El 10 de abril recibí la citación. Había tardado más de los tres meses que me había dicho el agente de policía, y, mientras la leía, se me aclaró pronto el porqué. No se trataba solo de una querella por amenazas, sino que se habían estado buscando pruebas para fundamentar la gravedad de esa amenaza y demostrar que no se trataba de ningún incidente aislado.
Se me imputaban tres cosas. La primera guardaba relación con un colega de Jaap Tielemans: Anton de Vilder. Durante una pelea en el dormitorio donde había encontrado a una pareja que se había suicidado, le había empujado, apartándole de mí. Él se cayó contra un espejo y sufrió diversas heridas al cortarse con los cristales. De Vilder sentía una aversión hacia mí rayana en el odio y, a pesar de los intentos por parte de Jaap para apaciguar el asunto, presentó una denuncia. El segundo caso se refería a otra pelea en el barrio rojo de Ámsterdam con un macarra checo, Otik Perun, al que por lo demás ya habían liquidado. La disputa surgió en mitad de un asunto en el que me encontraba trabajando: debía localizar a una chica desaparecida que había ido a parar al mundo de la prostitución. Ninguno de los dos lo denunciamos porque queríamos mantener a la policía alejada, pero sí que nos detuvieron, nos llevaron a comisaría y tuvimos que declarar. El tercer caso se remontaba mucho más lejos en el tiempo. Hace casi siete años les había dado una paliza a dos de esos estudiantes de hermandad borrachos. A pesar de que fueron ellos quienes empezaron, presentaron una denuncia contra mí. Otik Perun estaba muerto, pero la policía había ido a buscar a Anton de Vilder e incluso había logrado localizar a los dos estudiantes. Ninguno de los tres guardaba buenos recuerdos de mí; me describieron como irascible, pasional, desequilibrado y violento.
Esa era su versión de la historia en un decidido intento de criminalizarme. Mi versión de lo que había ocurrido era muy distinta. Anton de Vilder me había insultado cuando estaba junto a la cama en la que yacían dos personas muertas, de las cuales la más joven, una muchacha, probablemente había sido inducida al suicidio por el hombre adulto que yacía a su lado. Me quedé conmocionado cuando me topé con ese escenario, y no solo porque hubiera estado hablando el día anterior con ella. La pelea con Otik Perun no había podido evitarla y tuve suerte de que hubiera por allí gente que nos separara, porque tenía pocas posibilidades contra la enorme brutalidad de ese macarra.
El tercer caso me trajo los recuerdos más dolorosos. Mi mujer Eileen había fallecido de manera totalmente inesperada y, tras su muerte, perdí el norte durante un buen tiempo. Algunas noches me sentaba a la barra del bar donde solía ir, abismado en mis pensamientos y bebiendo más de lo que en realidad podía soportar. Los clientes habituales me dejaban en paz, pero una noche entraron una decena de estudiantes borrachos. No era el tipo de lugar al que acudían normalmente y no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a hacer comentarios sobre los perdedores, parados y gandules que había por aquí. Primero la tomaron con una chica y su novio. Le preguntaron de manera sexista si quería irse con ellos en lugar de seguir sentada al lado de ese «pringao», pero pronto desplazaron su atención hacia mí. Yo estaba sentado a la barra y llevaba una camiseta blanca que tenía en la parte de atrás la sencilla imagen en negro de un toro, el tauro de mi signo del zodiaco. Me la había regalado Eileen. Normalmente, llevo camisetas blancas sin ningún dibujo, pero por ella había hecho una excepción. Le gustaba la astrología y le parecía que mucho de lo que se escribía sobre mi signo zodiacal coincidía con mi forma de ser. El grupo vino donde yo estaba y me rodeó, pero me encontraba tan bebido y en otra parte con mis pensamientos que solo fui dándome cuenta despacio de que había conseguido atraer todo su interés. El toro de mi espalda, por lo visto, había desatado algo en ellos, porque fueron disparándome un comentario sexista tras otro. Me empujaban y fanfarroneaban tanto que fui despertándome poco a poco del letargo y empecé a percatarme de que me encontraba en medio de una situación desagradable. El enfado que sentí subir por mi cuerpo se transformó de golpe en ira cuando gritaron primero: «Oye, toro, ¿vas a ir ahora al prado a darle por culo a una vaca?», para después seguir con: «¡Oye, torito, cuándo fue la última vez que follaste!».
Después de todo, tuve suerte de estar tan borracho y de que mi coordinación fuera tan mala que solamente llegué a alcanzarles en parte. A un chico le golpeé de tal manera que fue a parar al suelo y se dio con el borde de la mesa, quedando tendido allí sin sentido. Al otro chico le rompí la nariz. Antes de perder yo mismo también el equilibrio y dar con los huesos en el suelo, les lancé un golpe a otros dos que solo hizo que se tambalearan sin heridas de consideración.
Mientras miraba los papeles que tenía delante, resurgían de nuevo todos esos recuerdos. Una cosa estaba clara: durante el juicio no podía contar mi versión de los hechos. La humillación a la que me vería sometido, el tener que pronunciar en voz alta, ante extraños, el nombre de mi esposa para explicar lo que en realidad había pasado, por qué había actuado de ese modo. Tan solo ya la idea de hacer un llamamiento a su compasión… Era imposible de veras. Me veía cómo tendría que estar escuchando en silencio una sarta de difamaciones para, a continuación, ser condenado.
La ira que sentí no estaba provocada solo por esa impotencia. A estas personas, el resentimiento y el deseo de castigarme y demostrarme que nunca podría ganarlos en un tribunal les había llevado a despertar en mi interior una pena que había guardado en lo más profundo de mi ser. Una pena que no consentía que nadie removiera, si no era yo mismo quien la removía, se veía ahora mancillada por personas que habían decidido darme una lección.