Capítulo 6

AL clima relativamente suave de los días pasados le siguió una temporada de calor que afectó bastante a las viajeras de la caravana. Incluso Marie, que se cuidaba siempre mucho de mantener el decoro, se vio obligada a desprenderse de su pesado vestido negro. Como no poseía ropa de verano, permanecía sentada en el carro, como la mayoría, en su combinación sobre las prendas de ropa interior, condenada a la inactividad por el ardor del sol.

Pese a que eran ya muy necesarias las pausas, se hacían cada vez menos paradas, pues conforme proseguía el viaje, los aguaderos resultaban más escasos, y Johnston justificaba la velocidad explicando que querían llegar cuanto antes a una región sombreada y con agua suficiente.

No les quedaba a las mujeres, y tampoco a los hombres, más remedio que abanicarse y pedir en sus rezos que lloviese.

De vez en cuando Angus Johnston se acercaba a Marie, pretextando que quería pedirle que tradujera a las mujeres de los otros carros lo que tenía que comunicarles.

Cuando, finalmente, volvió a verse un bosque en el horizonte, todos se sintieron aliviados. Ahora ya no estaban lejos de sus lugares de destino. Selkirk sería una de las primeras ciudades en que algunas mujeres abandonarían la caravana.

—Ahora se acerca el momento de la verdad para ti —observó Ela, cuando por fin volvieron a hacer una de las anheladas pausas de descanso—. No falta mucho para que te cases.

Marie se sintió de repente desconcertada. Claro que no tenía intención de romper el contrato firmado, pero ya no era tampoco capaz de negar lo que sentía por Johnston. Casi todas las noches en que no regresaba al pasado a través de su diario, la asaltaban extraños pensamientos y le producían sueños de los que despertaba bañada en sudor. Y no porque fuesen terribles, sino porque despertaban su deseo. Y con él un recuerdo que llevaba mucho tiempo reprimiendo.

Poco antes de su llegada al bosque, el cielo fue cubriéndose de oscuros nubarrones. También en su tierra las tormentas llegaban con gran celeridad, pero esta superó en rapidez a todas las que había vivido. Unos rayos como jamás había visto relampagueaban a través del bajo techo de nubes. Los truenos resonaban hasta muy lejos por encima de la llanura y retumbaban desde las montañas que se alzaban tras los bosques.

Una noche Marie creyó ver de nuevo al lobo blanco. Sobresaltada por un rayo, se incorporó en su lecho y percibió una figura pequeña, que en el primer momento se asemejaba al lobo. Parecía más clara que el entorno y era lo suficientemente pequeña para ser un lobo. Pero era un hombre que permanecía acurrucado, cerca de su carro. Se había cubierto los hombros con una lona que resplandecía casi blanca a la luz de los rayos.

¿Era Johnston? Marie estuvo a punto de correr hacia él y preguntarle qué estaba haciendo allí. Pero recapacitó pensando que en cuestión de segundos la lluvia la dejaría empapada y le pegaría la ropa al cuerpo, con lo cual nada de ella sería ya un secreto.

Permaneció, pues, bajo el toldo protector, pero sin apartar los ojos del hombre. Una increíble fascinación se apoderó de ella. ¿Cómo podría un hombre, en una región en la que se suponía que no tenían que contar con enemigos, permanecer en plena tormenta a la intemperie, asumiendo grandes adversidades, solo para vigilar el campamento?

«¿Lo haría uno de los hombres con quienes vamos a casarnos?», pensó. Lo dudaba. Y por eso admiraba aún más a los hombres que se exponían a este tipo de fatigas y peligros para proporcionar una felicidad familiar a otros hombres. O al menos la posibilidad de encontrar la felicidad.

Pensativa, Marie volvió a recostarse.

Cuando sintió que, poco a poco, el sueño se iba apoderando de ella, creyó oír a lo lejos, entre los truenos, el aullido de un lobo, pero los párpados le pesaban ya demasiado como para volver a comprobarlo.

Una noche me sobresaltaron unos sonidos extraños. Antes Peter me había contado el cuento de Caperucita Roja, adornando bastante el pasaje en que el lobo se come a la niña. Firmemente convencida de que un lobo estaba merodeando alrededor de nuestra casa, me subí la manta hasta el mentón y pensé en la posibilidad de despertar a Peter, pero no quería que me tuviese por cobarde y luego me tomara el pelo si resultaba que no había sido ningún lobo.

Los sonidos aumentaban en intensidad y, al fin, me pareció distinguir entre ellos una voz aguda. ¡Luise! ¿Qué sucedía? ¿Estaba ella enferma? ¿O habría entrado el lobo en su cuarto?

Cuando ya no pude aguantar más aquellos sonidos, me levanté y salí de la cama lo más silenciosamente posible. Reprimí la idea, que volvió a brotar en mí, de despertar a mi hermano. Siempre estaría a tiempo de hacerlo cuando tuviera la seguridad de que una fiera había penetrado en nuestra casa.

Me deslicé de puntillas hasta el cuarto de Luise, atemorizada ante la posibilidad de que alguien pudiese hacerle daño. Los sonidos animales me acompañaban durante todo el trayecto, atizando aún más mi preocupación por nuestra criada. No se me ocurrió la idea de llamar a nuestro padre, pues jamás había osado entrar de noche en el dormitorio de mis padres. Solo de día, cuando mi madre estaba sola, iba a veces a verla para peinarla y hablar con ella.

Ante la puerta del cuarto los sonidos adquirían mayor volumen. Estremecida y con las manos crispadas, agarradas al camisón, reflexioné si debía asir el picaporte. ¿Y si el lobo me atacaba también a mí?

Entonces me armé de todo mi valor. Cuando abrí la puerta bruscamente, vislumbré a la luz de la lámpara de petróleo dos cuerpos sobre el lecho. El que yacía sobre el cuerpo blanco y desnudo de Luise, estaba recubierto de vello oscuro y tenía el cabello negro, como un lobo convertido en hombre, y los sonidos que emitía al moverse, se asemejaban al gruñido de un perro.

Cuando Luise se dio cuenta de mi presencia, abrió mucho los ojos, llenos de espanto. Tomó al hombre lobo de los brazos, pero este no la soltó, sino que seguía hundiendo la cabeza entre sus hombros. Su boca de abrió para lanzar un grito, pero no fue capaz de articular sonido alguno, como si el lobo ya le hubiese cortado la garganta con sus dientes.

Retrocedí, asustada. En mi fuero interno había deseado que los cuentos no fuesen verdad, pero aquí estaba viendo lo contrario. Cuando el lobo se dio cuenta de mi presencia y volvió la cabeza hacia mí, me di la vuelta y eché a correr, lo más rápido que pude, por el pasillo hasta mi cuarto.

Esta vez no tuve en cuenta si iba o no a despertar a Peter. Mis pasos resonaban en los tablones del suelo. De golpe cerré la puerta detrás de mí y me eché en la cama, temblando.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Peter, incorporándose adormilado.

No fui capaz de contestar. La imagen del hombre, que se movía impetuosamente entre los muslos de Luise, había quedado grabada en mis ojos. De nada servía que los cerrara. Aquella imagen se hacía aún más nítida.

Preocupado, Peter salió de la cama y se acercó a mí. Me apartaba tiernamente el cabello de la cara y se sentó a mi lado. Su abrazo me tranquilizó un poco, pero no era capaz de dejar de pensar en lo que había visto.

—¡Luise! —balbucí al fin.

—¿Qué le pasa a Luise? —Peter pasó la mano por mi cabello—. Dilo ya, Mariechen, ¿qué sucede con Luise?

—La han devorado —dije entre dientes, sin intuir qué acertada resultaba, en realidad, esta comparación.

—¿Devorada? —Sentí claramente la preocupación de Peter, pero ya era tarde para callar—. ¿Quién la ha devorado?

—Un lobo.

Al día siguiente las mujeres fueron despertadas por la luz del sol que centelleaba en las gotas de lluvia que resbalaban de los toldos. Cuando Marie asomó la cabeza al exterior del carro, el centelleo de las gotas en la hierba casi la cegó. ¡Un mar de diamantes no hubiese podido resultar más espléndido!

Cuando iba a despertar a Ela, sacudiéndola, comprobó que esta ya la estaba observando con los ojos muy abiertos.

—Esta noche estuviste hablando en sueños —dijo en voz baja—. De un lobo.

¿Había soñado con el lobo? Marie no se acordaba.

—¿Hablo yo en sueños? —preguntó extrañada, evitando al mismo tiempo la mirada de su amiga.

—Sí, e incluso bastante a menudo.

Súbitamente, la sangre se agolpó en sus mejillas. ¿Y si ella revelaba cosas que quería confiar únicamente a su diario?

Mientras Ela se incorporaba sonriendo, Marie pensó ya que, como tantas veces, le estaba tomando el pelo.

—La otra noche estuviste hablando de un tal Peter —dijo su amiga de repente—. ¿Era novio tuyo en Alemania?

Marie le dirigió una mirada asustada. No le había contado a Ela la historia de su hermano, al menos no lo había hecho estando despierta. Y a ser posible, tampoco quería hacerlo en sueños.

—Era mi hermano —contestó secamente, pues seguro que Ela no la dejaría en paz si simulase no haber oído nada.

—¿Era? —insistió Ela.

—Sí, era. Murió hace dos años.

—¿Y de qué? Supongo que no habrá sido a consecuencia de la guerra, ¿o sí?

—No, durante la guerra éramos aún niños. —Marie se esforzó por apartar de sus pensamientos el desagradable recuerdo de lo que había sucedido entre ella y su padre. Tuvo algo que ver con la guerra, y con su madre. No le gustaba nada recordarlo.

—Mi padre decía siempre que algún día la humanidad se extinguiría a sí misma, porque siempre encuentra razones para iniciar una guerra —advirtió Ela, con una sonrisa amarga.

—Tu padre era un hombre inteligente.

Ela bajó la mirada.

—Cuando estaba lúcido sí, pero al final ya no logró escapar de las garras del alcohol. Murió el año pasado y nos dejó un montón de deudas. Como no quise seguir siendo una carga económica para mi familia, decidí venir aquí, al seguro puerto del matrimonio.

Cuando Ela bajó del carro para su aseo matinal, Marie la siguió con mirada pensativa. «Todos tenemos que cargar con algún peso —pensó—, aunque cada uno de nosotros tenga la impresión de ser el único a quien le ocurren desgracias».

Entre el aseo matinal y el desayuno Marie volvió a tener, después de mucho tiempo, ocasión de escuchar lo que hablaban el jefe de la caravana y sus hombres, que se habían reunido tras un carro. Había tensión en el ambiente.

—A partir de ahora será una cabalgada infernal —dijo uno de los hombres, que estaba intentando barrer el agua del toldo de su carro sin empapar a las mujeres—. Seguro que el camino estará tan lleno de barro que nos hundiremos hasta las rodillas.

—Hay otra posibilidad —advirtió el hombre que se encontraba al lado de Johnston, pero el jefe de la caravana movió la cabeza negativamente.

—¡Ni hablar! Sabéis que esa ruta no es segura.

—Pero hace ya mucho tiempo que no se oye hablar de ellos.

«¿Peligro? ¿De qué están hablando?».

Marie volvió la cabeza un poco hacia la derecha para poder escuchar mejor. Desde un incidente en su juventud, oía mejor por el oído derecho que por el izquierdo, una circunstancia que, al principio, la había molestado bastante, pero a la que con el tiempo había ido acostumbrándose.

—¡Basta ya! —exclamó Johnston, molesto—. No nos vamos a exponer a peligros innecesarios. Si el camino resultase intransitable, volveré a considerar esta posibilidad, pero hasta entonces nos mantendremos en la ruta acordada.

Con esta determinación se separaron los hombres. Marie se mordió el labio inferior. ¿Qué era lo que alteraba de este modo a Johnston? ¿Por qué el atajo no iba a ser seguro?

A punto estuvo de acercarse a él para preguntárselo, pero entonces se le ocurrió un motivo: bandidos. En Boston abundaban las historias sobre ellos. Seguro que era sensato que Johnston se hubiese decidido por el camino dificultoso si de este modo se garantizaba su seguridad.

Pero ya hacia el mediodía se evidenció que el conductor del carro había tenido razón. Después de que, durante un buen rato, los caballos intentaran avanzar por el barro, Johnston dio la señal de parar. Los dos hombres, a los que envió a inspeccionar la ruta, regresaron con malas noticias.

—Tenemos ante nosotros un gigantesco barrizal. Hasta que vuelva a secarse perderemos una semana.

Johnston resopló. Después pasó a un silencio reflexivo.

—De acuerdo, pues —dijo al fin—. Tomaremos la otra ruta.

Marie, que había sido testigo de la conversación de los hombres, jadeó asustada. ¡Así que, pese a todo, ahora tenían que atravesar la tierra de los bandidos!

—¿Cuándo continuaremos? —preguntó Klara, que jugueteaba, inquieta, con sus trenzas—. ¿Te has enterado de algo, Marie?

—Van a elegir otra ruta. El camino ante nosotros es un cenagal.

—Vale, lo que importa es seguir adelante.

Ela echó una mirada escrutadora a Marie.

—¿Acaso los hombres han dicho alguna otra cosa? Pareces asustada.

—No, no pasa nada. Solo me encuentro un poco mal, nada más. —Marie sabía perfectamente que inquietar a las mujeres no conducía a nada.

—Entonces acuéstate un rato. De todos modos duermes demasiado poco.

Mientras Marie se echaba sobre su manta del ejército, escuchaba los sonidos producidos por sus compañeras de carro y las voces de los hombres. En un momento determinado la voz característica y fuerte de Johnston dio la orden de continuar viaje. Tras un breve giro, los carros se introdujeron en un terreno fragoso que, no obstante, volvió a convertirse, finalmente, en un camino firme.