Nueva York
Había un pavo real blanco en el jardín contiguo a la catedral, observó Koster mientras enfilaba la avenida Amsterdam. Primero había visto la estatua instalada en el corazón del parque. Se trataba de la llamada fuente de la Paz, con las fuerzas del bien, que encarnaba la figura del arcángel Miguel, triunfando sobre Satanás, cuya cabeza decapitada oscilaba a un lado. No hay nada como una buena decapitación en nombre de la paz, reflexionó Koster. Entonces reparó en el pavo blanco, que estaba tan quieto que al principio lo había tomado por una especie de escultura. Jamás había visto a un pavo real blanco. Normalmente eran el mismísimo símbolo del color, el espectro entero, y no ese monocromo lunar. Entonces el pájaro, con sus espectrales plumas blancas, se volvió a mirarlo, y le vino a la memoria Chartres, aquella tarde tan lejana en la que había entrado en otra catedral, acompañado por la mujer que amaba.
Mariane nunca salió. Por lo menos, viva.
Koster alzó la vista hacia la catedral de San Juan el Divino. Hacía quince años que no ponía el pie en una iglesia. Ahora se arrepentía de haber escogido ese lugar. Aspiró una honda bocanada de aire y subió las escaleras.
Al acercarse al pórtico de piedra, Koster se demoró examinando las esculturas. El portal del Paraíso presentaba a san Juan asistiendo a la transfiguración de Jesús. Había esculturas tradicionales de figuras bíblicas, así como diseños contemporáneos: un bebé que surgía de una vagina de granito y una celosía de partículas en relieves subatómicos. Habían tallado aquellas figuras a finales de la década de los ochenta. Los santos y los apóstoles estaban coloreados con colores pastel difuminados, verdes claros, púrpuras y ocres. Las catedrales medievales de Francia habían hecho gala de los mismos colores de tebeo en el siglo XIII, pero se habían desvanecido con el paso de los años. Le resultaba extraño contemplar ahora esas estatuas en flor.
—Joseph —dijo Robinson.
Koster se dio la vuelta. Nick Robinson y Robert Macalister lo estaban esperando junto a la puerta.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto? —le preguntó Nick.
—Estoy seguro —contestó Koster. Se dio una palmadita en la chaqueta, palpado el crujiente borde del sobre—. Pero gracias por preguntar —añadió—. Y por venir. No podría haberlo hecho sin ti. A ti también, Robert.
—Dame las gracias cuando hayamos salido de aquí de una pieza —rezongó Robinson—. Todavía pienso cobrarme el turno en la máquina de Dios. Y esta vez te agradecería un poco de ayuda. ¿Te acuerdas de la dirección del piso franco, por si acaso…?
—La Cuarta con la avenida B. La capilla cerca del parque de la plaza Tompkins.
Koster sorteó las dobles puertas de bronce con bajorrelieves de escenas bíblicas, obra de Barbedienne, el mismo que había diseñado la estatua de la Libertad. Pero aquellas puertas solo se abrían tres veces al año, en ocasiones especiales, de modo que se vio obligado a dirigirse a la entrada secundaria. Estaba a punto de escabullirse a través de la puerta cuando un adolescente con una abultada mochila le propinó un codazo para que se apartara. Un turista, pensó. El chico tenía el pelo largo y barba. Bueno, más bien sombra de barba. Y tenía los ojos del mismo color que Koster, un azul pálido reflexivo.
Mientras el adolescente pasaba corriendo delante de Robinson, Koster comprendió de repente que Zane habría tenido la misma edad si hubiera vivido. Y por un momento se preguntó si Franklin habría tenido una visión semejante de su hijo. ¿Lo habría buscado en las facciones de los desconocidos?
Un tumulto de adolescentes confluyó en la puerta. Koster se dio cuenta de que era una especie de salida, una excursión escolar; había un autobús amarillo chillón estacionado junto al bordillo. Koster entró tras ellos, mientras Robinson y Macalister le pisaban los talones.
El lado oeste de la catedral todavía se hallaba en construcción y las puertas daban a un largo pasillo de madera contrachapada completamente aislado y construido desde los andamios que discurría de un lado a otro de la nave. Sus pisadas reverberaban mientras avanzaban desde el pórtico hasta el corazón de la iglesia, aunque la propia catedral aún estaba oculta a sus ojos. Solo estaban descubiertas las piedras del suelo.
El pasillo se hallaba atestado. Además de los chicos del autobús había parejas, familias y ancianas solteras, blancos y negros, asiáticos y latinos. Harlem había cambiado desde que Koster asistiera a Columbia, que estaba al final de la calle. Ahora había edificios con portero en la 112. En ese momento, el eco de las pisadas dio paso a un estruendoso toque de trompetas. Pero no se trataba de una campaña melódica, sino del profundo gorgoteo de los dungchen, los cuernos tibetanos de tres metros. Koster dobló una esquina y la iglesia apareció ante su vista.
Se trataba de una curiosa amalgama de alto gótico con un presbiterio neorrománico que reflejaba la circunstancia de que dos firmas diferentes de arquitectos habían recibido el encargo de construir la catedral. Los arquitectos originales habían sido George Heins y C. G. Lafarge, que se habían impuesto sobre ochenta competidores con un diseño neorrománico-bizantino. Pusieron la primera piedra en 1892 y tardaron casi veinte años en terminar el coro y el cruce de la cúpula abovedada cuando, debido a la muerte de Heins, seleccionaron a un nuevo arquitecto, Ralph Adams Cram, a quien le apasionaba el neogótico que había insistido en un estilo gótico francés para el edificio.
Los primeros servicios se habían celebrado en la nave el día antes del ataque contra Pearl Harbor, el 6 de diciembre de 1941, y la construcción se interrumpió cuando los Estados Unidos entraron en guerra. Las obras no se reanudaron hasta 1979, aunque para entonces ya no era tan sencillo dar con canteros hábiles. Para proseguir las obras importaron obreros desde Europa. En diciembre de 2001 la construcción se había interrumpido de nuevo de resultas de un incendio que había asolado el transepto.
Hasta ese día solo habían completado dos tercios de la catedral. Igual que nosotros, pensó Koster. ¿No era eso lo que había dicho Savita? Aquella era su catedral favorita, le había confesado en la isla Saint-Louis, mientras contemplaban las almenas de Notre Dame desplegándose al alba. «Puede que desde fuera parezca que no está terminada», había dicho. «Puede que tenga la piel desgarrada. Puede que no sea bonita, ni perfecta. Pero lo que importa es el corazón.»
Los cuernos resonaron de nuevo. Koster se volvió hacia el presbiterio, más allá de las hileras interminables de parroquianos sentados. Detrás del púlpito, en lo alto de las escaleras, había una pareja de monjes tibetanos ataviados con túnicas de color azafrán, sentados detrás de los dungchen. La catedral estaba abarrotada. El servicio religioso empezaría enseguida. Koster vio a los adolescentes dando vueltas de un lado a otro, tratando de encontrar un asiento.
Se volvió hacia la entrada. La nave medía más de ciento ochenta metros de largo, como dos campos de fútbol, pero los andamios le bloqueaban la visión. Sobre él, el cruce de la bóveda de cincuenta metros era tan alto que podría haber albergado a la estatua de la Libertad. Aunque estuviera incompleta, San Juan el Divino seguía siendo la catedral anglicana más grande del mundo.
—No me gusta la pinta que tiene ese triforio. —Macalister señaló la hueca galería de arcos que discurrían a ambos lados de la catedral, justo debajo del claristorio. En algunos puntos los andamios ensombrecían los arcos—. Ahí se podría esconder un ejército —añadió intranquilo—. Esto me da mala espina.
Robinson se rió.
—Dices eso antes de todas las misiones.
—¿Habéis hecho esto antes? —quiso saber Koster.
—No exactamente —dijo Robinson—. Pero el negocio de las antigüedades puede ser bastante peligroso. ¿Te acuerdas de Myanmar, Robert?
—Todavía estoy intentando olvidarlo.
Koster reparó en un imponente púlpito de granito con profusos grabados que se elevaba a la izquierda. En el coro también había bancos de roble tallados. Más allá, en el santuario, divisó dos grandes vasijas sintoístas de color verde pálido y una pareja de ménoras gigantescas. Luego estaba el altar. Los bancos del coro ya estaban llenos de coristas vestidos con túnicas rojas y blancas.
—Está ahí detrás, en dirección al ábside —dijo Macalister.
Recorrieron el ala de la iglesia y subieron las escaleras en dirección al deambulatorio. Las capillas absidales aparecieron al instante ante sus ojos. Al igual que las vasijas sintoístas y las ménoras, las siete capillas que irradiaban del deambulatorio, conocidas como las capillas de las Lenguas, reflejaban el poderoso mensaje interreligioso de San Juan el Divino: cada una de ellas estaba dedicada a uno de los siete grupos étnicos neoyorquinos mayoritarios que habían participado en la construcción de la catedral: escandinavos, alemanes, ingleses, asiáticos, franceses, italianos e hispanos.
Robinson se detuvo cuando estaban acercándose a la capilla de San Martín de Tours. Koster sabía que aquella capilla estaba dedicada al pueblo de Francia y recibía el nombre del soldado romano que se había detenido para socorrer a un mendigo desnudo que estaba tendido en el arcén en las inmediaciones del pueblo de Amiens. Martín se había cortado la capa con la espada y le había dado la mitad al mendigo. Aquella noche, en una visión, había visto a Jesús abrigándose con la media capa que le había dado y le había oído decirle a los ángeles: «Este es Martín, el soldado romano que no ha recibido el bautismo. Pero me ha vestido». Más adelante, Martín fue bautizado y nombrado obispo de Tours y con el tiempo fue canonizado.
Koster recordó aquello mientras dejaba atrás la puerta y la capilla se presentaba al fin ante sus ojos. Por algún motivo no lograba quitarse de la cabeza la imagen del mendigo. Entonces vio a la hermana María y a Michael Rose. Y a Sajan de pie entre ellos.
Aunque recordaba perfecta y dolorosamente sus últimos encuentros, Koster no albergaba ningún resentimiento hacia la hermana María. La observó con un asombroso desapasionamiento. Era como si ella fuera una ecuación en el margen de una pizarra que lo desconcentraba. Al igual que Michael Rose. La atención de Koster estaba clavada en Sajan, que tenía un aspecto demacrado y atemorizado y una mancha de sangre seca en la mejilla.
La hermana María se adelantó, empujando a Sajan delante de ella. Rose intervino desde un lado. Juntos se dirigieron lentamente hacia Koster y se detuvieron cuando estaban a apenas dos metros de distancia.
Koster sacó el sobre de la chaqueta.
—¿Es ese? —le preguntó Rose.
—Es este —contestó Koster. No podía apartar los ojos de Sajan. Pero ella no le devolvía la mirada. Era evidente que estaba aterrorizada. Observó que le temblaban los labios. Y la sangre en la cara… Le habían hecho un corte allí mismo, en la mejilla, justo debajo del ojo derecho.
—¿El último fragmento? —insistió Rose.
—El último fragmento —asintió Koster—. ¿Te han hecho daño, Savita?
—¿Cómo está tan seguro?
Koster esperaba aquella pregunta.
—Porque si no lo fuera me habría convertido en un charco de materia gelatinosa, como el difunto Damien Lacey.
—¿Ha probado la máquina de Dios? ¿Ha abierto la puerta?
Koster asintió.
Michael entrecerró los ojos con suspicacia. La monja le tiró de la manga y le dijo algo que Koster no acertó a oír. Rose alzó la vista con una sonrisa y dijo:
—La hermana María se resiste a despedirse de Sajan hasta que nos ofrezca una prueba que nos lo demuestre.
—Habíamos hecho un trato. —Nick Robinson salió de entre las sombras—. ¿Quiere el esquema o no? —Macalister se plantó a sus espaldas.
—Tu padre te está esperando —dijo Koster.
—¿Qué? ¿Qué es lo que ha dicho? —Michael Rose se puso tenso, de puntillas.
—¿Cómo crees que se siente, Michael? ¿Crees que está orgulloso de ti, que está orgulloso de las cosas que has hecho? ¿De todo lo que te propones hacer? Claro que últimamente no habláis mucho, ¿verdad?
Rose fulminó a Koster con una mirada envenenada.
—Es un farol —se burló—. Usted no conoce a mi padre. Y además, siempre está de retiro. Sigue sin tener pruebas de que el último fragmento sea auténtico.
—Supongo que tendrás que confiar en mí.
—Ese era el trato —insistió Robinson—. Y un trato es un trato.
Rose titubeó momentáneamente y después asintió. Entonces la hermana María se adelantó, alargando la mano con una expresión completamente impasible; sus facciones eran una tabla rasa. Koster le entregó el sobre. Sin mirar dentro siquiera, la monja se dio la vuelta y regresó con Rose.
—Ahora es vuestro turno —les dijo Koster—. Entregadnos a Savita.
—Me temo —repuso Michael Rose mientras recogía el sobre— que su palabra no es suficiente.
—En ese caso —dijo Koster—, cogedme a mí.
Sajan alzó la vista por primera vez.
—No lo hagas —exclamó.
—Soy el único que conoce el esquema. Me necesita.
—Si te vas con ellos —le advirtió Robinson— no volverás nunca.
Rose se rió entre dientes.
—¿Está dispuesto a ocupar el lugar de la Babilonia Misteriosa?
—Prueba el último esquema —lo desafió Koster, adelantándose un paso—. Si tu máquina de Dios no funciona, siempre puedes deshacerte de mí más adelante. Suéltala. Ella ya no te sirve de nada.
—¿Daría su vida por esta mujer? ¡Qué delicioso! Qué irónico que en la búsqueda del evangelio de Judas nos ayude una traidora tan exquisita.
—Ya tienes lo que has venido a buscar —insistió Koster—. Suéltala.
—No tiene ni idea, ¿verdad? —continuó Rose—. Supongo que ella no se ha molestado en decírselo. La que lo traicionó fue su novia. Venga. Dígaselo. —Empujó a Sajan hacia delante, pero esta se negó a alzar la vista—. Ella sospechaba desde el principio lo que significaban esos esquemas. En Inglaterra. Y cuando se dio cuenta de que el mapa no llevaba al evangelio de Judas y de que probablemente Robinson también lo sabía, cuando se dio cuenta de lo que era la máquina de Dios realmente, ¿qué fue lo que hizo? Traicionarlo. Así es. ¿Cree que aquella noche en París iba a acostarse con usted? Iba a llevarse los archivos que guardaba en el teléfono. No quería que Robinson construyera una máquina de Dios. Y cuando el arzobispo Lacey se puso en contacto con ella siguiendo mis instrucciones nos ayudó encantada. Créame, no tuvimos que convencerla demasiado. ¿Cómo cree que le seguíamos el rastro en Europa? ¿Quién cree que nos dijo que el esquema de Da Vinci estaba detrás del retrato de Cecilia Gallerani? Yo le prometí que destruiría todos los fragmentos del mapa y con ellos la máquina de Dios. Para siempre. Y lo haré… a su debido tiempo.
Koster observó a Sajan, que miraba fijamente al suelo, con el rostro tan blanco como el pavo del jardín, y a continuación se volvió hacia Robinson.
—¿Tú lo sabías?
—Lo sospechaba —admitió Robinson.
—¿Cómo que lo sospechabas?
—La carta dirigida a Turing. Savita te dijo que yo no sabía nada de eso, pero te mintió. —Robinson meneó la cabeza—. Yo autoricé el robo, Joseph. Los que la robaron fueron mis hombres. Se disponían a mandarle la carta a Macalister cuando los caballeros le echaron el guante. Savita estaba desesperada. Ya habías descubierto que te había ocultado que era masona y miembro de la GLF. Así que trató de confundirte confesando algo que ya habías descubierto y convenciéndote de que Macalister era una especie de espía. Intenté advertírtelo.
—No, no lo hiciste —le espetó Koster—. Confiabas en que te consiguiera el tercer fragmento del mapa porque amaba a Savita. Si me hubieras dicho la verdad tal vez no habría completado la máquina de Dios. —Koster se volvió hacia Sajan—. ¿Es verdad?
Savita eludió su mirada.
—¿Es verdad? Dímelo, Savita. Solo quiero oírlo de tus labios.
—Ya sabes que sí —contestó ella. Al fin alzó la vista. Las lágrimas relucían en sus ojos—. Lo siento, Joseph. No quería hacerte daño. Escucha a tu corazón. Ya sabes por qué lo hice. Tenía que hacerlo.
—Todos somos prisioneros de nuestras convicciones. ¿No fue eso lo que me dijiste? —Koster se rió con amargura—. Pues yo también lo soy. Esto no cambia nada. —Se volvió para encararse con Rose—. No tienes intención de destruir la máquina de Dios, ¿verdad? ¿Verdad?
Rose no contestó.
—Te ha seducido —añadió Koster—. Igual que a Da Vinci, que a Franklin. Igual que a Nick. —Se volvió hacia la hermana María—. ¿Es esto lo que quieres?
—El hombre no ha inventado nunca una tecnología que no acabara explotando… con el tiempo —asintió la monja—. Y si alguien va a construir esa máquina prefiero que sea mi Iglesia.
—Lo dices como si esto fuera una carrera armamentística.
—Es que estamos librando una guerra —intervino Rose—, aunque no lo crea. Contra un mundo de falsas confesiones. Es el conflicto definitivo, por el triunfo definitivo… la salvación del hombre.
—Pero la máquina de Dios es una pista falsa —protestó Koster—. Ese deseo es obra de algo mucho más importante que tú. Algo oscuro. ¿No te das cuenta? Es como… como una droga, Michael.
Rose se puso visiblemente rígido.
—Muy bien —dijo. Su voz se había helado—. Ya que se ha ofrecido a entregarse a cambio de la Babilonia Misteriosa, no puedo más que suponer, que aunque ella lo ha traicionado, usted sigue queriéndola. El amor es ciego, después de todo. —Se rió con amargura y miró a la hermana María—. Cuando me asegure de que la máquina de Dios funciona es posible que te deje marchar.
—Eso no formaba parte del trato —objetó Robinson.
Macalister dio un paso hacia la hermana María y se detuvo.
—Haremos un trato nuevo —prosiguió Rose—. ¿No es eso lo que hacen ustedes los empresarios? Aunque me temo que esta vez no está en posición de regatear. Algo me dice que lo más prudente es que nos quedemos con su amante, señor Koster, por si acaso. Aún es posible que sienta la tentación de modificar el mapa. De cambiar el chip… —Rose se volvió hacia la entrada. De pronto se había quedado mudo de asombro.
Koster se volvió. Había un joven sacerdote con sotana negra y alzacuello blanco delante de la puerta de la capilla.
—Lo siento —dijo—. Pero tendrán que marcharse. Está a punto de empezar el servicio.
A medida que aquellas palabras abandonaban sus labios, Koster observó que Macalister avanzaba hacia la monja y estaba a punto de echársele encima cuando se detuvo bruscamente, mirándose la pechera de la camisa. Seguidamente se arañó el pecho con los dedos y se tambaleó.
Robinson alargó instintivamente las manos para sostenerlo cuando se le abrió un agujero en el antebrazo y salió despedido hacia atrás, dando vueltas en dirección a la entrada. Sajan profirió un grito y el joven sacerdote se unió a ella al contemplar horrorizado la sangre que manaba de la herida de Robinson. Miró a Macalister y se volvió hacia la hermana María, que empuñaba una pistola rematada por un silenciador.
Por un instante se miraron los unos a los otros. La monja vaciló visiblemente. Y entonces el sacerdote salió corriendo por el deambulatorio.
La hermana María fue tras él a toda prisa. Koster trató de impedir que saliera de la capilla, pero ella lo apartó de un empujón. Mientras él retrocedía, Michael Rose fue corriendo hacia la puerta, pero no dobló a la izquierda detrás de la monja, sino que se desvió a la derecha, internándose en el deambulatorio.
En alguna parte resonaron de nuevo los cuernos.
Sajan estaba arrodillada al lado de Robinson, haciéndole un torniquete con el cinturón. Robinson estaba inconsciente, aunque la hemorragia estaba remitiendo. Koster observó con impotencia a Rose mientras este desaparecía en el deambulatorio.
—Se escapan.
—Nick vivirá —contestó Sajan—. Pero Macalister está muerto. —A continuación se levantó y fue corriendo tras la monja. Koster quiso seguirla pero ella alargó una mano—. No. Ve a por Rose —ordenó—. Tiene el último fragmento. Yo me encargo de la monja.
Sin esperar una respuesta, Sajan salió corriendo por la galería, en pos de la hermana María. Koster se dio la vuelta y fue tras Rose.
Sajan rodeó el deambulatorio. La monja estaba a punto de dar alcance al sacerdote cuando este dobló a la derecha a través de una apertura en el muro y se precipitó hacia unas escaleras que llevaban al coro. Sajan profirió una exclamación de advertencia cuando la hermana María blandió la pistola, apuntó y disparó.
La bala acertó en el hombro al sacerdote, que se tambaleó pero siguió subiendo las escaleras. La monja disparó de nuevo, pero la bala se estrelló contra la pared a escasos centímetros de su cabeza, arrancando esquirlas de piedra. El sacerdote siguió subiendo los escalones. Casi había llegado al último cuando la monja disparó por tercera vez. En esta ocasión la bala le acertó en la espalda. El sacerdote echó los brazos al cielo mientras entraba en el coro. La sangre le brotó del pecho. Alguien gritó y otra persona lo secundó. El alarido se propagó, pasando de unos labios a otros, un sonido tan preñado de horror y miedo que parecía absorber todo el aire de la iglesia.
Sajan recorrió el deambulatorio a la carrera, le asestó un golpe en la espalda a la monja y la rodeó con la mano para arrebatarle la pistola. La hermana María salió despedida. Y la pistola también. La monja se estrelló contra el muro con un terrible golpe sordo, pero cuando Sajan se abalanzaba hacia ella para golpearla de nuevo había rodado por el suelo y estaba subiendo a gatas los escalones del coro.
Aquel espacio se llenó de un terrible estruendo, pisadas enloquecidas y los alaridos estridentes y aterrorizados de cientos de personas que abandonaban apresuradamente sus asientos en dirección a las salidas.
Mientras Sajan recorría los escalones del coro en persecución de la monja, Koster estaba dando la vuelta al deambulatorio, y vio a Michael Rose justo delante. Parecía que le faltaba el resuello o estaba cansado, pues de pronto se tambaleó y aflojó el paso. Solo entonces, cuando el transepto apareció ante sus ojos, Koster se dio cuenta de la razón. El pasaje estaba atestado de gente que corría y se daba empujones, gritando de terror como bestias en un matadero.
Michael Rose titubeó, deteniéndose y mirando en derredor. Pero cuando se percató de que Koster estaba detrás de él se arrojó contra la muchedumbre que forcejeaba en un torbellino de codos y rodillas. Rose se vio empujado hacia un lado y cayó al suelo, derribado por el muchacho de la mochila. Koster observó que se trataba del mismo chico que había visto en la puerta. Rose trató de ponerse en pie, pero la turba aterrorizada era implacable. El pastor desapareció unos instantes en un remolino de piernas y reapareció con la cara salpicada de sangre. Se arrastró hacia la seguridad de una pared, lejos de la masa de parroquianos frenéticos.
La única alternativa era volver al deambulatorio. Rose se irguió trabajosamente y se dirigió hacia Koster, acercándose cada vez más hasta que, de pronto, saltó hacia un lado, metiéndose por otra hendidura en el muro que conducía al coro. Koster fue tras él.
Cuando Rose subió el último escalón del coro se detuvo un instante. Parecía aturdido y confuso. La escaramuza con la muchedumbre debía de haberlo afectado, se dijo Koster, y subió corriendo las escaleras detrás de él. Casi le había dado alcance cuando Rose se dio la vuelta y le asestó una violenta patada. Koster interceptó el golpe con el brazo y se arrojó sobre el pastor, derribándolo.
La mayoría de los bancos estaban desiertos. Solo quedaban algunos coristas atónitos o quejumbrosos. Los dos monjes budistas estaban acurrucados alrededor del cuerpo del sacerdote que se había desplomado cerca del altar.
En un lado del coro, Sajan y la hermana María estaban librando un cruento combate. Al otro, Koster se precipitaba contra Rose.
Saltó sobre él y ambos dieron vueltas y más vueltas, al tiempo que hacían aspavientos y trataban de golpearse mutuamente. Aunque Michael Rose era mucho más fornido y pesado, Koster consiguió inmovilizarlo y le dio puñetazos en la cara, aquellas facciones flácidas, pastosas y blancas, aquellos ojos azules y aquellos labios rojos que la sangre había teñido de escarlata.
Rose gritó y miró más allá de Koster, a los arcos en lo alto.
—¡Dispara! ¡Dispárale ya!
Koster golpeó de nuevo a Rose y echó una ojeada hacia el techo. Allí, inclinada sobre el antepecho, en el triforio del norte, había una figura ataviada con un pasamontañas y una especie de uniforme. Y estaba apuntándoles con el arma.
El tiempo pareció detenerse. Koster esperó con los ojos cerrados pero no se produjo ningún disparo.
—¡Dispara! —chilló Michael—. ¡Dispara! ¡Que dispares, coño!
La figura se irguió y se echó al hombro el rifle de alta precisión. A continuación, se giró y se escabulló entre las sombras.
Koster se levantó. Rose le tiró de los tobillos, tratando desesperadamente de derribarlo de nuevo sobre las baldosas, pero Koster le asestó una patada en la cara con todas sus fuerzas.
Michael salió despedido hacia atrás. La sangre describió arcos mientras rodaba hacia los bancos del coro.
Sajan y la monja se habían enzarzado en un mortífero abrazo. La hermana María había inmovilizado a Sajan sobre los bancos del coro y le rodeaba el cuello con las manos.
Koster separó a las dos mujeres, asió la mano de Sajan y ambos salieron corriendo hacia la abertura en el muro y saltaron escaleras abajo. Koster se dirigió hacia el transepto, pero los parroquianos fugitivos habían bloqueado las salidas.
No tenían escapatoria, comprendió Koster. ¡Estaban atrapados en el deambulatorio! Entonces divisó una puerta en la pared a pocos metros de distancia.
—¡Por aquí! —exclamó.
Avanzaron de la mano por el deambulatorio y Koster abrió la puerta de un empujón. Pero esta no daba a una salida, como esperaba, sino a una angosta escalera de piedra que se internaba en las sombras.
Koster buscó a tientas un interruptor, pero no había ninguno. La escalera de caracol se sumía en las tinieblas hasta perderse de vista. En dirección al sótano, sin duda. Miró hacia arriba. Parecía que las escaleras ascendían hacia el lejano triforio y el claristorio.
—Vamos —la apremió Koster.
—No veo nada —rezongó Sajan.
—Entonces ella tampoco.
Siguieron y Koster se tropezó casi al momento. Las escaleras eran muy empinadas y estaban construidas con una piedra resbaladiza. Y no veía nada. Debían abrirse paso a tientas, un paso tras otro. La escalera parecía no tener fin, describiendo un arco hacia la torre.
—¿Adónde vais? —dijo una voz a sus espaldas. Era la hermana María—. No podéis esconderos en ningún sitio.
Apretaron el paso y siguieron subiendo las escaleras.
—Koster la lleva[21] —exclamó la monja, más abajo—. Estoy harta de este juego. No hay ningún sitio adonde ir. Deteneos y enfrentaos a mí.
Koster subía las escaleras dando saltos, remontando los escalones de dos en dos. Sajan iba detrás. De pronto divisaron una luz en la escalera. ¡Había una abertura más adelante! Una especie de puerta. Subieron más y más hasta que Koster comprendió que se estaban acercando a la galería. Habían llegado al triforio. Koster escaló a toda velocidad por las escaleras. Casi habían llegado cuando oyó el grito de Sajan.
Koster se asomó a la escalera. El rostro de la hermana María había salido de la penumbra. Aquella sonrisa. Y aquella mano, que empuñaba esa pequeña hoja de acero y estaba aferrando el talón de Sajan.
—Ayúdame —exclamó esta, intentando desasirse.
Koster tiró de ella y la arrastró los últimos escalones, a través de la puerta, hasta desplomarse en el suelo de la galería.
La monja, implacable, siguió trepando, persiguiéndolos como un cangrejo. Seguía empuñando el cuchillo unido al rosario que llevaba alrededor del cuello. Sajan trató de escabullirse a cuatro patas. Koster alargó la mano para protegerla cuando la hermana María atravesó de repente la entrada, saltando por el aire con la hoja en la mano, y sintió que le atravesaba la diestra. Gritó y retiró la mano, pero el cuchillo no se desprendió; estaba clavado a los tablones del suelo.
La hermana María se arrastró hacia delante, sonriendo, al tiempo que retorcía los tendones y el cartílago de la mano como si fueran espaguetis. Koster gritó. Entonces ella extrajo la hoja. Mientras se debatía tratando de liberarse, Koster oyó el sonido del rosario, semejante al que habría emitido un insecto, rodeándole el cuello. Sintió que las cuentas se tensaban y que la cuerda le pellizcaba la piel. Trató de gritar pero el sonido quedó sofocado en su garganta.
—Quita tus putas manos de mi hombre —vociferó Sajan. Hubo un golpe terrible y después otro.
Koster se desplomó hacia delante. La presión del cuello había desaparecido súbitamente. Se incorporó con esfuerzo.
Sajan estaba de pie junto a la hermana María, agarrándole la cabeza y golpeándola contra la jamba de la puerta. Luego cayó al suelo de repente.
La hermana María había conseguido aferrarle uno de los tobillos.
Sajan gritó y trató de desasirse. Entonces gritó de nuevo y Koster se dio cuenta del motivo. La monja había metido la punta del dedo gordo en el corte que le había hecho en el talón y estaba tirando del tendón como si se tratara de la cuerda de un contrabajo.
Koster se puso en pie de un brinco, se adelantó y le propinó una patada a la hermana María, que salió despedida por la puerta y se precipitó escaleras abajo hasta perderse de vista.
Sin detenerse, Koster asió la mano de Sajan y ambos huyeron. La arcada del triforio iba de un extremo a otro de la nave, de este a oeste. Atravesaron una puerta por la que se accedía a un pasillo oscuro y estrecho que flanqueaban en un lado paneles de madera tallada y en el otro, grandes bloques de piedra. A gran distancia divisaron el coro y la nave a través de la celosía y salieron corriendo bajo una tenue luz moteada, y casi habían llegado al final del pasillo cuando se dieron cuenta de que el paso estaba bloqueado más adelante por un montón de leña. Una vez más, atrapados. Sin escapatoria.
Se dieron la vuelta para retroceder, pero entonces la monja reapareció al otro extremo del pasillo y se arrojó sobre ellos. Savita estaba delante de Koster y este observaba impotente el enfrentamiento entre las dos mujeres. El pasillo era demasiado estrecho y apretado para rodearla y atacar a la monja.
Sajan estaba usando los codos, meneándolos incesantemente de arriba abajo y de un lado a otro, y acertó a la monja en la barbilla. La hermana María salió despedida contra los paneles. Pero era implacable y siguió dispensando puñetazos. Uno de los golpes impactó en la mejilla de Sajan, que estuvo a punto de caerse entre los paneles. Se enfrentaron y se arañaron, pero como estaban confinadas en el angosto triforio ninguna de las dos atacaba con demasiado ímpetu.
Al fin Koster atisbó una ocasión cuando Sajan se apartó a un lado; entonces alargó la mano y golpeó a la monja, pero al hacerlo dejó el flanco izquierdo al descubierto y ella le propinó una patada en la entrepierna.
Koster se dobló de dolor y al caer de rodillas se lastimó la cabeza al chocar contra los paneles. Exhaló un gemido, se puso en pie y estaba dando un paso hacia la hermana María cuando esta le propinó otra patada. Pero en esta ocasión Koster estaba preparado y la interceptó, solo para sentir el puño derecho de ella en la cara. Se tambaleó hacia atrás.
En ese momento Sajan consiguió deslizarse detrás de la hermana María, asió la toca azul y le tiró de la cabeza hacia atrás, dejándole la garganta al descubierto, y tironeó de las cuentas del rosario que llevaba alrededor del cuello. Sajan apretó la presa.
—Y esto es por cortarme la cara —masculló, arrojando a la monja hacia delante.
La cabeza de la hermana María atravesó los oscuros paneles de madera, haciendo astillas la intrincada celosía. Koster saltó por encima de la monja y asió la mano de Sajan. Ambos oyeron el sonido de los paneles al desprenderse y se volvieron justo a tiempo de verlos derrumbarse, separándose de la galería y surcando el aire hasta estrellarse contra el suelo de la nave con un terrible estallido. La luz inundó la galería.
Pero la monja no había caído. De alguna manera había logrado apartarse del borde y ahora estaba haciéndoles frente.
La hermana María tenía un considerable tajo sanguinolento que iba desde encima del ojo derecho hasta la punta de la mandíbula. La toca se le había desprendido y tenía la cabeza descubierta. Pero la monja no tenía el exuberante cabello castaño que Koster esperaba, sino que estaba prácticamente calva, a excepción de algunos ralos mechones grises que descendían hasta los hombros.
Koster se dio la vuelta con un gemido y empujó a Sajan hacia delante. Recorrieron el pasadizo a trompicones. Casi habían llegado a la puerta que conducía a la escalera cuando Koster sintió que algo le cortaba la mano. Se tambaleó y se dio la vuelta, apoyando una mano en los paneles, tratando desesperadamente de no caerse. Cuando se giró hacia la monja la hoja le atravesó de nuevo la piel con tanta facilidad y destreza, justo debajo de las costillas, en esa parte carnosa, que al principio no supo de qué se trataba. El dolor era insoportable.
—Espera aquí —dijo suavemente la monja, y Koster sintió su dulce aliento en la cara—. Volveré a por ti después. —Entonces, sorprendentemente, lo soltó.
Koster se derrumbó.
Sajan estaba delante del sol. Puso los ojos como platos al observar la hoja ensangrentada en la diestra de la hermana María.
—Había hojas en la carretera —dijo la monja—, pero no resbalaba tanto. Esa no fue la causa del accidente.
El rostro de Sajan se puso ceniciento. No había paneles cerca de la puerta de la escalera y la balaustrada de piedra maciza había sido sustituida por una vieja barandilla metálica.
—¿Qué es lo que has dicho? —Sajan miró la puerta. Por un momento Koster pensó que iba a darse la vuelta y salir corriendo hacia la escalera. La verdad era que rezaba porque lo hiciera. Pero no fue así. Sajan se quedó petrificada, encarándose con la hermana María.
—Me acuerdo del niño pequeño que estaba en la ventana —prosiguió la monja—. ¿Cómo se llamaba? Marc, o Maurice. Sí, Maurice. Un nombre muy poderoso para una persona que se hizo pedazos de esa forma, cuando el coche se estrelló contra la zanja. Murió al instante.
—Maurice —repitió Sajan, retrocediendo otro paso hacia la barandilla.
—Pero el hombre —continuó la monja—, tu marido, Jean-Claude, tardó mucho tiempo en morir. Varios minutos. Sufrió.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Porque estaba observando. Las muertes que parecen más inocentes son de hecho las más elegantes.
—Estás mintiendo.
—¿Ah sí? El arzobispo Lacey deseaba silenciar a la vieja condesa. Sus constantes intentos de publicar el evangelio de Tomás y difundir mentiras gnósticas estaban empezando a convertirse en una molestia. Pero no quería que se transformara en una mártir. De modo que le sugerí la solución perfecta. Le dije que podía acabar con la condesa de otra forma. A través de su hijo. Tu marido. Maurice fue un giro inesperado de los acontecimientos. Un plus, por decirlo de alguna manera.
La hoja plateada surcó el aire, errando por poco la mejilla de Sajan.
Esta aferró la muñeca de la monja y se la retorció con un poderoso movimiento. La monja gritó y soltó el crucifijo.
Koster observó impotente el combate entre las dos mujeres, que se arañaban mutuamente.
Entonces le pareció que la hermana María se tropezaba con el hábito.
Sajan la golpeó una y dos veces en la cara.
La cabeza de la monja salió despedida hacia atrás y la hermana María se aferró a la barandilla.
—Que Dios me perdone. —Sajan se arrojó contra ella, juntando los dedos a modo de lanza, y golpeó a la monja justo debajo de la barbilla, en la hendidura de la yugular.
La hermana María salió volando hacia atrás. Se escuchó el sonido del metal al romperse. La barandilla estaba empezando a ceder. La monja trató de asirse al aire, pero no había nada a lo que agarrarse y se tambaleó al borde del precipicio.
Sajan alargó la mano, tal vez cambiando de opinión, como para coger los dedos extendidos de la monja. Pero su mano se cerró sobre las cuentas del rosario de la hermana María, que resbaló hacia atrás, haciendo aspavientos, y el rosario se rompió al caerse ella. Dio una voltereta hacia atrás, atravesando el haz de un foco, se retorció y se dio la vuelta. Luego su cuerpo se estrelló contra el suelo del deambulatorio con un audible chasquido.
Sajan seguía aferrando el rosario y siguió con la mirada las cuentas mientras resbalaban del hilo, una tras otra, caían a través del aire y llovían sobre el cuerpo destrozado.
Koster se puso en pie a duras penas, respirando entrecortadamente, y fue hacia ella. A lo lejos se escuchaba el estridente alarido de las sirenas que se acercaban.
—Vamos —la apremió—. Tenemos que salir de aquí.
—¿Y Nick?
—Ya ha ido al piso franco.
—¿Cómo lo sabes?
Koster meneó la cabeza, estremeciéndose de dolor.
—No sé cómo lo sé. Pero lo sé. ¿No confías en mí?
Sajan tenía lágrimas en los ojos. Miró al cuerpo tendido sobre las losas de abajo.
—Sí, confío en ti. La cuestión es…
Koster le sostuvo la mano, se la apretó y contestó:
—Con mi vida.