1778
París
Por un instante Franklin creyó que veía algo, una luz terrible. Luego se encontró al otro lado de la puerta. Se volvió hacia el portal. La luz azulada se había desvanecido. No había pasado nada, absolutamente nada.
Franklin guardó silencio unos instantes, aterrorizado. Y entonces, de repente, prorrumpió en carcajadas. Se rió sin cesar, doblándose por la cintura, hasta que lo acometió la tos. El trueno cautivo, desde luego, se dijo. Pero la maldita máquina no funciona. En el cielo estalló un relámpago. Franklin se irguió y miró hacia arriba. Pero ¿y si se trata de una conexión defectuosa?, se preguntó. Tal vez aún tuviera una oportunidad.
Franklin examinó atentamente la maquinaria, el cableado, el portal y las líneas que comunicaban con las botellas de Leyden. Dedicó unos minutos a retirar e inspeccionar el alma de la máquina de Dios. Todo parecía en orden. Y sin embargo el artilugio no funcionaba. Tal vez fuera la fuente de alimentación, pensó, aferrándose a todos los motivos, todas las hipótesis posibles, como un hombre que se ahoga se aferra al mástil en un mar embravecido. ¿Se trataba de la fuente?, se preguntó, ¿o de que la potencia no era suficiente?
Franklin subió corriendo las escaleras y atravesó la puerta del taller. Recorrió el pasillo como una exhalación y salió por la puerta delantera, donde se detuvo. La lluvia azotaba el firmamento. El corazón de la tormenta estaba sobre él. Fue corriendo a la casa principal por el largo sendero de gravilla; tardó unos cuantos minutos y estaba empapado cuando entró en tromba por la puerta lateral. Entonces encendió una vela y subió furtivamente las escaleras del tejado. Le Ray de Chaumont y su familia estaban durmiendo en sus camas, al otro lado de la mansión. Franklin irrumpió a través de la puerta que conducía a las buhardillas y la vela se apagó de inmediato. Pero no le importaba. Cada pocos segundos veía claramente el tejado cuando los relámpagos chisporroteaban en lo alto. Corrió bajo la lluvia. Estaba helada. Le parecía que se le congelaba en la cara. Las lentes se le nublaron de inmediato y cuando llegó al pararrayos no veía prácticamente nada.
Franklin se arrodilló y pasó las manos por la base del pararrayos, buscando a tientas las conexiones. Tal vez el viento hubiese desprendido las líneas. Tal vez el fluido eléctrico no las hubiera atravesado. Las buscó a tientas, consciente del peligro que corría si caía un rayo mientras ponía las manos desnudas sobre el alambre. Pero todo fue en vano. Allí no había nada defectuoso. Las conexiones estaban bien. Era el alma de la máquina de Dios lo que había fallado.
Desfallecido, Franklin se levantó y se apartó del pararrayos. Miró al firmamento, a la lluvia que arreciaba por todas partes, como rejones de agua que le atravesaban directamente el cerebro. Abrió la boca y sintió que se le llenaba de lluvia. Hizo gárgaras y escupió, observando desesperadamente el tejado mojado. Entonces reparó en una pequeña barra de hierro que había abandonado algún obrero y se agachó para cogerla. Era pesada, maciza y maravillosamente real. Franklin volvió a la base del pararrayos y lo golpeó con todas sus fuerzas. Una esquirla de piedra de gran tamaño salió despedida hacia las tinieblas. Franklin aporreó repetidamente la base y con un terrible gemido arrojó el pararrayos desde el tejado. Cayó de rodillas. Se había acabado. La máquina no funcionaba. No funcionaría nunca. Todo había sido una mentira.
Se quedó arrodillado, tratando de respirar acompasadamente, de que le bajara el pulso. La fría lluvia le mojaba el cuello y le corría por la espalda. Franklin estaba empapado hasta los huesos. Empezó a temblar. Un rayo destelló a lo lejos. La tormenta se alejaba. Todo había acabado. Se levantó. Le flaquearon las rodillas y por primera vez desde hacía años Franklin se sintió tan viejo como era realmente. Desconsolado, contempló la tormenta que se retiraba poco a poco hacia el oeste, consumiendo los pastos y los bosques de Passy. Solo entonces se volvió hacia la ciudad. París resplandecía en el este como una gran tela de araña luminosa. Había algunos puntos brillantes, algunos indicios de actividad humana, pero también mucha oscuridad. Igual que en su vida, pensó con amargura.
Había tenido sus breves momentos de gloria, sin duda. Franklin no se engañaba acerca de eso. Había viajado por todo el mundo y había visto más cosas que muchos otros en cinco vidas. Las contribuciones que había realizado al nacimiento de su nación pasarían a la historia. Su trabajo en la Declaración de Independencia. La influencia que había ejercido sobre los franceses, desde la primera y fatídica reunión con Bonvouloir en Carpenter’s Hall hasta el Tratado de Alianza con Francia, que se había firmado ese mismo año, cuando los ministros del rey supieron de la victoria norteamericana en Saratoga. La guerra había llegado a un punto muerto, pero Franklin sabía que solo era cuestión de tiempo que los incipientes Estados Unidos prevalecieran. Estaba seguro de ello, a pesar de los escépticos que abundaban a su alrededor. Lo sentía en los huesos. Era como el aroma de una buena historia periodística.
Franklin consideró el imperio editorial que había fundado de la nada (de hecho, cuando era un desmañado fugitivo) hasta convertirse en el impresor más poderoso del Estado, algunos afirmaban que de todas las colonias. Y siendo director general de Correos había aplicado el sistema de distribución más eficaz de la época al desarrollo del contenido editorial, la Gazette y sus almanaques. Había fundado la primera biblioteca y el primer cuerpo de bomberos de la nación. Había descubierto la corriente del golfo y había intuido que la luz del sol ahorraba tiempo. Había ideado incontables inventos, desde el horno hasta la armónica de cristal y el pararrayos. Y no obstante, reflexionó, al final de su existencia, lo que lo obsesionaba no eran aquellos logros, aquellos puntos brillantes. Era toda la oscuridad que había mediado entre ellos.
Franklin había tratado de llevar una vida recta. Ya cuando era joven había trazado complejos planes de perfección moral con los que se había propuesto impulsar su propio desarrollo. Había enumerado trece virtudes capitales, desde la templanza hasta la industria y la modestia. Qué típico, se dijo, que hubiera documentado sus objetivos a la manera de la hipótesis de un experimento científico, como si la bondad y la virtud pudieran abarcarse con palabras. Siempre le habían gustado las listas, como las máximas de El almanaque del pobre Richard. Aquella puntillosidad indicaba una mente lógica. Por supuesto, los almanaques también suponían una considerable fuente de ingresos para los impresores, todavía más que la Biblia, puesto que había que comprar uno nuevo todos los años. Gracias a los almanaques, así como a sus otras empresas editoriales, había podido retirarse a los cuarenta y dos años, obteniendo el tiempo que necesitaba para concentrarse en sus lecturas y sus experimentos. Pero no siempre había triunfado en sus empresas morales. Había hecho cosas que seguían llenándolo de una insondable culpa. Y no obstante, con el paso de los años había aprendido que a veces las virtudes que en América se ensalzaban con un abandono tan descuidado no hallaban eco en el continente. En América se consideraba pecaminoso estar ocioso, mientras que en Francia lo contrario era vulgar. John Adams, que acababa de llegar a París como embajador en la corte francesa, aún no había apreciado aquella curiosa paradoja. Adams creía que la vida de Franklin en Passy era una escena de disipación descontrolada.
Franklin descansó la mano en la balaustrada mojada por la lluvia que dominaba la plaza. Ahora tenía frío. Hacía mucho frío. Pero la tempestad había pasado de largo; la tormenta se había agotado al fin. Albergaba muchos remordimientos, reflexionó Franklin, de los cuales haberse casado con Deborah no era precisamente el menor. Aunque el matrimonio había sido un éxito desde casi todos los puntos de vista, siempre había sido más bien una solución económica; había estado muchos años en el extranjero y había tenido muchas familias adoptivas. Al final estas eran más seguras. Entonces le vino a la mente otro dicho del Pobre Richard: «Que todos te conozcan, pero que ninguno te conozca bien: los hombres que ven los bajíos pueden vadearlos libremente».
Siempre había sido así, reflexionó. Siempre se había sentido un poco distante, como si el intelecto lo apartase del mundo. Incluso ahora, después de tantos años, incluso con la señora Helvétius, se había retirado detrás del ingenio para lidiar con aquellas nuevas emociones. Franklin suspiró. Nunca había sido capaz de intimar demasiado con Deborah, ni con William, ni siquiera con Sally. Aunque la mayoría de las cartas de la francesa empezaban: «Cher papa», las de su hija decían invariablemente: «Querido y honorable señor». Nunca había tratado a Sally como a una hija. De hecho, siempre la había apartado, exhortándola a que hiciera o fuera otra cosa. Otra persona. Meneó la cabeza con tristeza. La verdad era que siempre se había sentido más cómodo y más allegado a sus familias sucedáneas de Inglaterra y Francia. Desde lo de Franky.
Franklin se apartó del borde de la barandilla. Contempló al firmamento y de improviso rompió a llorar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas como agua de lluvia. Sollozó y el lastimero sonido ascendió como una cometa en manos del viento.
Al final le había pasado lo mismo con Franky, comprendió. Nunca había superado la muerte prematura de su hijo. No del todo. En lugar de valerse de rituales religiosos para dejar atrás la muerte del niño había dedicado más de la mitad de su vida a aquella empresa despiadada, encadenado al muro mientras el águila le devoraba el hígado. Miró la Basse Cour, donde todavía se encontraba la máquina malograda. Aquella única obsesión era la que había mantenido a Franky vivo para él. Y ahora que había terminado, después de tantas décadas, ahora que el mapa había resultado infructuoso, Franklin comprendió que había estado buscando una quimera. Sonrió con amargura. Tal vez se tratara de eso.
Contempló la ciudad. «Apártate de ella», le había aconsejado en una ocasión el hermano Price, aquel día lejano en la taberna de la Cuba. «Apártate de ella o echarás a perder toda tu vida por un sueño.» Price había estado en lo cierto, pensó Franklin, y se descubrió riendo ante aquella maravillosa ironía, a pesar del gran agujero que tenía en el corazón.
Alguna mente del futuro, se dijo, tendría que proseguir aquella búsqueda en alguna época lejana. Él había terminado con la máquina de Dios. Se dio la vuelta y atravesó de nuevo la puerta en dirección a las escaleras.
Y además, ya no faltaba mucho. Dentro de poco vería a Franky a la antigua usanza… en la tumba.