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Nueva York

La máquina de Dios ronroneaba al fondo de la sala esterilizada. Robinson, que estaba delante de la consola, ajustó los instrumentos y ante los ojos de Koster se encendió una luz zafírea que se extendió lentamente por el borde del portal, como una lengua de fuego.

—¿Estás listo? —le preguntó Robinson.

Koster no contestó. Estaba observando el portal. La luz azul continuó hinchándose y extendiéndose. Enseguida cubriría todo el marco, desmoronando las paredes de la catedral atómica, transmutando los fermiones en bosones y convirtiendo la materia sólida en luz.

—¿Estás listo?

Koster despertó de aquella ensoñación y se dirigió al emparrado eléctrico, donde contempló las campanillas de cristal y la maraña de alambres y cables que sobresalían de lo alto de la entrada. La luz palpitaba, pasando del azul turquesa al brillante azul eléctrico. El fragor de la máquina dio paso al estruendo de los pistones. El ritmo se incrementó. Luego cambió la frecuencia, ascendiendo por la escala. El sonido se hizo más estridente.

Koster dio otro paso hacia la abertura. Y después otro. A medida que se acercaba, pensaba en Franklin. Se imaginaba al anciano solo ante su propia máquina de Dios, mientras la tormenta eléctrica arreciaba en el firmamento. Franklin anhelaba desesperadamente franquear aquella puerta. A pesar de todos sus logros y sus prometeicas contribuciones, anhelaba aquel momento. Para volver a ver a Franky. Koster se preguntó si acaso volvería a ver a su hijo Zane. Y a Mariane. ¿Vería de veras a Dios, significara lo que significara eso? ¿Obtendría clarividencia, idearía un plan infalible para rescatar a Savita?

La luz azul se extendió rápidamente. El zumbido se atenuó a medida que la frecuencia se hacía inaudible.

¿O acabaría como el arzobispo Lacey? Uno de los técnicos había difundido aquel rumor, basado supuestamente en el relato de un desertor atemorizado. Afirmaba que Lacey se había convertido en un charco de materia viscosa después de trasponer el portal. Desde entonces habían añadido el esquema de Tesla y el fragmento de Savita.

Pero ¿y si Savita no era una auténtica mensajera? ¿Y si Koster había malinterpretado el diseño? ¿O si aún quedaban otros esquemas ahí fuera, algunos que aún no habían imaginado siquiera, ni mucho menos reproducido?

—Ya casi está —añadió Robinson. Giró el dial de la consola y la luz azul envolvió el portal de un lado a otro.

Koster sintió que la carga estática del aire le erizaba el vello de la nuca. Cerró los ojos y pensó en Savita. Savita Sajan. El color de sus ojos almendrados. La forma de sus manos. El calor de sus labios. La fragancia de su cabello. Savita.

—Prepárate.

Era la única forma de asegurarse de que volvería a verla. Tenía que franquear aquella puerta. No importaba nada más. Ninguna de sus preguntas, sus cualificaciones ni sus miedos. La amaba. Eso era todo. O conseguía rescatarla o moriría en el intento. No había alternativa.

—¡Vamos! ¡Ahora!

Koster atravesó el portal.