MARIE se sobresaltó cuando el carro entoldado se detuvo. Para su sorpresa vio que ya no se hallaban en el bosque sino en una vasta llanura que, solo en los bordes, aparecía ribeteada por una franja boscosa de color verde oscuro. Una mañana radiante había ahuyentado la noche.
«¡Mi diario!». Asustada tanteó a su alrededor y respiró con alivio cuando sus dedos palparon la libreta. Debió de haberse quedado dormida poco después de terminar sus anotaciones. El lápiz había rodado un trozo por el carro hasta que el equipaje de Ela frenó su trayectoria.
Marie lo metió en su bolsa y guardó la libreta bajo su desgastado corsé que, durante las semanas pasadas, le había quedado algo más holgado. Aunque el cuadernillo oprimía con dureza sus costillas, de ninguna manera se le pasó por la cabeza dejarlo abandonado en el carro. De sobra conocía la curiosidad femenina. Pese a que Ela le caía bien, la veía muy capaz de mostrar interés por cosas que no le importaban.
Tras ajustarse el corsé, descendió del carro y se dirigió hacia la alberca que tenía casi el tamaño de un lago. Era pintoresco contemplar cómo el cielo matutino, ligeramente nublado y de color rosa, se reflejaba en las oscuras olas, cuando las primeras mujeres, con las faldas recogidas, se introdujeron en el agua con gran alborozo.
Marie se desperezó aspirando profundamente el aire matinal. Aparte del olor cenagoso del agua, percibió también un rastro de resina de abeto, de hierba y de flores. Un batir de alas atrajo su mirada y la dirigió al pequeño prado situado junto a la alberca. Las palomas, que habían alzado el vuelo desde allí, dieron unas breves vueltas sobre el lago y, después, desaparecieron en el bosque. Las flores que en la proximidad del agua se extendían por la mayor parte del suelo, se parecían a las albas lupinas que en su país abundaban a orillas de cualquier camino. De un color rojo resplandeciente, se mecían como pequeñas llamas agitadas por la brisa matutina.
Vacilante, Marie se recogió la falda y se introdujo también en el agua. Cuando sus piernas se hubieron acostumbrado al frío, notó la presencia de unos hombres tras el carro. Eran acompañantes de la caravana que se encargaban de su seguridad. El reverendo Willoghby, el clérigo que acompañaba la caravana, a duras penas logró evitar que el grupo variopinto dirigiera sus curiosas miradas a las mujeres.
—¡Señores! —tronó, mientras caminaba arriba y abajo delante de ellos, como un general—. ¡Si les atormentan pensamientos impuros, deberían pensar en la palabra del Señor!
—Perdóneselo, reverendo —intentó apaciguar Angus Johnston, que se unió ahora al grupo. El jefe de la caravana, un fornido escocés de anchos hombros, gozaba de gran estima entre su equipo y era admirado por casi todas las mujeres. Su palabra iba a misa; sin embargo, no era ningún monstruo, y respetaba las necesidades de su gente.
—Hace mucho tiempo que los hombres no han visto a tantas mujeres juntas. Es casi un milagro que se mantengan tan valientemente en pie y que su asombro no les haga desmayarse.
Como confirmando las palabras de Angus, algunos de los hombres alargaban ya el cuello. Sus miradas se posaron también en Marie que, sin embargo, no tenía ninguna intención de seguir desnudándose. Se lavó rápidamente la cara, las manos y los pies e intentó acallar el cotorreo de las mujeres que se encontraban junto a ella.
A sus compañeras no parecía importarles que los hombres echaran un vistazo a sus piernas desnudas y su ropa interior. Sin pizca de vergüenza, se salpicaban con el agua, de modo que a Marie no le quedó más remedio que alejarse un poco de ellas.
—He oído decir que aquí los hombres andan medio muertos de hambre, pero que, en cambio, son tremendamente tímidos —le llegó del otro lado la voz de la robusta Elisabeth Meyerfeld, a la que todos llamaban simplemente Betty, y cuyo corpiño apenas lograba sujetar el considerable volumen de sus pechos—. Qué bien que haya ya hombres esperándonos. Pero si hemos de esperar a que estos tipos nos digan algo, seremos ya viejas.
—Sí, pero ¿quién sabe lo que nos habrán endilgado? —objetó Lisa para quien el matrimonio con un granjero canadiense sería el segundo—. Al final resultará que son unos viejos incapaces de calentar la cama matrimonial.
Marie resopló escandalizada e intentó mitigar un poco su bochorno echándose agua a la cara. Nuevamente se sintió desplazada entre aquellas mujeres que no tenían pelos en la lengua. Pronto se había dado cuenta de que, de ellas, solo una minoría sabía leer y escribir. La mayoría procedía de un ambiente modesto y de este viaje esperaban que les proporcionase un futuro mejor.
«Y ¿qué espero yo de mi vida futura? —se preguntó a sí misma mientras se secaba la cara con el ribete de sus enaguas—. ¿Solo un hombre que cuide de mí? ¿O espero algo más?».
Con motivo de los preparativos de su salida del país había oído decir que aquí las mujeres podrían también ejercer una profesión. Sintió una gran alegría cuando se enteró de que para ella habían elegido a un hombre culto, a uno a quien los libros le decían algo y que seguramente sería lo suficientemente refinado como para no lanzarse sobre ella como un lobo hambriento. Y que, tal vez, le permitiría que ejerciera su antigua profesión.
Alguien le dio una palmada en el hombro. Asustada, Marie se volvió. En el rostro de Ela Wagner, con quien había entablado amistad durante la travesía, percibió una sonrisa maliciosa.
—¿Te he asustado?
—Un poco —admitió Marie, mientras se arreglaba las faldas.
—¿Cómo pasaste la noche? —preguntó Ela que, ahora, con las faldas arremangadas, se introdujo a su vez en el agua—. Te oí trasteando en el carro.
—Me quedé dormida hacia medianoche y luego ya no pude dormir más.
Marie no dijo que había aprovechado el tiempo para escribir en su diario.
Con gestos hábiles se soltó la trenza y pasó sus dedos por el cabello antes de volver a trenzarlo.
—Pues para no haber dormido apenas, tienes muy buen aspecto —replicó Ela con admiración. Después su mirada se desvió hacia el carro, donde los hombres seguían de pie, pero teniendo que escuchar ahora un sermón del reverendo Willoghby—. Dicen que algunos de los hombres hablan de ti.
Marie enarcó las cejas. Incluso sin querer, dirigió la mirada a los mozos a quienes el clérigo estaba sermoneando nuevamente.
—¿De mí? ¿Quién dice algo de mí?
—Sí, de ti —confirmó Ela, mientras soltaba sus oscuros bucles echándoselos sobre los hombros.
Con estos gestos es más probable que sea ella quien se convierta en tema de conversación de los hombres de la caravana, pensó Marie mientras la observaba. El propietario de unos almacenes, con quien estaba prometida, podía sentirse feliz de que una mujer como ella se convirtiera en su esposa.
—Lo ha contado Elisabeth.
—¡Seguro que lo habrá entendido mal! —intentó negar Marie, cohibida—. Sabes muy bien que su inglés no es muy bueno.
—Pero creo que para eso es más que suficiente.
Ela soltó una risita maliciosa al ver que Marie se ruborizaba.
Entre los hombres había algunos que podrían haberle gustado, pero el hecho de estar prometida le había impedido entregarse a fantasías románticas.
—No, hablaban de la «rubita alemana». Y como puedes ver, tú eres la única rubia aquí.
—¡No es cierto! —protestó Marie—. Katty y Elvira también son rubias.
—Katty es pelirroja, aquí dicen ginger. Al menos, si no me han engañado.
—Ginger significa pelirrojo, es cierto replicó Marie.
—Y el rubio oscuro de Elvira yo diría que es casi moreno. Cuando los chicos hablan de una rubia, seguro que se refieren a ti.
Con una sonrisa, Ela extendió la mano en dirección a la trenza de Marie, que caía un poco en desorden por sus hombros.
Desconcertada, Marie se volvió.
—Como muy bien sabes, estoy prometida.
—¡Con un clérigo! —replicó Ela bromeando—. Tal vez se parezca al reverendo Willoghby. En este caso no habrá fuego en la noche de bodas.
—¡Es joven todavía! —protestó Marie, que había estudiado detenidamente el currículum de su prometido—. ¡Y en mi tierra todos los curas tienen muchos hijos! Supongo que en la tuya, en Hamburgo, no será distinto, ¿verdad?
—No, no es distinto —respondió Ela—. En mi tierra los curas no se quedan cortos; algunos tienen diez hijos o más.
—¿Lo ves?
—Pero, aun así, no sé nada de sus habilidades amatorias. Seguramente cerrarán todas las cortinas y apagarán la luz antes de acercarse a una.
Marie notó cómo la sangre le subía a las mejillas. No era la primera vez que oía hablar de lo que un hombre y una mujer hacen en la noche de bodas y después, y a veces antes. Muchas de las chicas parecían en esto muy enteradas, por no hablar de las mujeres que habían estado ya antes casadas. Seguro que en su casa no habría podido hablar tan abiertamente de estas cosas como en el barco y ahora en la caravana.
—En definitiva, ¿qué más da el cómo? ¿No?
—¡Y tanto que importa! —Los ojos de Ela centelleaban, divertidos. La timidez de Marie le hacía muchísima gracia—. ¡Una ha de pasarlo bien! Al menos, eso es lo que opina Lisa. Pero si tu reverendo es aún joven, irá a tu cama todas las noches hasta que tengas el vientre abultado. Y, apenas el niño haya salido, ya volverá contigo.
Marie no sabía qué pensar de lo que le contaban. Alegría no le causaban semejantes perspectivas. El que las mujeres tuviesen hijos, era la cosa más natural del mundo. Aun así, se sentía desazonada.
«Quizá desaparezcan todas mis inquietudes cuando haya conocido a mi marido, y tal vez haya aprendido a amarle», pensó para sí.
—Mejor sería que tú te preocuparas de tu propietario de almacén —dijo en voz alta—. Esperemos que no tenga tanto trabajo que no le apetezca ir a tu cama.
Ela esbozó una sonrisa socarrona e hizo un gesto negativo con la mano.
—¡Y aunque así fuera! En el peor de los casos es un viejo. Y en el mejor tendrá en su tienda un empleado simpático y joven que pueda ocupar su lugar.
—¡Ela! —exclamó Marie indignada. Pero esta le pellizcó la mejilla, riendo, de modo que no pudo evitar reír ella también.
Una vez que las mujeres acabaron de lavarse, volvieron a dirigirse al carro. Sobre un fuego estaban preparando el desayuno. Antes de que también ella desapareciera en el carro para ir a buscar los cubiertos, Marie dejó vagar la mirada por el lugar de acampada. Le hubiese encantado poder dar un pequeño paseo por la exuberante vegetación para contemplar de cerca las plantas. Pero en la caravana no se permitían caprichos particulares.
«Ya tendré más adelante ocasión de verlo todo», se consolaba mientras sacaba de su bolsa la escudilla de hojalata y una cuchara.