PESE a que ya habían transcurrido dos días desde su encuentro con el lobo blanco, Marie no conseguía quitárselo de la cabeza. ¿Constituía el animal un augurio? Y en caso afirmativo, ¿un augurio de qué? Mientras los carros seguían traqueteando hacia el oeste, ella se preguntaba por qué el animal no la había atacado. Seguro que el color de su pelo era un obstáculo para que el lobo pudiera abatir una presa. ¿Por qué no había aprovechado la oportunidad? ¿Porque Johnston se encontraba cerca?
Marie hubiese deseado preguntárselo al jefe de la caravana, pero no se atrevía a acercarse a él. Las miradas que le lanzaba, en cuanto tenía ocasión, la desconcertaban y despertaban sentimientos desconocidos en su corazón. «¡No será que te estás enamorando de él!», se reñía a sí misma, pero su corazón no le hacía caso. Por eso hacía lo posible para que los escasos encuentros inevitables fuesen breves y distanciados.
Durante los siguientes días avanzaron considerablemente. El ambiente entre las mujeres seguía siendo bueno, y también la muchacha del segundo carro se recuperó. Sin embargo, se mantuvieron los rumores sobre su embarazo.
—No podéis afirmar algo así por las buenas —objetó Marie cuando, casualmente, escuchó de nuevo los chismorreos de las mujeres.
—¡Seguro que eres hija de un cura y por eso no sabes lo que ocurre en el mundo! —la espetó una de las mujeres que, frecuentemente, ponía en apuros a las demás con sus comentarios malintencionados.
El que hubiese acertado al suponer que su padre era cura, hizo que Marie se ruborizara. Claro que su padre no habría tolerado que ella supiese nada de este tipo de cosas. Aun así, se enteró por las otras muchachas del pueblo. Pero el temor a la ira de su padre siempre le había impedido admitirlo. Y también ahora se limitó a contestar:
—De todas formas, no deberíais hacer comentarios antes de estar completamente seguras.
Lisa resopló como si no necesitara más certezas. Así concluyó la conversación, y todas regresaron a sus carros.
Pero, al cabo de unos días, también el presunto embarazo dejó de tener interés, pues la caravana se estaba acercando a Dryden, que se encontraba en medio de un territorio despoblado y constituía la meta para muchos cazafortunas.
Un gran nerviosismo se apoderó de las mujeres, pues, pese a disponer de escasos medios, no querían perderse la ocasión de dar una vuelta por la ciudad.
—Tengo curiosidad por ver qué habrá en las tiendas —dijo entusiasmada Ela a Marie, que se estaba recogiendo el cabello. Aunque su ropa resultaba ya bastante deslucida, quería causar buena impresión a los habitantes de la ciudad.
—Pero apenas tenemos dinero —replicó mientras comprobaba su peinado en el fragmento de un espejo opaco, propiedad de Ela.
—¡Qué más da! —Ela cruzó los brazos ante el pecho—. De momento, ya me basta con ver lo que hay. Hasta ahora solo estábamos nosotras, y tengo curiosidad por ver cómo visten las mujeres allí y qué vestidos están de moda. Cuando estemos casadas, también nosotras podremos permitirnos vestidos nuevos y otras cosas.
Marie no estaba tan segura. ¿Deberían abrumar inmediatamente a sus recién estrenados esposos con exigencias? Al fin y al cabo, aquellos hombres habían asumido el coste de su travesía y de la caravana. Seguro que no causaría buena impresión el que, nada más llegar, les pidiesen ya dinero para fruslerías.
Mientras se estaban arreglando como buenamente podían, apareció la ciudad en el horizonte. Contentos de que, tras semanas en la selva entraran nuevamente en contacto con la civilización, los jinetes de acompañamiento lanzaron al aire sus sombreros y estallaron en júbilo.
Cuando los carros ascendían, traqueteando, por la calle principal, muchos transeúntes se detuvieron y contemplaron la caravana llenos de curiosidad. De vez en cuando se les unieron algunos muchachos jóvenes a caballo, que pretendían echar una mirada bajo los toldos. Las mujeres menos tímidas los saludaban alegremente con la mano.
Como Marie se encontraba en el último carro, disfrutó con una manada de niños que corrían tras ellos, chillando. Algunas madres apartaban a sus hijos, pero el núcleo del ruidoso grupo les siguió hasta la plaza del mercado, donde se detuvieron.
Angus Johnston se acercó a caballo a cada uno de los carros para hablar brevemente con su conductor y las mujeres. Al fin, llegó también al último carro.
—Tienen tres horas para dar un paseo o para lo que les apetezca hacer. A más tardar, cuando el reloj dé las cinco, deberían estar de nuevo en su carro.
—¿Pasaremos esta noche en la ciudad? —quiso saber Marie.
—No, pasaremos la noche viajando para recuperar el tiempo que hemos perdido con nuestra estancia aquí.
Johnston le dedicó una amplia sonrisa. Después hizo dar la vuelta a su caballo y cabalgó de nuevo hacia la cabeza de la caravana.
—¿Qué ha sido esto? —inquirió Ela, siguiendo con la mirada al jefe de la caravana.
—¿A qué te refieres? —preguntó Marie, un poco ausente.
—La sonrisa. Te ha sonreído como si fueses su novia.
—Son figuraciones tuyas.
Para evitar que se prolongara la conversación, Marie descendió del carro y se alisó el vestido y el cabello. Seguía sintiendo las miradas posadas en ella. En los caminos de madera para peatones, algunas mujeres juntaron las cabezas. Hombres enfundados en polvorientos pantalones y bastas camisas estaban apoyados en las esquinas de las casas, masticando tallos de hierba mientras las observaban.
«Será mejor que me una a las otras», pensó Marie, desconcertada, pese a que su intención había sido descubrir la ciudad sola.
Junto con Ela y otras dos mujeres se encaminó a la calle principal, bordeada por numerosas tiendas. Entretanto, el gentío curioso se había dispersado.
—Bonita ciudad, ¿no os parece? —preguntó Ela, que disfrutaba visiblemente por encontrarse de nuevo en una ciudad—. Muy diferente de las ciudades de nuestro país.
Tenía razón. Realmente, Dryden era completamente distinta. Mientras que en Alemania predominaban edificios de piedra, aquí las calles estaban bordeadas principalmente por casas de madera. Algunas estaban adornadas con pomposas tallas; otras, en cambio, tenían un aspecto muy sencillo. En los jardines proliferaban flores multicolores. Alrededor de las vallas se veían perros y gatos merodeando.
También los escaparates eran completamente diferentes. En algunos se veían objetos extraños: medicamentos de los que Marie no había oído hablar jamás. Había también especias raras, pomadas de veneno de serpiente y aparatos de aspecto aventurero.
—¿Para qué se necesitará un apoyacabezas para viajes largos? —se sorprendió Ela, cuando se detuvieron ante un denominado drugstore en el que hacían publicidad de un extraño artilugio de cuerdas y tela como atracción más novedosa.
—Para que puedas dormir cómodamente durante el viaje sin caer sobre el regazo de tus compañeros —tradujo Marie lo que leía en el folleto al pie del dispositivo.
—¡También hay agua de rosas! —exclamó entusiasmada una de sus acompañantes y, junto con su compañera de carro, desaparecieron en el drugstore.
—Hay algo entre vosotros —observó Ela, cuando la campanilla de la tienda había dejado de sonar.
—¿Pero qué dices?
Para ocultar su sonrojo, Marie simuló estar interesada por los artículos en el escaparate.
—Tú y este Johnston, os entendéis muy bien, ¿verdad?
—Le he ofrecido hacer de intérprete para él. Y él se manifestó admirado por mis conocimientos del idioma. Nada más.
—¿En serio? Por lo visto, no te das cuenta de que parece comerte con los ojos.
—Estoy prometida y no tengo tiempo de fijarme en cosas así. Además no sería decente.
—Todavía estás a tiempo de pensártelo y de irte con él. Seguro que tu reverendo encontrará a otra esposa.
—¡No! —increpó Marie a Ela, en un tono más irritado de lo que había pretendido—. He adquirido un compromiso y lo voy a cumplir. Y seguro que Johnston tiene ya una esposa que lo estará esperando. Nos limitamos a conversar con cortesía. Eso es todo.
—Está bien, como tú digas —replicó Ela, algo contrariada—. Si se me ofreciera esta posibilidad, yo no lo dudaría. Más vale pájaro en mano que ciento volando.
Antes de que Marie pudiera contestar, sus dos acompañantes salían de la tienda, entre risas. Cuando continuaron su camino, Marie se quedó un poco atrás y aprovechó la oportunidad para separarse de ellas. No quería tener que escuchar otra vez que no sería mala idea fugarse con Johnston.
Después de pasear ella durante un rato por la ciudad sin rumbo fijo, apareció súbitamente Angus Johnston a su lado. Marie se asustó. De las otras mujeres no se veía ni rastro.
Su corazón empezó a latir fuertemente cuando Johnston le dirigió una amable sonrisa.
—¡Qué! ¿Ha encontrado ya algo que le guste?
Marie estaba a punto de dar una respuesta negativa, pero su boca se adelantó contestando:
—Sí, pero temo que no me lo puedo permitir. Necesito mis últimos ahorros para completar mi ajuar.
—¿Ajuar? —se sorprendió el jefe de la caravana—. Yo pensaba que en el anuncio no se pedía ajuar.
—Aun así quisiera aportar algunas cosas al matrimonio —respondió Marie en un tono más cortante de lo que fue su intención—. En mi país es una tradición, ¿comprende?
Johnston la miró con un aire un poco extraño. Después le ofreció su brazo.
—¿Le importa que la acompañe? Esa no es precisamente una región muy segura. Creo que no le iría mal un poco de protección.
Marie estuvo a punto de rechazar su ofrecimiento, pero entonces su buen juicio le aconsejó: estás aquí en una ciudad extraña. No te dejes influenciar por las habladurías de Ela. Angus Johnston es un hombre amable. «¿Por qué no ibas a permitir que te acompañe?».
—Muchas gracias —dijo tomando su brazo. Como si su proximidad ejerciese alguna fuerza mágica, enseguida el paseo le resultó más agradable. Pasaron nuevamente por delante del extraño drugstore, luego ante un hotel y una mercería.
—Si necesita algo para su ajuar, el lugar adecuado para encontrarlo es en esta parte de la calle principal —anunció él alegremente—. ¡Mire allí! —Angus señaló una tienda a su izquierda. Sorprendió un poco a Marie el que se hallaran ante el escaparate de un modisto, y al ver el vestido expuesto tras el cristal, no pudo evitar una exclamación llena de entusiasmo.
—¡Ya lo sabía yo! —exclamó Angus divertido—. Como todas las mujeres, tampoco usted sabe resistirse a un hermoso vestido. Además este color encaja a la perfección con sus ojos.
Johnston tenía razón. La seda de color turquesa azulado resaltaría el de su cutis y también el de sus ojos. Pero ya antes de la travesía Marie había abandonado cualquier esperanza de poder acudir jamás a un baile para el que se precisase un vestido como este.
—Es realmente precioso.
Marie ocultó su tristeza tras una sonrisa. Ela tenía razón, el jefe de la caravana le caía muy bien. Si no estuviese ya comprometida, tal vez habría aprovechado la oportunidad, pero inmediatamente volvió a descartar esta idea.
—Pero no creo que sea adecuado para mí.
—¿De verdad que no? —Johnston le dirigió una mirada escéptica, como si estuviera tomando medidas como un modisto—. Bueno, si no quiere el vestido, ¿qué tal aquella cinta para el cabello?
Señaló la cinta que estaba hecha de la misma tela que el vestido. El bordado que la adornaba era del mismo color y le daba una nota muy elegante.
—¡Pero si yo no necesito nada de eso! —declinó Marie, asustada, pues se dio cuenta de la intención que había tras su pregunta.
Pero Angus no se dejó desconcertar.
—Venga, señorita, por su trabajo como intérprete en la caravana, e insisto en que es una intérprete extraordinaria, se merece una pequeña recompensa.
—Por favor, Mr. Johnston, de verdad que no es necesario.
—¡Y tanto que lo es!
Antes de que Marie pudiese retenerle, ya la arrastraba consigo por la puerta de la tienda.
—Mr. Johnston, en serio, no puedo aceptar…
El sonido de la campanilla de la puerta interrumpió sus protestas. La joven tras el mostrador les lanzó una mirada extraña. Marie se reportó en el acto, soltándose con la mayor dignidad posible del brazo de Angus.
—¿Qué puedo hacer por los señores?
Johnston, que a su vez volvió a recomponer la postura, miró sonriendo a Marie; después se volvió hacia la vendedora.
—Me gustaría comprar la cinta azul para el pelo que tienen en el escaparate.
—¡Con mucho gusto! —contestó la muchacha—. Estoy segura de que le sentará estupendamente a su esposa.
Johnston volvió a mirar a Marie.
—Yo también lo creo.
Marie se prohibió a sí misma volver a protestar. Ni siquiera una huida de la tienda podría impedir que el jefe de la caravana le hiciese este regalo. No le quedaría más remedio que aceptarlo, pero solo como recompensa por su trabajo de intérprete.
Cuando, poco después, salieron de la tienda, Johnston puso en sus manos la cajita envuelta en papel de seda.
—No tenía por qué hacerlo.
—Ya lo sé —replicó Johnston con firmeza—. Pero quise hacerlo. Como usted sabe, he acompañado ya a muchas mujeres en caravanas, pero vi a pocas tan modestas como usted. Después de lo que ha dejado atrás, quiero que algo bonito la acompañe en el inicio de su nueva vida. Estoy seguro de que con esta cinta conquistará inmediatamente el corazón de su prometido.
Cuando Marie iba a protestar diciendo que no necesitaba nada de esto, él añadió:
—No nos engañemos: al final de su viaje a muchas de las muchachas les espera una decepción. Los hombres, entretanto, o se habrán empobrecido o habrán muerto o no corresponderán para nada a lo que ellas habían imaginado. Puede usted estar segura de que le deseo toda la felicidad de este mundo, pero si su esposo no resultase ser lo que usted ha imaginado, al menos tendrá algo bonito a lo que aferrarse. Algo de lo que podrá decir que fue un buen inicio de su nueva vida. Y tal vez… —hizo una breve pausa mirándola fijamente—, tal vez también se acuerde de mí.
Durante el camino de vuelta a la caravana, pasaron la mayor parte del tiempo callados. Los pensamientos de Marie giraban en torno al futuro que tenía por delante. Además intentaba con todas sus fuerzas no sentir nada cuando se encontraba junto a Johnston, cosa que resultaba imposible. Le gustaba, y mucho, y en otras circunstancias habría dado una oportunidad a estos sentimientos para que pudiesen crecer. Pero su destino era una vida distinta.
—Mr. Johnston.
Cuando los carros aparecieron ante su vista, se detuvieron.
—¿Sí, señorita Blumfeld?
—Tengo que hacerle una pregunta, una pregunta muy personal.
«¿Qué estoy haciendo aquí?», se preguntó a sí misma, pero en aquel momento ya oyó a Johnston decir:
—¡Pues venga ya con esta pregunta!
—¿Tiene usted esposa, Mr. Johnston?
Apenas hubo formulado la pregunta, la sangre se le agolpó en las mejillas. Hubiese querido darse de bofetadas, pero ya era tarde.
—No —contestó él, con una sonrisa enigmática—. Y tampoco creo que encuentre a una pronto. Mi trabajo es bastante peligroso y sería irresponsable exponer a una mujer al peligro de quedarse viuda al cabo de poco tiempo.
—Pero hasta ahora el viaje ha sido bastante tranquilo.
—Puede que tengamos suerte, pero no todas las caravanas se desarrollan de modo tan pacífico. Este es un país inhóspito y salvaje, señorita Blumfeld. Frecuentemente, la gente que huye de la civilización y decide buscar fortuna fuera, acaba en el mal camino. Libres de todo tipo de ataduras, se convierten en bandidos, a causa del hambre o de la codicia. Por eso viajamos por el país tan fuertemente armados. Mientras estemos de viaje, corremos peligro de ser asaltados y puede creerme que con mucho gusto interceptaré cualquier bala que la pueda amenazar a usted o a otra de las mujeres.
Impresionada, Marie permaneció en silencio. Un hombre que se sacrifica por la suerte de otros que, en el peor de los casos, le desprecian por su trabajo.
Cuando Johnston soltó una carcajada, desapareció el embarazoso silencio entre ellos.
—No se preocupe, señorita, acabaré casándome cuando se presente la ocasión. Dentro de unos años seré ya demasiado mayor como para exponerme al peligro. Entonces buscaré esposa, a ser posible, engendraré un par de hijos y me compraré una granja. Pero ahora realmente deberíamos volver a los carros. Si no, mi gente podría pensar que ya estoy buscando esposa.
Tras llegar a los carros, se despidieron brevemente. Marie volvió a darle las gracias por la cinta, pero, cuando Angus le volvió la espalda, la metió en el dobladillo de su falda. No quería alimentar las sospechas de Ela.
Cuando vio que las demás todavía no habían vuelto, guardó la cinta en la bolsa, y no sabía qué le dolía más: la perspectiva de que algún día Johnston pudiese perder la vida en un asalto o el hecho de que no hubiera ni insinuado que albergaba sentimientos que pudiesen inducirle a abandonar su trabajo y a escapar con ella.
Cuando Peter tuvo ya la edad necesaria para ir a la escuela del pueblo, yo me quedaba en casa con mucha tristeza. Nuestra madre, que tras el difícil parto debía aún guardar cama, no era buena compañía, pues pasaba la mayor parte del tiempo entregada a sus pensamientos y a la tristeza por nuestro hermanito que había nacido muerto. Nuestro padre parecía ensimismado. Nadie sabía qué hacía cuando se encerraba en su gabinete de trabajo.
Yo permanecía la mayor parte del tiempo al cuidado de nuestra ama de llaves Luise que me sentaba en una silla en la cocina y se dedicaba a su trabajo. La observaba durante horas o miraba por la ventana hasta que, por fin, volvía Peter y los dos nos íbamos al jardín.
Cuando mi padre aparecía por la cocina, no se dignaba mirarme ni encontraba palabras para mí. Comentaba brevemente con Luise lo que debía hacer o comprar para mi madre y después se volvía a marchar. Yo me refugiaba en el reino de los cuentos. Como me sabía de memoria casi todas las historias que Luise me había contado, intentaba imaginarme como protagonista. Así, a veces, las historias originales quedaron extrañamente transformadas para convertirse, al final, en algo completamente distinto.
Con esto yo distraía a veces a Peter de sus deberes. Era, por así decirlo, una pequeña venganza por el hecho de que el mundo de las letras permaneciese aún cerrado para mí. Cuando, luego, pese a todo, él insistía en tener que continuar, yo le observaba con admiración garabateando letras en su pizarra.
Por la noche, antes de acostarnos, me hablaba a veces de la maestra que le enseñaba a escribir y de su profesor de álgebra. Los describía como personas de infinita sabiduría, de modo que yo deseaba con impaciencia poder ir también pronto al colegio. Pero no estaba nada claro el que pudiera hacerlo.
Una tarde conseguí hacerme invisible. Al menos eso creí. Luise me había colocado en un rincón junto a la chimenea en el que hacía suficiente calor sin que yo corriese peligro de quemarme. Mi imaginación me había llevado lejos en mi reino de sueños en el que el rey de las hadas acababa de regalarme una capa que me ocultaba a las miradas de los seres humanos.
En aquel momento apareció mi padre. Aflojando su alzacuellos, se sentó a la mesa de la cocina. Por lo visto no se había dado cuenta de mi presencia en el rincón. Con sorpresa comprobé que la capa de la invisibilidad surtía efecto.
—¿Qué piensas, Luise, convendría que enviase a Marie al colegio? El año que viene tendrá edad suficiente, pero es una niña y ¿acaso no es obligación de las niñas casarse y tener hijos?
Luise mantuvo la cabeza baja mientras continuaba limpiando la verdura. ¿Le había sorprendido la pregunta o es que pensaba que no era nadie para dar una opinión al respecto?
Mi padre alargó la mano por encima de la mesa y la cogió de la muñeca.
—Luise —dijo en tono suave, casi suplicando—. Mi hija está bajo tu tutela, y yo sé muy poco sobre la educación de una niña. Como sabes, mi esposa no me es de ayuda en este tipo de cosas. ¿Qué he de hacer, pues?
—Debería enviarla —contestó Luise sin levantar la mirada de sus manos—. Una mujer tonta no es útil para nadie, y ¿verdad que usted quiere que haga una buena boda?
Mi padre volvió a soltarla, pero luego estuvo contemplándola largo rato. Luise prosiguió con su trabajo e hizo ver que no se daba cuenta, pero yo vi que en el rostro de mi padre, que parecía frecuentemente severo y reservado, algo estaba cambiando. Sus facciones se volvían más dulces, y su boca se entreabrió ligeramente, como si quisiera decir algo.
En aquel momento sentí un picor en la nariz. Mi estornudo desgarró la capa de la invisibilidad e hizo que mi padre se volviese hacia mí. Pero ahora la expresión tierna de su cara volvió a desaparecer, su semblante se endureció, como si la maldición de un hada lo hubiera petrificado.
—Marie, ¿qué se te ha perdido ahí? —tronó su voz, casi furiosa.
—La he sentado ahí para que jugase —me defendió Luise mientras guardaba el cuchillo de la verdura—. Es una niña muy buena, apenas se la oye en todo el día.
Pero mi padre parecía tener otra opinión. Se levantó resoplando y abandonó la cocina sin dignarse mirarme de nuevo.
Luise se volvió con una sonrisa y extendió los brazos hacia mí.
—¿Te ha hecho cosquillas la pluma de un ángel?
Tal vez fuese cierto que un ángel me había tocado, pues de repente me di cuenta de que Luise, que siempre me había parecido algo vieja, era en realidad todavía joven y, sobre todo, muy guapa. Por lo menos, más guapa que nuestra madre enferma, que tenía un aire consumido por el sufrimiento y cuyos ojos estaban rodeados por sombras de un color azul rojizo, que la afeaban.
Cuando me levantó en brazos y me estrechó contra su pecho, empecé a desear fervientemente que ella fuese mi madre. El comentario de mi padre y su extraño comportamiento ya habían caído en el olvido.