Epílogo

Cuando despertó, Franklin estaba recorriendo el sendero que desembocaba en Dock Creek. Era una mañana de otoño sobrecogedoramente hermosa. El aire era fresco y tonificante y el cielo de un azul cerúleo. Los árboles frutales, los arces y los robles que festoneaban el sendero eran de escarlata y oro y el hedor que siempre emanaba de Dock Creek estaba notablemente ausente, sobrepasado por el aroma del humo de la madera y las hojas ardiendo.

Franky lo estaba esperando en el puente. Llevaba unos pantalones de color azul medianoche y la camisa de rojo pálido que le había confeccionado Deborah… la de los puños y el cuello de color hueso.

Ante la visión de su hijo, Franklin sintió una oleada de placer tan honda que tuvo que detenerse un instante para recuperar el aliento.

Franky se rió entre dientes, lo saludó con la mano y fue corriendo por el sendero hacia su padre. Corrió y corrió y le dio una patada a una manzana que salió volando por el aire, dando vueltas hasta detenerse a escasos metros de Franklin.

Franklin miró fijamente la fruta; era perfectamente redonda, como una pelota o una bala de cañón, como el mismísimo globo terráqueo. Dando vueltas. Corrió y le dio una patada, pero falló. Resbaló sobre unas hojas que el rocío había humedecido y se cayó de culo en el sendero. Pero curiosamente la caída no le hizo daño. Contempló el cielo entre las ramas de los árboles, la suave luz del sol, y se dio cuenta de que el dolor de la gota y las piedras en el riñón se había desvanecido.

Franky se acercó, tapando el sol, miró a su padre y sonrió. Luego le ofreció una mano.

Franklin alargó la suya para cogerla y se vio los dedos por primera vez. Eran fuertes y tersos y no estaban cubiertos de manchas.

Cuando sus manos se unieron, los dedos de Franky resultaban pequeños y pálidos en comparación con los suyos. Franky se echó hacia atrás para ayudarlo a levantarse, pero era demasiado liviano y Franklin volvió a desplomarse, y Franky se cayó encima de él.

Rodaron sobre las hojas. Franklin abrazaba el esbelto cuerpo de su hijo, temeroso de soltarlo, temeroso de renunciar a la fragancia de su piel y la tibieza de su mejilla en la cara.

—¿Eres tú?

El chico volvió a reírse, se tendió bocarriba junto a él y contempló las blancas nubes de algodón.

—¿Estoy soñando? —le preguntó Franklin—. Si es así, no quiero que me despiertes.

—No, padre —contestó el niño—. No estás soñando. —Franky se volvió y miró a su padre—. Estás en casa.

FIN