Capítulo 4

POCO antes de la caída de la noche, los hombres empezaron a preparar la hoguera. Como todas las mujeres, también Marie se puso a buscar leña en el bosque cercano. A veces observaba lagartos o ardillas que se distinguían claramente de sus congéneres europeos por el color gris de su pelo. No lejos de ella, algunas mujeres murmuraban algo sobre osos y lobos ante los que había que estar en guardia. Pero, por lo visto, los hombres y mujeres de la caravana hacían bastante ruido como para mantener alejadas a las peligrosas pieles pardas.

Tras recoger bastante leña, la apilaron y prendieron fuego. No tardó en percibirse el olor a café sobre el campamento, y cuando dos jóvenes aparecieron con una cierva, casi todos los de la caravana estallaron en júbilo. Al cabo de poco tiempo el animal, despellejado y condimentado con hierbas salvajes, se estaba asando al fuego.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Marie se sentía a gusto en todos los sentidos. El café y la carne le infundían ánimos y el cotorreo de las mujeres y los jirones de las conversaciones de los hombres alejaron sus pensamientos durante un rato. Disfrutaba del crepitar de la madera, de las figuras que las llamas formaban y de las chispas que saltaban de vez en cuando y que flotaban durante un breve instante sobre el fuego.

Cuando se hizo de noche y la mayoría de las mujeres se fueron a la cama, Marie permaneció aún un rato sentada junto a lo que quedaba del fuego del campamento, observando cómo la brisa de la noche levantaba unos copos de ceniza de la madera chamuscada. Entonces pensó en lo que Ela había dicho.

—Usted habla muy bien el inglés —sonó una voz a su lado.

Cuando Marie se dio la vuelta, reconoció a Mr. Johnston. Ahora que no llevaba sombrero, vio que su cabello castaño rojizo estaba ligeramente ondulado. Ya no estaba de moda que los hombres llevaran el pelo largo por encima de las orejas, pero seguro que Johnston resultaría irresistible con el pelo largo, como un caballero de antiguas leyendas, pensó Marie, y se alegraba de que la oscuridad atenuara un poco su rubor.

—Gracias, es usted muy amable —contestó en un tono algo envarado, sin que ella lo hubiese pretendido—. Tuve la suerte de aprenderlo durante mis estudios.

—Su profesor hizo un buen trabajo. En mi país solo los muy ricos aprenden idiomas extranjeros.

Marie dudó. ¿Debería contarle algo sobre su vida? Al fin y al cabo, la acompañaría solo durante unas semanas.

—Mi padre me envió al instituto. Es cierto que no era habitual, pero… —se interrumpió. No era necesario que él supiera el motivo por el que la había enviado a un país extraño.

—Quería que su hija llegase a ser alguien en la vida —contestó Johnston como respondiendo él mismo a su pregunta. La bondad que se percibía en su mirada hizo que los ojos de Marie se humedecieran súbitamente. Si los móviles de su padre hubiesen tenido solo la mitad de la nobleza que Johnston sospechaba, seguramente ella ahora no estaría aquí.

—Siéntese un poco a mi lado —dijo, señalando con la mano un lugar a su lado en el tronco del árbol que le servía de asiento. Después se puso a remover la ceniza con una rama.

El hombre solo parecía haber esperado esta invitación, pues inmediatamente se sentó ante ella. Pese a la respetuosa distancia, el corazón de Marie empezó a latir más fuerte. Johnston debió de haberse bañado en el cercano lago del bosque, pues su cuerpo y sus ropas desprendían un suave olor a jabón de lavanda. Rápidamente desechó la idea de que lo hubiese utilizado expresamente para ella, ya que sentía que la inquietaba de una manera extraña.

Durante un rato permanecieron sentados uno frente al otro en silencio escuchando los sonidos de la noche. A lo lejos se oía un crujido, un pájaro emitió un chillido asustado.

—No me tenga por impertinente —empezó el hombre, algo perturbado.

—¿Qué es lo que desea? —preguntó Marie amablemente.

—Usted… usted no es como las otras mujeres —contestó Johnston sonrojándose.

—¿De verdad? —preguntó Marie en un tono levemente irónico—. ¿Y en qué lo nota usted? Soy como todas las demás de esta caravana, y voy a casarme con un hombre a quien no conozco. Creo ser exactamente igual que todas las demás.

—No, créame. Usted no es así —replicó Angus moviendo la cabeza con un gesto negativo—. Usted es culta y habla inglés. Seguramente tampoco en su país estas son características habituales en una mujer. A veces la observo cuando permanece sentada junto al carro anotando algo en su cuaderno. Se lleva bien con las otras mujeres, pero no es muy sociable. A veces parece completamente absorta en sus pensamientos.

Ante las palabras del hombre, a Marie se le puso piel de gallina. ¿Tan bien la había observado? Se sintió algo molesta por no haberse dado cuenta.

—Dígame, ¿está usted realmente aquí para encontrar esposo, o tiene otras intenciones?

Marie, que se sintió descubierta, como si su cuerpo fuese de cristal, se ajustó más el pañuelo ante el pecho, como si de este modo se pudiese proteger ante más miradas al interior de su alma.

—Quiero comenzar una nueva vida —confesó, pues parecía no tener mucho sentido hacer creer a Mr. Johnston que estaba aquí únicamente por un hombre. A su modo de ver, el compromiso con el reverendo Plummer había sido la oportunidad adecuada para empezar de nuevo. De todos modos, había desterrado sus románticas fantasías de muchacha al último rincón de su alma. Pero tal vez encontraría junto a él un hogar, respeto y comprensión por el deseo oculto que albergaba ya desde su infancia.

—¿Una nueva vida con un esposo e hijos?

—¿Por qué no?

Angus soltó una breve risita, pero luego pensó de nuevo en que, quizá, la gente que estaba en el carro quería dormir.

—Perdóneme, señorita, pero no acabo de creerla del todo. Veo algo conocido en sus ojos, algo con lo que ya me he encontrado alguna vez en mi vida.

Pese a lo incómoda que se sentía, se había despertado el interés de Marie.

—¿Y en qué consiste este algo?

—Hace unos años estuve en Nueva York. Fui a ver a un amigo. En realidad, soy un hijo de la selva y viajo constantemente por el país con las caravanas. Pero él se había establecido satisfactoriamente en el país vecino y quería compartir su alegría conmigo. Y de camino hacia la estación la vi.

—¿A una mujer? —«Quizá fuera mejor hacer ver que estoy cansada y volver al carro», se le pasó por la cabeza, pero la mirada penetrante de Johnston la hizo desistir.

—A varias. A toda una manada de mujeres, como nunca antes había visto.

—¿Y qué tienen estas mujeres que ver conmigo?

—En realidad, nada. Y, sin embargo, mucho. Se manifestaban en plena calle con las faldas que no les llegaban ni siquiera hasta los tobillos, exigiendo poder votar.

—¿Quiere decir que usted vio a unas sufragistas?

—¿Es así como se las llama? No lo sé. Solo eran mujeres que andaban en círculo con banderas gritando a voz en grito sus consignas. La mayoría de la gente movía negativamente la cabeza ante este comportamiento, y algunos pedían que se encerrara a estas mujeres en un manicomio. En algún momento después aparecieron policías.

—¿Y las detuvieron?

—Es lo que pretendían, pero algo les hizo desistir. Estas mujeres, pese a que no tenían muchas posibilidades enfrentándose a un hombre, se colocaron espalda contra espalda plantando cara a los policías, sin miedo. Casi daba la sensación de que quisieran conjurarles con sus miradas. Y usted también tiene una mirada así, señorita Blumfeld.

¿Pero qué tonterías estaba diciendo Johnston? Marie olfateó discretamente su aliento, pero no olía a alcohol.

—No creo que se me pueda comparar con una sufragista, y yo jamás…

—No se trata de lo que haría usted, señorita —la interrumpió Johnston, pero luego bajó la mirada, desconcertado—. De lo que se trata es de la voluntad de hacer algo. Al final estas mujeres fueron alejadas a palos por los policías, pero por unos momentos su voluntad venció a la violencia. Con la voluntad que irradiaban sus ojos, lograron dominar a los hombres.

Marie estaba a punto de observar que la voluntad de aquellas mujeres no pudo haber sido muy grande si, finalmente y pese a todo, fueron atacadas. Pero Johnston añadió:

—Creo que usted también tiene esta voluntad, y tal vez una voluntad mayor que las sufragistas. Si lo quiere, puede mover montañas, créame. Y sea cual sea la meta que se proponga, usted la alcanzará.

El hombre juntó las manos ante el pecho, como si se dispusiese a rezar. Después negó con la cabeza, consternado por lo que acababa de decir.

—A veces la noche nos convierte en charlatanes, ¿verdad?

Marie no contestó. Sus palabras habían puesto en marcha sus pensamientos. Al cabo de un rato llegó nuevamente a preguntarse si lo que estaba a punto de hacer era lo correcto. ¿Quería ella realmente casarse? ¿O era algo muy distinto lo que, en realidad, quería?

Finalmente, una profunda respiración de Angus alejó sus pensamientos.

—Pero ¿quién sabe cómo acabará todo, señorita Blumfeld? —dijo, como si quisiera dar respuesta a uno de sus propios pensamientos—. Solo a muy pocas personas les es dado conocer el futuro.

—No creo que haya una sola persona que sepa qué futuro la espera.

El jefe de la caravana parecía hablar en serio cuando replicó:

—De mi abuela la gente decía que sabía prever el futuro. Y también se dice que las facultades de una vidente pasan a su primer nieto.

—¿Así que usted sabe predecirle el futuro a una persona?

La sonrisa de Johnston delataba que no hablaba en serio, pero en este momento a Marie le atrajo la idea de prestarse al juego, aunque fuese algo indecoroso. Pero al fin y al cabo ¿quién les observaba?

—Si la persona me da su mano, seguro que sí.

Johnston tendió su mano, una mano que, pese a parecer fuerte y delatar el uso de las armas, no tenía un aspecto áspero o desagradable. La idea de tocarla hizo que Marie sintiera un estremecimiento placentero.

—Venga, señorita, no muerdo. Y además ¿qué tiene de malo? Lo único que quiero es predecirle el futuro.

Tras una breve vacilación, Marie puso su mano derecha en la suya.

Johnston adoptó un aire de importancia mientras contemplaba las líneas en la palma de su mano.

—En el pasado usted ha sufrido mucho, al menos esto es lo que indican las líneas entrecruzadas en la zona superior de la línea de la vida.

—Eso usted se lo ha inventado, ¿verdad? —Marie soltó una risita dudosa—. Seguro que lo ha adivinado. Todo el que quiere empezar una nueva vida, ha pasado por momentos desagradables en su vida anterior.

—Y aún tendrá que pasar por muchas pruebas.

«Eso también me lo hubiera podido contar el vidente de una feria», se le pasó por la cabeza a Marie. Después, decidió tomar todo aquello como el juego que era.

—¿Se lee también en mi mano cuándo me casaré y cuántos hijos voy a tener?

—Esas son cosas que la línea de la vida no revela jamás. Pero lo que es seguro es que no va a llevar una vida tranquila. Las ramificaciones que aparecen más abajo indican que tendrá que luchar. Y que su vida será muy variada.

«Quizá la parroquia del reverendo esté formada por un montón de cabezotas incorregibles», pensó, pero no se atrevió a decirlo, pues no quería entablar una larga discusión con Johnston. De repente, se sintió incómoda y hubiera querido haberse quedado en el carro. El hombre seguía manteniendo aún la mano de ella entre las suyas, contemplándola atentamente.

—¿Ve usted algo más? —preguntó Marie con la esperanza de que ahora diera por terminada la lectura.

—Muchas cosas —contestó Angus ensimismado, mientras pasaba brevemente el dedo de su mano libre por la línea de la vida de la mano de ella—. Pero para saberlo interpretar correctamente, tendría que ser mi abuela.

Un escalofrío recorrió la espalda de Marie. Súbitamente retiró su mano.

El jefe de la caravana la miró casi asustado.

—Perdone, señorita, no quería asustarla.

—No me ha asustado. —No quería desvelarle que había despertado en ella sentimientos distintos a un susto—. Ya es tarde, tal vez deberíamos retirarnos a descansar.

Johnston suspiró casi un poco decepcionado.

—Tiene usted razón. Yo debería hacer mi ronda. Le deseo un feliz descanso, señorita.

Se esforzó por sonreír, luego se alejó.

—Que descanse bien, Mr. Johnston —replicó ella sin volverse. Solo al cabo de unos instantes se levantó también. Cuando al fin se volvió, Johnston había desaparecido.

¡Qué conversación tan extraña! ¿Sería verdad lo que afirmaba Ela? ¿Que algunos de los hombres se habían enamoriscado de ella?

Marie hizo un gesto negativo con la cabeza. No, seguramente solo pretendía ser cortés. Y también le alegrará haber encontrado entre las mujeres a una que habla su idioma. Como había observado, entre los que acompañaban a la caravana, nadie hablaba alemán. Solo el clérigo hacía de traductor, pero no podía estar en todas partes.

Cuando estaba a punto de dirigir su mirada nuevamente a sus manos, oyó un crujido cercano. Marie levantó la vista. Como al principio no vio nada, pensó que el sonido había sido causado por un zorro o una liebre. Entonces algo blanco salió de entre la maleza. Asustada, Marie se levantó de un salto.

¡Un lobo! ¡Un lobo blanco!

A una distancia de tres brazos, el animal se detuvo y clavó en ella su mirada, con el hocico entreabierto, los ojos amarillos como el ámbar.

Marie se obligó a respirar lo más débilmente posible. De repente volvió a sentirse trasladada a su infancia, en la que se había encontrado repentinamente en la plaza del pueblo frente a un perro rabioso. El animal clavaba en ella su mirada medio atormentada, medio enloquecida, mientras la espuma resbalaba de sus belfos. Pese a que entonces no tenía más de ocho años, pensó firmemente que iba a morir. Fue su hermano quien mató al perro con un disparo de la escopeta de caza de su padre y quien le salvó la vida.

Sin embargo, nada indicaba que el lobo tuviese la rabia. Miraba fijamente a Marie, jadeaba y dejaba al descubierto una lengua húmeda de color rosa. Tras unos instantes casi interminables el animal bajó la cabeza. Marie contuvo la respiración. ¿Qué debía hacer si daba un salto? ¿Tendría tiempo de alcanzar la rama que veía desde donde se encontraba?

El lobo emitió unos suaves gemidos y de repente ¡se dio la vuelta! Marie observó sorprendida cómo le dio la espalda y volvió a desaparecer entre la maleza, con la cola caída.

Solo al cabo de unos instantes, después de que aquel resplandor blanco hubiese desaparecido, se atrevió a respirar de nuevo.

¿Qué había pasado? ¿Por qué no la había atacado?

Con el corazón estremecido, Marie volvió a sentarse sobre el tronco del árbol. Ella sabía que aquí había lobos, pero hasta entonces no había visto ninguno. ¡Y ahora se había encontrado frente a frente con un lobo blanco!

¿Representaba un peligro para el campamento? Marie se sobrepuso al impulso de informar a Johnston. Seguro que iría a la caza del animal y con su pelo blanco el lobo tendría muy pocas posibilidades de sobrevivir.

«No me ha atacado. Yo debería concederle la misma oportunidad».

Mientras seguía mirando un rato más hacia la maleza, los latidos de su corazón volvían a la calma.

Recuerdo perfectamente aquel extraño día en que mi hermano me levantó en brazos y me llevó al jardín. En casa reinaba una gran excitación, como si se esperase la visita de un invitado muy especial.

—¿Por qué todos están tan nerviosos? —pregunté volviéndome hacia las desconocidas que estaban entrando en casa por la puerta principal.

—¿Recuerdas que a los niños no los trae la cigüeña?

Asentí con la cabeza. Aquella historia se había grabado en mi memoria por lo chocante que me había resultado.

Después de que me hubiese dado cuenta de que el vientre de mi madre se había redondeado cada vez más durante los meses pasados, mi hermano me lo explicó.

—Los niños crecen en el vientre de la madre. No los dejan ante la puerta. Por lo menos, eso es lo que pasó contigo.

Al principio no quise creerle. Pero tras algunas vacilaciones, nuestra Martha me lo confirmó. Y eso aumentó aún más la admiración que sentía por mi hermano, pues ¡sabía cosas que solo los adultos sabían!

—¿Y qué es lo que pasa hoy? —quise saber.

—Hoy nacerá el niño.

—¿Del vientre de mamá?

Peter asintió con la cabeza. Después me arrastró debajo del saúco donde el año anterior atrapé aquel resfriado que casi me llevó a la muerte. Nos sentamos en un lugar en el que, por un capricho de la naturaleza, los brotes formaban un arco, y desde allí observamos la casa enfrente. De vez en cuando una de las mujeres pasaba ante las ventanas, pero hablaban demasiado bajo como para que pudiéramos entender lo que decían.

—¿Y no podemos ir y ver lo que está sucediendo?

Peter negó con la cabeza.

—No, Mariechen, padre lo ha prohibido.

—¿Pero por qué?

Furiosa, golpeé mi falda con las manos.

—Porque entonces mamá pensaría que tiene que estar pendiente de nosotros. Y, a lo mejor, eso la haría olvidarse de tener al niño.

Ya entonces no me convenció esta explicación, pese a que no sabía nada de lo que sucedía durante un parto. Para distraerme, Peter sacó unas canicas del bolsillo y se puso a jugar conmigo. Entretanto había una gran actividad en la casa que, no obstante, permanecía oculta a nuestras miradas. Cansados por el juego, nos acurrucamos finalmente uno contra el otro.

—¿Y cómo crees que será el nuevo niño? —pregunté, mientras el calor de Peter me envolvía, protector. Por encima de nuestras cabezas pasaban zumbando unas abejas, y de vez en cuando veíamos algún abejorro. En los cercanos tilos cantaba un mirlo.

—Ni idea —contestó Peter después de una breve reflexión—. Al fin y al cabo, yo tampoco sabía cómo serías tú. Hubieras podido resultar tonta.

—Pero no lo soy, ¿o sí?

Un grito acalló la respuesta de Peter. Procedía de la casa e hizo que los dos nos levantáramos de un salto. Apenas noté que las ramas del saúco arañaban mi brazo derecho.

—¿Qué ha sido? —pregunté, agarrándome a la chaqueta de Peter.

—Es normal —contestó, pese a que también él se había levantado de un salto, como si le hubiese picado un abejorro—. Las mujeres gritan cuando dan a luz un niño.

—Cuando me tuvo a mí, ¿mamá gritó también?

Peter asintió.

—Sí, sonaba exactamente igual.

Mientras mi madre volvía a lanzar un grito desgarrador, Peter me abrazó y me besó la frente.

—Todo está bien, Mariechen, enseguida terminará todo. —Pero solo acertó en parte, pues al poco de hacerse el silencio, volvieron los gritos. ¡Jamás había sentido tanto miedo!

En algún momento los gritos cesaron. Mientras que yo no me sentía preocupada, el semblante de Peter se volvió repentinamente tenso y clavaba la mirada en la casa, como si pudiera ver a través de las paredes lo que sucedía en el interior.

—No grita —murmuró.

—¿Quién ha de gritar? —pregunté, agarrándome fuertemente de su brazo.

—El niño. No grita. En realidad, debería gritar.

—Tal vez no tenga ganas. —Yo no conocía ninguna razón por la que un nuevo ser humano tuviese que gritar. El mundo alrededor era hermosísimo.

—No es normal —afirmó mi inteligente hermano, que pronto iría al colegio del pueblo—. Los niños al nacer gritan siempre. Tú chillabas como una condenada.

—¿Y cómo sabes que gritan siempre? —volví a preguntar—. Al fin y al cabo, solo me tienes a mí, que soy tu hermana. Tal vez los niños no griten al nacer. Tú tampoco lloras casi nunca.

Peter no contestó, lo que interpreté como que estaba de acuerdo conmigo. Tras unos instantes más en que permanecimos bajo el arbusto, unos pasos se aproximaron a nuestro escondite. ¿Habían enviado a Luise en nuestra busca?

Cuando la sotana luterana de nuestro padre apareció ante nosotros, se contrajo algo en mi interior.

—¿Qué le pasa a mamá? —pregunté cuando su mirada severa se posó en mí.

—Mamá está bien —dijo en tono seco—. Pero Dios se ha llevado al cielo a vuestro hermano.

Miré a Peter, que tenía los ojos clavados en nuestro padre, como petrificado. Él tampoco pudo decir nada.

—Lo he bautizado y esta misma noche lo enterraremos. Lo mejor es que volváis a casa.

Cuando nos levantamos y nos dirigíamos a casa, me preguntaba si debía o no llorar. Claro que tener otro hermanito me había hecho ilusión, pero no sentía nada. No sentía tristeza, como tal vez debiera haber sentido. Peter, en cambio, parecía muy triste. Al menos mucho más triste que nuestro padre, que, como siempre, dominaba sus emociones. A Peter, Dios le había quitado su esperado compañero de juegos.

A medio camino, Luise vino a nuestro encuentro, tapándose la boca con la mano para acallar sus sollozos. Blanca como la pared, intentó dominarse cuando nos vio.

—Id a vuestra habitación, todo se arreglará —dijo entre dientes, pero yo apenas prestaba atención a sus palabras. Como hipnotizada, contemplaba las huellas de sangre en su delantal. Solo cuando Peter me arrastró consigo hacia la escalera, conseguí apartar la mirada y entendí que un parto era algo peligroso que a veces le costaba la vida a la madre, y a veces también al hijo.