TRAS un desayuno compuesto por café, pan tostado y porridge, que había preparado una de las mujeres, la caravana volvió a ponerse en marcha. Durante el calor del mediodía los carros se mantenían a la sombra de los altos abetos. Marie aprovechaba el frescor para tomar unas notas en su diario sobre la vegetación. Para proseguir con sus recuerdos necesitaba calma, por lo que en estos momentos prescindía de hacerlo.
Cuando hubo terminado, dirigió su mirada a los demás. Mientras Ela estaba medio adormilada, Marthe estaba haciendo punto. Klara estaba absorta leyendo un libro muy manoseado.
Un grito agudo impulsó a Marie a mirar al exterior del carro. Sobre ellos, un águila describía círculos con las alas completamente extendidas. La nube de pájaros que volaba delante del águila pasó al lado del carro en vuelo rasante. Por lo visto, los caballos inspiraban menos miedo a las aves que el depredador con plumas.
La brisa fresca era una delicia. Marie cerró los ojos y prestó atención a los sonidos a su alrededor. Los chillidos del águila quedaron acallados por el suave tintineo de las ollas atadas al carro entoldado. Cuando el suelo se volvió más accidentado, alguien, que iba más adelante, lanzó un grito.
Poco después su carro pasó por la misma ondulación del terreno que, por lo visto, había hecho oscilar también al carro precedente. Marie gritó asustada cuando fue lanzada contra Ela, pero esta se limitó a reír.
—Deberías soñar menos y agarrarte mejor.
—No estaba soñando sino reflexionando —se defendió Marie, mientras volvía a sentarse correctamente. Pero, para no caer otra vez hacia delante, ahora sí se agarró a la cuerda colocada debajo del toldo.
Poco después sus pensamientos volvían a alejarse. Se acordaba de historias que había leído poco antes de su partida. Las descripciones de viajes y las novelas estaban plagadas de milagros de la naturaleza, de excursiones por torrentes y de aventuras con indios y traficantes de pieles. Pero de todo esto, hasta el momento ella no había visto nada. Lo único que coincidía con los relatos de los escritores eran los altos y profundos bosques que no parecían tener fin.
«¿Cuándo volveremos a ver una ciudad? —se preguntaba—. ¿Y existirán allí realmente tramperos como Escarpín de Piel?».
Al atardecer, la comitiva se detuvo finalmente en un claro de bosque. Por lo que Marie captó de la conversación de los hombres, estaban muy contentos con la evolución del viaje.
—Dentro de unos días llegaremos a Dryden. Allí podremos abastecernos de agua fresca y de alimentos —explicó Mr. Johnston, indicando el lugar en su mapa bastante desgastado—. Después comienza la etapa más larga en dirección a Selkirk.
—¡Menos mal! —exclamó uno de los conductores—. Una de las chicas de mi carro se siente muy débil y convendría que la viera un médico, pues queremos que todas lleguen vivas a su destino.
Los resoplidos del jefe de la caravana no sonaban precisamente a entusiasmo, pero asintió con la cabeza.
—Las mujeres son muy valiosas. No podemos permitir que uno de esos muchachos del interior del país se quede sin esposa.
Estas palabras indujeron a Marie a fijarse por primera vez más detenidamente en el jefe de la caravana. Era alto y fuerte. Las largas horas pasadas al aire libre habían bronceado su piel en la que el tiempo había dejado su huella. Aun así, resultaba muy atractivo, sobre todo por sus ojos claros, que parecían todavía los de un joven, llenos aún de esperanza y de sueños. ¿Envidiaría a los hombres de Selkirk porque iban a tener esposa? Pero seguramente él también la tendría.
«No, seguro que no», se dijo Marie a sí misma, pues había oído decir que el trabajo de guía de una caravana podía resultar bastante peligroso. Aparte de indios y soldados que merodeaban por el país y que se dedicaban a robar y a asaltar, había también traficantes de muchachas para los que un carro lleno de mujeres sería un botín perfecto.
Marie se estremecía cada vez que veía los rifles y los revólveres y, en los rostros de los hombres, la determinación de hacer uso de ellos. En Alemania había sido diferente. Ni siquiera todos los soldados habían mostrado la determinación necesaria para disparar a otro ser humano.
—Vaya, ahora resulta que sí, que tú también te fijas en los chicos —susurró divertida una voz tras ella. Marie se sobresaltó. Sin que se hubiese dado cuenta, Ela se había acercado desde atrás.
—¿Pretendes que se me pare el corazón del susto? —balbuceó, oprimiéndose el pecho con la mano.
—No te preocupes, Marie Blumfeld. A ti no se te parará el corazón. Yo afirmaría incluso que tienes uno de los corazones más fuertes de los que viajan en esta caravana.
Ela era aquí una de las pocas personas que conocían su historia. Pero Marie no estaba dispuesta a pensar ahora en ella.
—He escuchado lo que los hombres cuentan sobre la caravana. Por lo visto, una de las muchachas no se encuentra bien.
—Sí, yo también lo he oído. Hay una en el segundo carro que se encuentra constantemente mal. Te lo digo yo: seguro que está embarazada.
—¿Cómo? —Marie reflexionó. La travesía había durado unos seis meses—. Le habrá sentado mal la carne seca. O…
Que pudiese, tal vez, tener el cólera o la disentería, era algo en lo que Marie no quiso ni pensar. En el barco se habían dado algunos casos sospechosos, pero que luego resultaron infundados. De lo contrario, se hallarían todavía en cuarentena en el puerto de Boston.
—Te lo digo yo, en Boston estuvo coqueteando con uno de los hombres.
—Pero; ¿qué dices? ¡No olvides que está prometida!
—¿Y qué? Aún no sabe cómo va a ser el hombre que será el suyo. Tal vez sea un viejo enfermo. ¡Así al menos se habrá divertido antes un poco!
Como si fuese aconsejable que una mujer buscase su placer. De repente, a Marie le pareció estar oyendo de nuevo la severa voz de su padre, pero la alejó rápidamente de su pensamiento.
—No creo que haya sido tan imprudente…
—¡Chis! —susurró Ela, pues se había dado cuenta de que los hombres habían dejado de hablar.
Pero ya era tarde. Con largas zancadas, el jefe de la caravana se acercó a ellas mientras doblaba un mapa.
—¿Hay algún problema, señoras? —preguntó amablemente.
A Marie no se le pasó por alto que sus ojos se posaron mucho más tiempo en ella que en Ela.
«No seas tonta», se dijo, pero no pudo evitar sonrojarse como un niño cogido en una falta.
—Le oí hablar y quise escuchar lo que decía confesó, pues de las dos era ella quien mejor hablaba el inglés. Durante la travesía había enseñado a Ela algunas palabras y frases para entenderse con los habitantes del país. Ella misma, en cambio, consideraba sus conocimientos más que insuficientes y aprovechaba cualquier oportunidad para escuchar, pues, si había que dar crédito a los marineros del vapor, este era el mejor método para ampliar su vocabulario.
—Usted quiere saber cómo va el viaje. —El jefe de la caravana sonreía, comprensivo—. Puedo asegurarle que no hay motivo de preocupación.
—Ni yo entendí que lo hubiera, pero seguramente usted entenderá mi curiosidad. Al fin y al cabo, pasamos gran parte del tiempo con nuestras compañeras, y la mayoría de ellas aún no habla inglés.
—Ya lo aprenderán. Aún nos quedan por recorrer unas cuantas millas. Piensen con ilusión en la visita a la ciudad. Para alguien de una gran metrópoli, tal vez Dryden le parezca una ciudad de provincias, pero para los que vienen de viaje, es un paraíso.
Marie esbozó una amplia sonrisa.
—Pues menos mal que yo vengo de viaje y que no procedo de una gran ciudad. Estoy segura de que me gustará. Y, en caso contrario, tampoco permaneceremos allí mucho tiempo.
Johnston soltó una carcajada.
—Usted ve las cosas como hay que verlas, señorita. Estoy seguro de que allí encontrará algo que le guste. La presentaré a la propietaria del comercio. Es una señora muy sensata, igual que usted.
Antes de que Marie pudiese replicarle, uno de sus hombres ya estaba llamando a Johnston.
—Perdonen, señoras. —Johnston tocó el ala de su sombrero y se dio la vuelta. Cuando se marchó, con largas zancadas, para dirigirse a sus hombres, Ela le dio un empujoncito en el costado.
—¿Qué pasa? —susurró Marie al ver la amplia sonrisa de su amiga.
—Le gustas.
—Son figuraciones tuyas. —Le dio rabia a Marie notar el calor en sus mejillas. El que se sonrojara no era más que una muestra de que, en el fondo, se alegraba por la afirmación de Ela—. Será mejor que volvamos con las demás. Si no, acabarán diciendo que intentamos ligar con los hombres.
Ela se encogió de hombros.
—¡Y qué más da! Las otras se pasan todo el día chismorreando. ¿Qué importa, pues, que nosotras seamos o no el tema de sus chismorreos? Lo más probable es que no volvamos a vernos nunca más. Pero, por mí, si quieres, vamos con las otras. Esta noche encenderán una hoguera y será la primera vez que no dormiremos estando de viaje. Así que hoy también tú vas a dormir como Dios manda.
—Eso espero.
—¡Claro que sí! —replicó Ela y la cogió del brazo. Durante unos instantes caminaron en silencio, una al lado de la otra.
De repente, su acompañante preguntó a Marie:
—¿Qué nos ocurriría si ante el altar cambiásemos de opinión?
—¿Cómo dices?
—Me has entendido perfectamente. Y seguro que tú también ya habrás pensado en esta posibilidad.
Marie negó con la cabeza. Hasta ahora había considerado el compromiso adquirido como una especie de relación comercial que no se debía romper. Era algo que tenía poco que ver con los sentimientos. Desde el principio había descartado la idea romántica de que aquel extraño, que pagaba su viaje, llegase a ser su gran amor.
—¡No lo dirás en serio! —susurró Ela, indignada—. No me digas que no has pensado jamás en cómo será el hombre con el que te cases algún día. Y no me refiero a tu prometido del anuncio.
—No, realmente no lo he hecho nunca —replicó Marie—. Hasta ahora solo he vivido para mi trabajo. No está bien visto que una maestra se case. En la mayoría de los casos significa que tiene que dejar su trabajo.
—Entonces, en realidad ¿no querías casarte? ¿Por qué, pues, has contestado al anuncio?
—Quería casarme —contestó Marie, que no le había hablado a Ela de su hermano ni de lo que había sucedido en su casa paterna—. Y quería empezar una nueva vida.
—¿Y tu trabajo? ¿No quieres volver a dar clases?
—¡Claro que sí! Si mi marido me lo permite.
—¿Y realmente crees que te lo va a permitir? Tendrás que ocuparte de su hogar y criar a sus hijos. Y no podrás hacerlo si te ocupas de los hijos de otros.
De repente, Marie sintió como una piedra en el estómago. «Padre tampoco era partidario de que yo trabajara», pensó.
Pero este reverendo era más joven. Y no era su padre.