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1778

París

La tormenta descendió sobre la ciudad como un sudario. Franklin estaba sentado en el asiento del carruaje, brincando dolorosamente sobre los deteriorados muelles mientras la calesa recorría el sinuoso camino de regreso a Passy. Miró por la ventanilla, a través del cristal que salpicaba la lluvia, tratando de hacer caso omiso del extraño hormigueo en los dedos de los pies que anunciaba otro inminente ataque de gota. A lo lejos, los relámpagos iluminaban el cielo negro como la tinta que se estremecía y temblaba. Si el cochero no se apresuraba, pensó Franklin, acabaría perdiéndose la última ocasión de la temporada. Y después de más de cincuenta años estaba harto de esperar.

Franklin se puso una vieja manta encima de las piernas. Acababa de salir de la logia de las Nueve Hermanas, donde había asistido al responso en honor del venerable Voltaire, y soplaba una corriente especialmente fría en el salón. Y lo que era todavía peor, muchos de los amigos del famoso filósofo, entre los que se contaban Condorcet y Diderot, no habían asistido a la ceremonia, dispensando excusas patéticas. Diderot había afirmado en una ocasión: «El hombre no será libre hasta que hayamos ahorcado al último rey con las tripas del último cura». Pero lo cierto era que no había asistido porque estaba demasiado asustado.

Le resultaba extraño imaginarse a Voltaire muerto. El escritor, ensayista y filósofo se había convertido en semejante símbolo de la Ilustración francesa, semejante fuerza de la escena intelectual parisina, que le había parecido, bueno… inmortal. De ingenio legendario y ardiente defensor de las libertades civiles, la libertad de culto y el derecho de todos los ciudadanos a disfrutar de un juicio justo, Voltaire había sido un auténtico reformista social que con frecuencia había criticado los dogmas eclesiásticos en sus obras. Por ello, el rey y la Iglesia se habían convertido en poderosos enemigos suyos y de la logia de las Nueve Hermanas, a la que pertenecían Franklin y Voltaire. Lo cierto era que Franklin solo había coincidido con el famoso escritor en dos ocasiones: la primera en febrero del año anterior, en la casa de Voltaire, y la segunda dos meses después, en una visita ceremonial a la Académie Royale. Ambas habían sido tediosas y sumamente ceremoniosas. La muchedumbre que rodeaba a Franklin y Voltaire los había instado a abrazarse a la manera de los franceses, dándose un beso en cada mejilla, y el acto se había equiparado a Solón abrazando a Sófocles, tan grande era la reputación de ambos.

Franklin sonrió irónicamente mientras miraba por la ventanilla. Pero aunque la mente fuera grande, reflexionó, y el intelecto extraordinario, por mucha que fuera la influencia o la fama, ninguna de aquellas cosas era capaz de derrotar al tiempo. Con el tiempo todo se convertía en pasto de los gusanos. Se estrechó las piernas con la manta y rememoró la ceremonia.

El salón de la logia estaba cubierto de crepé negro y alumbrado solo con velas temblorosas. Había habido canciones, prolijos discursos y polémicos poemas que atacaban al clero y a la Iglesia. La sobrina de Voltaire había presentado un busto de su tío, obra de Houdon; una imagen lograda sin peluca con una sonrisa irónica y perturbadora. Habían encendido la llama sagrada y descubierto un retrato de Voltaire trascendente, saliendo de la tumba antes las diosas de la verdad y la benevolencia. Franklin se había despojado de la corona masónica y la había depositado al pie del cuadro. A continuación se habían retirado a un interminable banquete, donde habían dedicado el primer brindis al propio Franklin, que tenía «el trueno cautivo a sus pies», y a la recién nacida nación norteamericana. Pero Franklin había abandonado la logia temprano. Sabía que se avecinaba una tormenta y no se le ocurría mejor homenaje a Voltaire y la edad de la Razón que volver y terminar el experimento.

Había sido casi inevitable que Franklin y Voltaire se conocieran y se unieran a la misma logia. Al contrario que la mayoría de las logias norteamericanas, la masonería francesa había evolucionado hasta convertirse en algo más que un simple club social para empresarios. Claude-Adrien Helvétius, un filósofo librepensador y uno de los cincuenta granjeros generales de Francia, había concebido la creación de una superlogia con sede en París como reducto de los pensadores y artistas más celebrados de la nación. Cuando él murió, su viuda, la imparable señora Helvétius, había puesto en práctica aquella visión y había fundado la empresa. Así había nacido la logia de las Nueve Hermanas.

Franklin exhaló un suspiro. Quizá hubiesen dedicado la logia a las nueve musas, pero para él la señora Helvétius era la décima. Limpió el vaho de la ventanilla con la mano. Siempre le sucedía lo mismo cuando pensaba en Anne-Catherine Helvétius. Había pasado muchas tardes en la finca de la viuda en Auteuil. Aunque ella tenía sesenta años y Franklin setenta y dos, sus encantadores modales y su naturaleza de espíritu libre lo habían cautivado. En su salón no existía ninguna de las pretensiones y la formalidad que se encontraban en la mayoría de las casas nobles francesas. Se rodeaba de una cohorte de artistas bohemios y animales, un séquito risueño y burlón de intelecto irreverente.

—En su compañía —le había confiado Franklin en una ocasión—, no solo estamos complacidos con usted, sino complacidos los unos con los otros y con nosotros mismos. —Franklin se había propuesto pedirle matrimonio, aunque no demasiado en serio, y ya había compuesto una bagatela titulada Los campos Elíseos en la que iba al cielo y hablaba de la unión de Deborah, su esposa muerta, y Claude-Adrien, el difunto esposo de Anne-Catherine, que se habían desposado en el cielo. Pero en lugar de entregársela en persona, lo que habría resultado terriblemente serio, Franklin se proponía publicarla en la prensa. Después de todo, reflexionó, era más prudente hacer el payaso en público que el tonto en privado.

Aún faltaba otra hora para que el carruaje arribase a la finca de Passy. Cuando llegaron a la Basse Cour, la tormenta estaba arreciando con tanta violencia que a Franklin le preocupaba que pasara de largo antes de que hubiera tenido ocasión de prepararse. Salió trabajosamente del carruaje y fue corriendo a la casa bajo la lluvia.

Era tarde. Hacía mucho que los criados y los miembros de la embajada americana se habían acostado. La Basse Cour estaba silenciosa como una tumba. Franklin se quitó el sombrero y el abrigo mojados, sacudió el agua de lluvia y los extendió sobre una silla en el vestíbulo. A continuación encendió una vela, la levantó por encima de su cabeza y recorrió el pasillo hasta el taller que había al fondo de la casa. Antaño aquella habitación había hecho las veces de granero; era espaciosa y apartada y estaba construida con grandes bloques de piedra. Franklin cerró la puerta con llave a sus espaldas y bajó las escaleras hasta el corazón del taller. Había una lámpara sobre una mesa al pie de los escalones. La encendió con la vela y la estancia se llenó de repente de un brillo intenso y alegre.

Allí estaba. Franklin depositó la lámpara encima de la mesa. Contempló la máquina que descansaba al otro extremo de la estancia. Lo llamaba. Lo esperaba. Parecía que pronunciaba su nombre.

Franklin se dirigió a una cadena que colgaba del muro, tiró de ella y un panel descendió del techo, revelando a través de una abertura los elementos en el firmamento. La lluvia fluía a través de la claraboya sobre una enorme lona gris que la conducía a una bajante en el fondo del taller.

Estalló el relámpago, seguido del trueno. Franklin fue corriendo a una primitiva consola y accionó diversos interruptores. Comprobó las conexiones de las botellas de Leyden que estaban en fila junto a las paredes. Todo estaba listo. Contempló el cielo. Estalló un relámpago y Franklin contó: uno, dos, tres. Entonces el trueno envolvió la noche. Franklin retiró la tela que cubría una sección de la máquina. Parecía el arco de una emparrada, de madera y metal, rodeado de cables tan tenaces como parras. El relámpago estalló de nuevo. Uno, dos… y a continuación el trueno. Prepárate, pensó. Es el momento. Se dirigió al portal. Empezaba a observarse un brillo azulado en la abertura. Franklin se humedeció los labios. Se le había desbocado el corazón. ¿Y si me he equivocado?, consideró. Tal vez se uniera a Voltaire antes de lo previsto. De un modo u otro.

Estalló el relámpago. Uno… y de nuevo el trueno. La casa entera parecía estremecerse. Franklin accionó el último interruptor de la consola y aspiró una temblorosa bocanada de aire. El brillo azulado de la puerta se había extendido de un lado a otro. La carga estaba casi completa. Esperó y miró hacia arriba. El cielo negro estaba lleno de nubes. Esperó. Y entonces, sin venir a cuento, uno de los aforismos de El pobre Richard se abrió camino a través de su consciencia: «Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos». Franklin se rió. El relámpago estalló en las alturas, el brillo azulado se volvió blanco y sin pensarlo dos veces Franklin atravesó el portal.