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Nueva York

Mediaba la tarde cuando el vicepresidente Linkletter encontró al fin un hueco en su agenda para charlar con el delegado del Vaticano. Se trataba de una visita imprevista y Linkletter no estaba de humor para mostrarse flexible. Cuando el delegado se presentó al fin ante la puerta, acompañado por Sally, la secretaria del vicepresidente, Linkletter descubrió con sobresalto que no era más que un insignificante monseñor jesuita.

—Puedo concederle dos minutos, monseñor Poggioli —dijo sin levantarse.

El monseñor era un hombre delgado con el pelo negro rapado, los hombros cargados y unas gafas que daban la impresión de magnificar sus relucientes ojos negros. Se quitó el sombrero negro de ala ancha y contestó con tono complaciente:

—Tiempo más que suficiente, señor vicepresidente.

—¿Tiempo suficiente para qué? —Linkletter había confiado en marcharse del despacho a una hora decente para variar. Aún no había acabado de atar el último lote de sanguijuelas devoradoras de huevos antes del siguiente viaje de pesca a Alaska. El vicepresidente señaló una silla y el monseñor tomó asiento.

—Como bien sabe —dijo Poggioli—, la elección de un nuevo Papa es inminente. Me temo que la salud del pontífice es mucho peor de lo que hemos admitido ante la prensa. En suma, Juan Pablo II se está muriendo. El Santo Padre no pasará de esta semana.

—¿Y?

—El cardenal alemán está repasando su candidatura. Estoy seguro de que sabe lo que le ha pasado al arzobispo Lacey.

—Apenas lo conocía. Me han dicho que murió en una especie de accidente industrial.

El monseñor esbozó una tenue sonrisa.

—Sí, algo así. Un… desgraciado accidente, que Dios tenga piedad de su alma. El caso es que el cardenal tiene la impresión de que… ¿Cómo lo diría? De que las cosas se les han escapado de las manos. Cree que esta operación se ha vuelto demasiado onerosa.

—Por no mencionar lo embarazoso que sería que se hiciera pública la conexión del cardenal con Lacey.

—Es un momento delicado, sin duda —asintió Poggioli—. El arzobispo Lacey se ganó algunos enemigos en el sur con el paso de los años.

—Votos que su candidato necesita para convertirse en Papa, supongo. Le queda un minuto, monseñor.

—El cardenal quiere suspender la operación y cerrar el programa.

—¿Por qué no se lo dice a la hermana María?

—Ha habido cierta resistencia en el campo —admitió Poggioli—. Y Michael Rose… es un hombre con el que cuesta razonar.

Linkletter esbozó una débil sonrisa.

—Ya lo entiendo —contestó, y se rió—. No es fácil parar las cosas —dijo— después de que se hayan puesto en movimiento. —Dio una vuelta en la silla de piel—. No puedo prometerle nada. Y me temo que se le ha acabado el tiempo. —El vicepresidente se levantó.

Pero monseñor Poggioli continuó sentado. Linkletter fulminó con la mirada al hombrecillo, tratando de hacerle un agujero en la frente.

—Tenemos entendido —continuó el monseñor— que Michael Rose está al corriente de cierta información delicada que le afecta a usted de lleno.

Habló tan suavemente que Linkletter tuvo que inclinarse sobre el escritorio para oírlo.

—¿Cómo dice?

—Por favor. No fue ninguna casualidad que J. Edgar Hoover se decantase por los agentes que habían estudiado con los jesuitas. No pasa casi nada sin que nosotros nos enteremos. —Hizo un ademán con la mano izquierda y sus dedos pequeños y delgados se cerraron a la manera de un abanico.

—Dicen que G. Gordon Liddy estudió con los jesuitas. Pero no le sirvió de mucho.

El monseñor miró a Linkletter y sus ojos centellearon a la luz de media tarde. Luego movió la cabeza y se desvanecieron cuando las lentes de las gafas reflejaron el brillo del sol.

—No hace falta que se preocupe por lo que sabe Michael Rose, señor vicepresidente.

Linkletter rodeó el escritorio.

—No sé de qué está hablando. Se le ha acabado el tiempo, monseñor —se burló.

Poggioli se levantó con un movimiento fluido.

—Sí, en efecto —contestó, mirando su reloj—. Sin embargo, le aconsejo que mande a un hombre a hablar con su padre.

—¿Su padre? ¿Qué tiene que decir Thaddeus Rose sobre esto? He intentado llamarlo, pero sigue en una especie de retiro religioso.

El monseñor Poggioli se puso de nuevo el sombrero negro. Cuando se dio la vuelta para marcharse concluyó:

—Encuéntrelo, señor vicepresidente. Él le dará las respuestas que está buscando.