban cargados, no tenía que ocuparse de la munición. Así que colocó el cañón del revólver en el borde de carga, tiró del gatillo con ambas manos y disparó. El estruendo retumbó en sus oídos. Un doloroso zumbido atravesó su brazo mientras el culatazo la lanzó un poco hacia atrás. Cuando se volvió, vio la cara horrorizada de Ela.

Al igual que Klara y Marthe, no dijo ni palabra, pese a que, seguramente, algunas preguntas se encadenaban tras su frente.

Como los bandidos seguían disparando, volvió a colocar el revólver en la posición adecuada. Le seguía doliendo aún la mano por el culatazo, pero de alguna manera logró amartillar de nuevo el gatillo.

En este momento, una fuerte sacudida hizo que el carro se tambaleara. Marie lanzó un grito y fue proyectada contra la trampilla de carga que se soltó y se abrió. Entre gritos, resbaló. El arma se le cayó de la mano y desapareció entre la hierba tras el carro. Antes de que pudiese encontrar algo a lo que agarrarse, el carro pasó por encima de otra ondulación del terreno. Cuando Marie fue lanzada del carro, oía tras sí los gritos de Ela. Después chocó duramente contra el suelo y perdió la consciencia.