No tenía ningún inconveniente en vigilar a alguien días enteros, siempre y cuando tuviera la sensación de que tarde o temprano me aportaría algún resultado. Con Vandersloot ya no me pasaba eso, pues mantenía su rutina diaria, de la que no se apartaba, exceptuando aquella única vez de la bronca en la calle, y ahora que Sunardi estaba muerto, ya no tenía que preocuparse por nada. Habíamos llegado a un punto muerto y, por mucho que reflexionara al respecto y por diferentes que fueran las perspectivas desde las que lo considerara, no me surgían nuevas ideas.
Hablé por teléfono con la persona que aparecía anunciada en la página www.meldpuntritrex.nl como el coordinador para reclamaciones de las víctimas que habían sobrevivido y los parientes de pacientes que habían fallecido por la ingesta de Ritrex. Estaba muy bien informado y había oído hablar de Vandersloot y del fraude con los datos de la investigación. Sin embargo, no supo decirme más de lo que yo ya sabía. Lo único que me aportó fue que la inmensa mayoría de la investigación sobre los efectos del uso de los medicamentos estaba financiada por la propia industria farmacéutica y, por tanto, no era independiente. Esa investigación la realizaban las llamadas cro: commercial research organisations. Si los resultados eran positivos, el cliente los utilizaba para seguir promocionando el medicamento. Si los resultados no eran buenos, se ocultaban. La industria farmacéutica, desde luego, no tenía ningún interés en hacer públicos los efectos secundarios o la efectividad decepcionante de un medicamento. Como los informes de estas investigaciones eran propiedad del cliente, en estos casos desaparecían en un cajón para acumular polvo. Tal vez algún día se produjeran cambios, ahora que unos cuantos partidos políticos insistían en la obligación de presentar los resultados de las investigaciones, aunque esto se viera contrarrestado muy activamente por los poderosos grupos de presión de la industria farmacéutica. Incluso la imparcialidad del Consejo Neerlandés para la Evaluación de Medicamentos parecía dudosa, ya que una gran parte de sus ingresos se hallaban supeditados a la solicitud de licencias de las empresas farmacéuticas. En resumen, la verdad era que si esta instancia ponía excesivas dificultades, la empresa emigraba a otro país para solicitar allí la licencia. El desarrollo de medicamentos costaba decenas, a veces incluso centenas de millones, así que había un interés enorme en que se pudiera vender el producto en el futuro. En un mundo de semejantes intereses, el fraude de Vandersloot no era más que un asunto sin importancia.
Estuve dándole vueltas durante dos días y dos noches, porque no me dejaba dormir, así que volví a repasar otra vez todo el dosier y llamé a Jaap para preguntarle si sus colegas habían logrado averiguar algo más. No coseché ningún resultado y al final decidí cortar el nudo gordiano. Nunca antes me había ocurrido tener que renunciar a un trabajo sin haber obtenido resultados. Alguna vez tendrá que ser la primera, me había dicho siempre, pero ahora experimentaba por primera vez en carne propia lo doloroso que era. Iba más allá de la irritación por el hecho de haberme aventurado en un terreno del que no sabía nada. Tampoco me consolaba el razonamiento de que, como sabía demasiado poco, en realidad tampoco tenía ninguna posibilidad de triunfar. Por muchas vueltas que le diera, había fracasado. Y solo cuando fui consciente de mi fracaso, comprendí lo amargo que era tener que confirmarlo.
Kalman Teller me escuchó con toda tranquilidad. Sin hacerme reproches ni insistirme en que continuara, aceptó mi decisión. Cuando le pregunté si había podido hacer algo con la información que le había entregado, su respuesta fue igual de poco esperanzadora: «En cualquier caso, lo intentaremos, pero no albergo muchas esperanzas. He pedido asesoramiento y este se reduce en resumen a lo siguiente: que aunque el juez, en efecto, hubiera hecho mejor inhibiéndose para evitar así la apariencia de parcialidad, la sentencia no habría sido distinta. En suma: todo el enjuiciamiento del caso ha sido meticuloso y profesional».
Cuando acepté el trabajo, me dio la mano para mi sorpresa, pero al despedirnos no me la tendió, lo que me produjo una sensación desagradable, teniendo en cuenta su actitud muy correcta en todo lo demás. Mientras conducía de regreso a Ámsterdam, me di cuenta de que acaso había una explicación para haberme negado el apretón de manos. Cuando terminamos de hablar, se incorporó con dificultad de su asiento para, a continuación, en pie y derecho como una vela, descollar por encima de mí. Le agradecí la confianza depositada en mi persona, pero, en lugar de responder a mi agradecimiento, dijo: «Esto todavía no se ha acabado».
Mientras le miraba, parecía replegado en sí mismo, y tampoco me quedó claro entonces si hablaba consigo mismo o me lo estaba diciendo a mí.
—No, ya me hago cargo, señor Teller —reaccioné—. Habría querido hacer algo más por la señora Roes.
—No me refería a eso.
—¿Cómo?
—Tampoco se ha acabado todavía para usted.
Me miró, pero me pregunté si me veía, y sonaba como si no fueran sus propias palabras, sino las de una persona distinta, como si él no fuera más que el instrumento que las pronunciaba.