Canadá 1882
DESDE el borde de carga del carro entoldado, Marie Blumfeld miraba ensimismada al cielo donde el círculo perfecto de la luna llena flotaba sobre los oscuros abetos. Unas aves nocturnas pasaban lentas, como deslizándose, mientras un misterioso crujido acompañaba el batir uniforme de los cascos de los caballos. Es casi como antes, cuando Peter y yo nos sentábamos en la pérgola cubierta de lilas y nos contábamos cuentos, pensaba Marie con tristeza, mientras se ciñó más estrechamente la manta en torno de sus hombros.
Pese a que ya tenía veinticuatro años, las antiguas historias seguían todavía vivas en ella. En el barco de vapor Marie se las había contado frecuentemente a los niños cuando se sentían atemorizados por el oleaje y el temporal. También ahora que la caravana de emigrantes se adentraba cada vez más en el interior canadiense, sus pensamientos regresaban a menudo a los héroes de su infancia. Solo así conseguía paliar la añoranza que ardía en su alma. Pese a que en su tierra natal del norte de Alemania no había nada por lo que hubiese valido la pena quedarse, Marie echaba de menos los amplios paisajes, las colinas suavemente redondeadas y los bosques que había atravesado a pie, siempre que le había sobrado tiempo para hacerlo…
Marie apartó decididamente este pensamiento y se volvió hacia sus compañeras de viaje. Las cuatro mujeres con que compartía este carro entoldado no podrían haber sido más diferentes. La temperamental Ela y la campechana Marthe habían venido también en el barco de emigrantes; la aún algo infantil Klara se les había unido en Boston. Mientras todas las demás roncaban placenteramente como si estuvieran tendidas entre acogedores edredones y no sobre rasposas mantas del ejército, Marie, como tantas veces, no encontraba la calma. El balanceo del carro la arrancaba una y otra vez de su duermevela, de modo que solo se acostaba cuando se sentía verdaderamente cansada.
Habían transcurrido ya tres semanas, unas semanas que habían convertido a unas mujeres decentemente vestidas en una banda de vagabundas en ropas provisionalmente remendadas y con el cabello desgreñado. Pese a que hacían regularmente paradas para lavarse, frecuentemente el tiempo no bastaba para que pudieran arreglarse debidamente.
Marie echó mano a su larga trenza rubia cuyas puntas rotas sobresalían como la paja en un fardo. «Tendré que cortármela cuando esté en Selkirk», pensó con algo de tristeza. Al mismo tiempo la ilusionaba el final del viaje, pues cuando llegase a la meta allí la esperaba una nueva vida.
Cuidadosamente acercó su bolsa de tela, en la que había metido todas sus escasas pertenencias. No les habían permitido mucho equipaje. Algunas de las mujeres traían consigo además utensilios de cocina que producían un tintineo metálico durante el viaje. Como necesitaban las ollas y sartenes, el jefe de la caravana no puso objeciones, aunque se prescindía de cualquier carga innecesaria para poder avanzar lo más rápidamente posible.
Marie solo había llevado vestidos, enaguas y un abrigo, pues le habían dicho que los inviernos canadienses podían resultar muy duros. Además había en su bolsa algunos artículos de tocador y recado de escribir. No poseía joyas ni otros objetos de valor, pues en la guerra de 1870 su padre había donado las joyas de su madre para fines benéficos y no pensaba que ella tuviese que poseer joyas de ninguna clase.
Certeramente, su mano encontró entre sus papeles de inmigración la hoja que, de tanto sacarla y contemplarla, ya estaba completamente arrugada y desgastada. Con ella en la mano se sentó en el borde de carga del carro.
«Se buscan esposas para hombres de holgada situación económica en Canadá» anunciaban las gruesas letras del título. El texto que figuraba a continuación ofrecía a solteras o a viudas la posibilidad de empezar en el lejano Canadá una nueva vida al lado de un buscador de oro, un peletero o de un granjero.
Cuando vio por primera vez el cartel en la puerta de la alcaldía, se le ocurrió al principio la pregunta irónica de por qué unos hombres canadienses debían casarse precisamente con mujeres alemanas. ¿Acaso en aquel gran país no había mujeres que los quisieran? Pero cuando su vida cambió de la noche a la mañana, el anuncio ya no se le antojó tan ridículo. Al contrario, se había convertido para Marie en una cuerda de salvamento, la última de la que esperaba que la pudiese arrancar de las tinieblas del sufrimiento.
Ahora, sin embargo, se preguntaba si lo que hacía era lo correcto. «¿Qué dirías tú, Peter?», pensó, y como respuesta sintió una dolorosa tirantez en su pecho. Ni siquiera un año después de la gran desgracia era capaz de pensar en él sin dolor en el cuerpo y en el alma.
Cuando volvió a guardar el recorte del periódico, sus dedos rozaron el cuadernillo que había comprado en Boston. Una mujer en el barco de emigrantes le había aconsejado que anotara sus vivencias en un diario. Contagiada por el entusiasmo de sus compañeros de viaje, había ido a una pequeña tienda junto al puerto y había adquirido, con su primer dinero cambiado en moneda del país, un pequeño diario envuelto en papel jaspeado, aunque solo fuera para dejar constancia de observaciones sobre la naturaleza o para dibujar plantas en él. «Para el caso de que pueda volver a dar clases como maestra», se le pasó por la cabeza, cuando guardó el cuadernillo en su bolsa.
Pero ahora se le ocurrió otra idea. Hasta la fecha no había sido aficionada a escribir un diario. Los diarios eran para muchachas muy sensibles, desbordadas por las emociones. Como le había sucedido con muchas otras cosas, también en este sentido Marie había cambiado de opinión.
«Debería librarme de las sombras del pasado», pensó. Si las conjuro sobre el papel, tal vez ya no puedan hacerme daño. Con cuidado abrió el cuaderno y pasó el dedo sobre las páginas vacías de color crema.
Al hacerlo, Marie casi creía oír nuevamente la voz de su hermano. Ánimo, Mariechen, no te va a pasar nada. Cuando se dio cuenta de que solo era el viento nocturno el que susurraba a través de los árboles del bosque, sacó un lápiz de su bolsa y empezó a escribir.
Peter decía siempre que en el momento en que me vio por primera vez, se enamoró perdidamente de mí. En realidad, él, que tenía entonces tres años, había deseado tener un hermano con quien poder jugar. En consecuencia se sintió decepcionado cuando nuestro padre le comunicó que la madre le había dado una hermana. A punto estuvo Peter de negarse a mirarme, tumbada allí en mi cuna. Pero se vio incapaz de rehuir la suave llamada de mi madre. Asomó su rostro sobre aquel fardo rojo, envuelto en pañales y telas, y a partir de aquel momento supo que, finalmente, no llevaría a cabo su plan secreto. Pues, oscuramente, se le había ocurrido la idea de intercambiarme por el hijo recién nacido de la vecina.
Nos criamos en el corazón de Mecklemburgo, en una región campesina, marcada por la agricultura, los pastos y las fincas agrícolas. Tan pronto supe caminar por mí misma, él me llevaba consigo al jardín o a los prados. Debíamos de formar una extraña parejita: un chiquillo desgarbado, con la cabeza demasiado grande, al lado de una niña algo regordeta con los brazos y las piernas demasiado cortos.
Pese a que seguramente de niña yo no era ninguna belleza, solo raramente constituía el blanco de las bromas de los demás niños, pues mi hermano ponía todo su empeño en defenderme fervorosamente, incluso cuando era yo quien había iniciado la pelea, como sería a menudo el caso más adelante.
Como hijos de Martín Blumfeld, el párroco del pueblo, llevábamos una vida privilegiada en la que teníamos acceso al arte y a la literatura. Decir que nuestro padre era cariñoso sería una exageración, pero se cuidaba de nosotros y nos abría horizontes que permanecían cerrados para los hijos de los trabajadores agrícolas y de los campesinos.
Cuando nuestra madre estaba embarazada de su tercer hijo, un embarazo que le causaba grandes problemas físicos, toleraba incluso nuestra presencia en su biblioteca. Todavía recuerdo perfectamente las altas estanterías repletas de infolios encuadernados en piel y tomos de distintos colores. Muchos de estos escritos trataban de la Biblia y de su interpretación, otros estaban dedicados a las ciencias naturales. Mi padre nunca apreció la prosa narrativa.
En aquella época, sin embargo, cuando permanecía sentada sobre los dibujos de la alfombra, el contenido de los libros me era aún indiferente. Después de haberlos contemplado con admiración, me volvía hacia mi hermano que traía siempre una peonza a la biblioteca. Cuando se hartaba de mis exclamaciones de alegría y mi batir de palmas, mi padre nos entregaba al cuidado de su ama de llaves. Luise, una mujer fuerte que se había marchitado demasiado joven, nos contaba gran variedad de cuentos y a veces lograba convencernos de que los seres nombrados existían realmente, lo que nos inducía a salir de noche a escondidas de la casa para comprobar si era cierto que en nuestro jardín moraban duendes que danzaban con las hadas sobre los charcos.
Una noche estábamos acurrucados bajo un saúco cerca de la casa. En mi afán por ver a un hada, yo no me había puesto la chaqueta, y Peter se encontraba en tal estado de excitación que solo se había puesto sus pantalones sobre el camisón. Tiritando de frío, me arrimaba a él mientras permanecimos hora tras hora en nuestro escondite. El frío de la noche primaveral me traspasó completamente y no tardé en tener la sensación de estarme convirtiendo en un carámbano. Pero la esperanza de que, pese a todo, al fin iba a aparecer el hada, me hizo aguantar. Además no quise dar una imagen de debilidad ante mi hermano, a quien, de todas formas, sus compañeros de juegos tomaban el pelo porque llevaba siempre a su hermana pegada a sus calzones.
Cuanto más se aproximaba la madrugada, más decepcionados nos sentíamos, pues el hada no se había presentado y tampoco habían aparecido duendes o enanos. Cuando por la mañana nos metimos en nuestras camas, me sentía enferma. Y lo cierto es que ya al día siguiente se confirmó que había atrapado un terrible resfriado. Bajo el efecto de la fiebre soñaba realmente con elfos danzantes, y solo mucho más tarde supe que durante aquellas noches había estado muy próxima a la muerte. Peter se sentía tan compungido por mi enfermedad que no solo se negaba a apartarse de mi lecho de enferma, sino que, cuando estaba ya curada, me regaló su más hermoso soldado de plomo, uno de chaqueta azuldorada y con casco azul. Aunque más tarde cayó en el olvido, yo conservé para siempre en mi corazón el cariñoso gesto que revelaba este regalo.