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Nueva York

Tardaron más de cuarenta minutos en llegar al centro en taxi y era casi mediodía cuando al fin llegaron a la capilla de la Avenida B. Al principio les costó encontrarla, pues la capilla estaba en un apartamento de la calle Cuarta. Irónicamente, formaba parte de un comedor de beneficencia que regentaban los Pequeños Hermanos de Jesús, una orden francesa que había fundado en los páramos del norte de África un monje llamado Charles de Foucauld.

—Es una orden católica —observó Koster, apartándose de la placa de la pared.

—Una capilla católica es el último sitio donde nos buscarán. Nick ha sido astuto escogiendo este sitio. Además —añadió Sajan—, conozco a los Petits Frères. Tienen un retiro cerca de Tamanrasset, en Argelia. Son una agrupación honrada, puede que la más cristiana de todas las órdenes católicas. No tenemos nada que temer de ellos.

Llamaron al timbre y entraron en el edificio. Mientras atravesaban el vestíbulo un joven de ojos azules con el pelo negro rapado salió de un despacho para recibirlos.

—¿En qué puedo serviros? —les preguntó cortésmente—. La cocina está cerrada. Es pronto para la cena.

Debían de tener un aspecto horrible.

—¿La capilla? —quiso saber Koster—. ¿Está por ahí? —Señaló hacia el fondo del pasillo.

El joven observó la camiseta salpicada de sangre con la que se había vendado el estómago.

—¿Necesita que lo lleve a un hospital? —Hablaba con acento francés.

—No —respondió Koster, mirando al suelo. El taxista que los trasladó al centro le había preguntado lo mismo—. Nada de hospitales. Solo queremos rezar.

El joven se encogió de hombros y señaló por encima del hombro y Koster y Sajan siguieron adelante.

La capilla había sido antaño el salón de un estrecho apartamento ferroviario. Era una estancia diminuta, con apenas espacio para un puñado de bancos y un pequeño altar al fondo. Había una sencilla cruz de madera colgada de un clavo en la pared y un par de ventanas que daban a la calle Cuarta; los visillos filtraban la luz del sol.

Había un hombre sentado en el rincón con el rostro oculto entre las sombras.

—Lo has conseguido —dijo Koster, atravesando rápidamente la estancia y poniéndole la mano en el hombro. Robinson no se movió—. ¿Nick?

—He visto morir a Macalister. —Robinson se dio la vuelta—. He visto cómo exhalaba su último aliento.

—Sí, lo sé —asintió Koster.

—Y han saqueado el templo de Harlem. Deben de habernos encontrado por vía satélite. Han quemado el templo hasta los cimientos. Todos los evangelios… la máquina de Dios… Tantos años…

Robinson se puso en pie tambaleándose. Fue entonces cuando Koster reparó en su brazo. El cinturón que Sajan le había aplicado en la catedral estaba bien apretado alrededor del bíceps, pero de la herida seguía manando sangre.

—Todo ha desaparecido… gracias a ti —concluyó Nick, volviéndose hacia Sajan.

La mujer cruzó la capilla y las sombras de los visillos le salpicaron la cara.

—Ya sabes por qué lo hice, Nick. Nos mentiste. Nos hiciste creer que andabas detrás del evangelio de Judas, pero lo único que querías era la máquina de Dios. Lamento que Macalister haya muerto. Y lamento que hayan quemado todos esos evangelios. Pero no intentes convertirme en tu… tu…

—Judas.

—Iba a decir «chivo expiatorio».

—Nos has traicionado —dijo Robinson. Sacó la Glock—. Y has quebrantado el código de los masones. Ya sabes lo que eso significa.

—Sí, inspector general.

—Baja esa pistola —intervino Koster.

—Apártate de mi camino, Joseph. Ella les entregó el mapa. Todos los fragmentos que te había robado con besos y mentiras. ¿Cómo te hace sentir eso? Les dio la máquina de Dios.

—Se la diste tú —repuso Koster—. Si no hubieras empezado esto ellos nunca habrían descubierto nada.

—He dicho que te apartes de mi camino.

—No lo hice por dinero ni por gloria, ni porque me hubiesen torturado. —Sajan sacudió la cabeza. Koster observó que tenía lágrimas en los ojos a pesar de aquella expresión desafiante—. Lo hice porque la máquina de Dios… no debería haberse construido nunca. Y creí a Michael Rose cuando me juró que iba a destruirla. Lo creí. Tenía que hacerlo. Puede que te lleve hasta Dios, pero… siguiendo un camino falso. ¿Qué es la religión sin la fe, Nick? ¿De qué sirve?

Robinson apuntó a Sajan con la Glock y Koster se arrojó hacia la pistola. Robinson y él se estrellaron contra el suelo, derribando los bancos.

Sajan gritó.

Koster aferró el cañón con las dos manos mientras ambos daban vueltas. Después Robinson consiguió ponerse encima de él, sentándose de lleno encima del estómago y el pecho de Koster, que sintió que se le abrían los cortes del vientre.

Forcejearon un instante. El cañón de la pistola descendía poco a poco. Koster hizo un esfuerzo, apretó con más fuerza y empujó con un resoplido. Ahora el arma estaba a escasos centímetros de su cara. Entonces Robinson se tambaleó. Koster tiró de la pistola con las últimas fuerzas que le restaban y se la arrebató de las manos.

—Se acabó, Nick. —La pistola temblaba en las manos de Koster—. Nadie va a matar a nadie. Se acabaron los asesinatos.

—¿Que es lo que se ha acabado? No se ha acabado nada, Joseph. Aún quedan otros evangelios ahí fuera. Otras pistas de la máquina de Dios.

—Savita tiene razón, Nick. La máquina de Dios es un callejón sin salida.

Robinson alzó la vista sorprendido.

—Creía que habías dicho que funcionaba. Creía que habías dicho que viste a Dios.

—¿Es que no lo entiendes? —Koster arrojó la pistola al fondo de la capilla—. Hemos convertido a la tecnología en nuestro dios. Adoramos a las televisiones de pantalla plana. Los teléfonos móviles y los sistemas inalámbricos no son solo símbolos de estatus social; se han convertido en fetiches. Nos hemos conectado al mundo a través de internet, pero hemos dejado de jugar en el patio. Estamos destruyendo el planeta solo para mantener toda esta basura. Creamos emisiones de carbono y generamos residuos nucleares solo para alimentar el entramado que sostiene nuestra adicción eléctrica. La tecnología no es intrínsecamente mala, pero ¿acaso tiene que costarnos nuestra humanidad y la vida del planeta en el que vivimos? ¿Tiene que sustituir incluso al plano espiritual? Savita tenía razón, Nick. No hacen falta máquinas ni artilugios para tocar a Dios, así como no hacen falta catedrales para rezar, en lugar de sitios como este. —Señaló la capilla con un ademán.

»No te mentí cuando te dije que había visto lo que había visto. Lo vi… todo. Es cierto que Judas era el confidente de Jesucristo y su mejor amigo, tal como revelaba el evangelio de Judas. Judas accedió conscientemente a que lo vilipendiaran durante más de dos mil años como sublime muestra de amor a su maestro. Dios sabía que Judas era el vehículo perfecto para transmitir el primer fragmento del mapa. El esquema de El Minya. ¿Quién mejor que Judas para alzarse de la tumba con esos conocimientos? ¿Quién tenía un incentivo más apremiante? Dios sabía que entenderíamos que Judas nos había revelado la máquina de Dios porque deseaba exculparse y contar la verdadera historia de su papel en la crucifixión de Cristo.

»A lo largo de toda la falla geológica de la masonería a través de la historia —continuó—, Dios nos ha transmitido estos conocimientos secretos de fragmento en fragmento. A Abraham, Da Vinci y Franklin; a Turing y Boole; a Tesla y Edison. Y ahora a Savita. Esperando.

—¿Esperando a qué? —Robinson se puso en pie trabajosamente.

—A que nuestra tecnología avanzara lo suficiente para rivalizar con su presencia en nuestras vidas.

—No lo entiendo.

—Teníamos que ser capaces de diseñar la máquina de Dios para saber que no la necesitábamos —explicó Sajan—. ¿Es eso?

Koster asintió.

—Entonces las acciones de Nick formaban parte del plan. Era esencial que completara la máquina de Dios.

—Esa es la paradoja —asintió Koster—. Como el pecado y el libre albedrío. Dios nos dio una elección. Esperó a que la humanidad hubiese evolucionado hasta un punto en el que la tecnología se hubiera convertido en una deidad, una diosa en sí misma, como el demiurgo. Y entonces nos entregó el último fragmento del mapa. Solo cuando hubiéramos construido la máquina descubriríamos lo que significaba realmente.

—¿Y qué es lo que significa realmente? —Robinson parecía desconcertado.

Koster sonrió.

—La máquina de Dios definitiva es el cerebro humano que nos ha dado Dios. Cuando está en sintonía con la frecuencia fi, mediante el ritual de la oración, el cerebro nos proporciona un acceso directo a Dios. La chispa sagrada está dentro de nosotros, dentro de cada uno de nosotros, tal como proclamaban los gnósticos. No hacen falta intermediarios, ya sean seres humanos, como los sacerdotes o las máquinas. Yo no lo había entendido. Hasta que te conocí. —Se volvió hacia Sajan—. Todo lo que dije de Nick en su despacho fue para ponerte a prueba, para asegurarme de que me amabas. Debería haber aceptado tus sentimientos de buena fe. —Koster titubeó—. El amor no es una prueba matemática. Solo después de que me hubieras traicionado comprendí que nada de eso importaba. Te amaba hicieras lo que hicieras. Así de sencillo. Del mismo modo, no hace falta una máquina para conectarse a Dios, para abrir esa puerta. Solo hay que creer.

—Entonces —dijo Sajan—, lo que estás diciendo es que tu amor por mí fue lo que te convirtió…

—Igual que puede convertir a cualquiera…

—En una máquina de Dios.

—Sin pilas —añadió Koster con una suave carcajada.

—Tu amor por mí —repitió Sajan—. Aclaremos eso. —Y le brindó una sonrisa radiante.

—Yo no le veo la gracia. —Robinson estaba sentado en uno de los bancos con la cabeza entre las manos—. Aunque lo que dices sea cierto, todos los evangelios han sido destruidos. El diario de Franklin… Documentos de valor incalculable… Macalister está muerto… Y por si lo has olvidado, nos están buscando todos los policías de la ciudad.

—No creo que tengamos que preocuparnos más por Rose —repuso Koster—. Por eso el francotirador se fue de la catedral. Y sin Rose, el Gobierno no tiene motivos para proseguir la cacería. Al contrario, estoy seguro de que estarán encantados de esconder todo esto bajo la alfombra. Si saliera a la luz sería otro terrible bochorno para la administración Alder. Sobre todo para el vicepresidente Linkletter.

—¿A qué te refieres? ¿De qué estás hablando?

—Vi al pastor Thaddeus Rose cuando atravesé la máquina de Dios. Si no se habla con su hijo Michael es por una buena razón. Se halla en un retiro, desde luego. Permanente. Está encerrado detrás de un muro, envuelto en plástico, en el sótano de la mansión de Michael en Hollywood Hills. Está muerto desde hace más de una semana. Parece que sorprendió a Michael con una parroquiana adolescente en su despacho y las cosas se les fueron de las manos.

—¿Quieres decir que somos libres para irnos andando tranquilamente? —le preguntó Sajan—. ¿Que nadie nos persigue? ¡Eso es imposible!

Koster sonrió.

—Podemos irnos andando… o mejor dicho cojeando. Pero yo no diría que somos libres exactamente.

—¿Qué significa eso?

—He visto cosas —les explicó Koster—. Algunas eran maravillosas. —Se interrumpió, buscando torpemente las palabras—. He visto a mi hijo Zane. Y también a Mariane. Me tocaron con sus manos y todo el dolor y la culpa que he llevado en el corazón durante todos estos años se desvaneció por las buenas. Desapareció de repente. Como el síndrome de Asperger. He visto a Maurice y Jean-Claude. Estaban felices, Savita. He visto a Franklin y Franky. Y también había cosas… —Meneó la cabeza—. Cosas terribles. He visto cosas que no olvidaré jamás. La máquina de Dios no era el único artilugio que construyó Franklin.

Koster se inclinó delicadamente hacia Sajan y le besó en el corte de la mejilla.

—He visto cosas sobre ti —murmuró.

—¿Qué clase de cosas?

—¿Te suena un bikini de lunares rojos, el día que cumpliste veintiséis años?

Sajan le dio un empujón.

—¡Eso no es justo! —empezó. Luego lo rodeó con los brazos y lo atrajo hacia ella. Lo besó y dijo—: ¿Sabes que ese bikini todavía me vale?