Respondieron ocho personas al anuncio de Psy. Todas ellas tomaban sus medicamentos con absoluta seguridad. Aunque los resultados que salieron después de que se hubieran sometido a los análisis médicos no fueron unívocos, para MEDCARE eran nefastos sin más. En cinco casos el nivel de antidepresivos en sangre se ajustaba a lo que cabría esperarse con los medicamentos ingeridos. En dos personas era considerablemente más bajo y en una no pudo encontrarse ni rastro en sangre de la sustancia activa. Las ocho personas tenían considerables cantidades de hidroxiapatita de calcio en la sangre como consecuencia del relleno que se habían implantado y que iba des componiéndose poco a poco.
Aunque el resultado había sacado a la luz algo con lo que nadie contaba ni por asomo, me pareció que Oosting había metido la pata hasta el fondo. Había sacado una conclusión precipitada, casi con el piloto automático y como consecuencia de estar tan pagado de sí mismo y de su capacidad de evaluación del comportamiento de los consumidores de antidepresivos. El hombre que había proclamado que todos los pacientes eran imprevisibles e incluso poco fiables, que no actuaban racionalmente y no sé cuántas cosas más.
Ninguna de las víctimas había dejado al final de tomar sus medicamentos y podían decirlo con la mano en el corazón. La hipótesis que vi confirmada, apenas algo más que una empresa arriesgada, era que en algunos casos la hidroxiapatita de calcio del relleno parecía desintegrar la paroxetina y la venlafaxina. Aunque la relación aún no había sido demostrada y habría que hacer muchos más análisis, existía la posibilidad de que así fuera, y la experiencia de tres de estas personas así lo indicaba, lo que suponía razón más que suficiente para dejar de emplear el Radison de inmediato.
Para MEDCARE, el fabricante y productor, suponía un desastre en toda regla. Esto era lo que sabía Vandersloot y con lo que coaccionaba a Stephen Spitzer.
Kalman Teller y yo estuvimos casi todo un día dándole vueltas para decidir qué información queríamos que se recogiera en el artículo que iba a escribir el redactor de Psy. Él, de nuevo repartiendo su atención entre lo que teníamos que discutir y las cifras que rodaban en sus pantallas; unas cuantas veces llegó a interrumpir incluso la conversación para mirarlas. Durante una de esas interrupciones, me levanté y fui a la ventana. La vista era fantástica y con un tiempo tan claro podía divisar lo que pasaba a kilómetros de distancia.
Cuando indicó que podíamos seguir, le pregunté:
—¿Alguna vez va a la ventana para disfrutar de las vistas?
—No.
—Pero si ha pagado por ellas.
Como intento de hacer un chiste para no hablar solo de petróleo y del caso para el que me había contratado, no lo supo apreciar.
—He pagado por otra cosa.
Tuve en la punta de la lengua el decirle: «Para estar así más cerca de Dios», pero su serio rostro me contuvo.
—Y no porque quiera estar más cerca del cielo. Después de todo, eso no significa nada, señor Havix. Eso podría asegurárselo cualquier judío que haya estado en un campo de exterminio.
¿Podía leerme el pensamiento o este era tan evidente?
Para alguien que revelaba tan poco de sí, en cualquier caso, era una extraña revelación. Y siguió otra más:
—Así no tengo que pensar que estoy rodeado por otras personas. ¿Continuamos?
Durante nuestras deliberaciones, Kalman Teller consultó varias veces con un abogado para asegurarse lo máximo posible de que nuestras afirmaciones no serían desmontadas de inmediato por los juristas de MEDCARE. Yo no solo quería que los efectos secundarios del Radison salieran a la luz tal como los habíamos constatado, sino también indicar que había razones para suponer que ya lo sabían. El caso de Vandersloot era lo más evidente. ¿Por qué, si no, había ido a visitar a familiares de personas a las que nunca había visto y con las que nunca había tratado? Eran personas que lo único que tenían en común era que alguien les había inyectado Radison mientras estaban tomando antidepresivos.
Para seguir teniendo a Vandersloot a tiro, quise que en el artículo se mencionara su pasado, la causa judicial de Mira y Frederik Roes, pero también el hecho de que había cometido fraude con los datos de una investigación cuando estaba trabajando para el hospital. Nos detuvimos mucho tiempo en este punto, pues suponía un intento de asestarle un único golpe directo que le dañara de tal manera que en el futuro nadie quisiera someterse a sus tratamientos ni ningún empresario deseara ver su nombre asociado con el de él.
Kalman Teller comprendía las razones subyacentes tan bien como yo:
—El caso de Mira no tiene ninguna posibilidad de salir adelante. Vandersloot no será procesado por ello.
—En efecto, diez años seguidos de pleitos no han aportado nada. En los tribunales no se hará justicia. Tiene que ser de esta manera. En eso estamos usted y yo de acuerdo, ¿no?
—Sí, pero ¿cuál será la reacción de Mira? Eso es lo que me preocupa. Usted y yo optamos aquí por algo que se asemeja muchísimo a la venganza. Pero la venganza y la justicia son dos cosas distintas.
Me había echado para atrás en una de sus confortables sillas de oficina, pero ahora me ponía en pie.
—Dentro de poco tengo que presentarme al tribunal porque me acusan de algo que no he hecho. Tres abogados afirman que así es y ya cuento con que voy a ser condenado. Por lo visto, tampoco para mí los juzgados son el mejor lugar. ¿Estamos escribiendo en este artículo algo que no sea verdad?
Kalman Teller no entró en detalles, pero dijo:
—MEDCARE querrá distanciarse de él y eso significa casi seguro un despido. Probablemente le darán dinero, una especie de suma de rescate. Vandersloot no tendrá más remedio que aceptarla. Difícilmente podrá afirmar que Spitzer lo sabía, porque así él reconocería también su culpa. Volverá a urdir una serie de mentiras y se inventará una razón por la que se pasó a visitar a esas personas.
—Él y Spitzer comparten el secreto de un asesinato —dije—. Eso los condena a estar unidos para siempre.
Aunque podíamos redactar una historia realista sobre Vandersloot, el sugerir que Stephen Spitzer estaba implicado también resultaba bastante más difícil. En ese caso deberíamos hacer uso de la conversación grabada entre él y Vandersloot. Después de habérnoslo pensado mucho, decidimos dejarlo fuera del artículo, para en su lugar pasarle la grabación de manera anónima a la policía judicial. Tarde o temprano llegarían hasta nosotros, pero mientras no dijéramos nada, no podrían demostrar que éramos nosotros quienes estábamos detrás de esa cinta. Ojalá que la conversación entre Spitzer y Vandersloot fuera razón suficiente para que la investigación del asesinato de Sunardi tomara un nuevo impulso.
—¿Acepta usted ser condenado por algo que no hizo? —preguntó Kalman Teller cuando nos despedimos.
—Sí, no pienso arruinarme la vida por algo que no puedo ganar.
Yo no era ninguna Mira ni ningún Frederik Roes, eso parecía seguro, y sin embargo no era del todo cierto. También había un mundo fuera de los tribunales y eso era algo que Louise Verhees había experimentado ya.
Kalman Teller se quedó mirándome de nuevo con esos ojos en los que me sentí incapaz de leer nada y dijo:
—Me resulta difícil creerlo, pero no es asunto mío.
En ocasiones anteriores él se había quedado sentado y yo salía por mi cuenta. A veces tenía la sensación de que ya me había olvidado antes de haber cerrado la puerta a mis espaldas. Esta vez me acompañó, quizá fuera una señal de que había subido un escalón en su estima. Pero ahora, mientras agarraba el bastón con una de sus manos lisiadas, tampoco me tendió la otra para despedirse.
—¿Querrá decirle a Mira Roes cuánto lamento no poder hacer nada más por ella? —le pregunté.
Kalman Teller asintió con la cabeza y cerró la puerta tras de mí.