65

Nueva York

Al final fue Rose quien le entregó a Robinson la llave de la victoria. Esa fue la maravillosa ironía. Pero como había dicho Tsun Tzu en una ocasión: «El estratega victorioso solo libra una batalla después de haber obtenido la victoria». Y a Robinson no le gustaba perder.

Era demasiado tarde para la lealtad y las aguas revueltas de la amistad. Era demasiado tarde para el misterio de los números. Pero Robinson se dio cuenta de que había algo por lo que Koster estaba dispuesto a luchar, algo hermoso y puro. Y no se trataba de Sajan, por muy hermosa e inteligente que esta fuera, sino de la idea de Sajan. La idea de que el amor todavía era posible, incluso para alguien como él.

Llamaron a la puerta de la sala de conferencias. Robinson se puso en pie y se dio una palmada en el bolsillo. Al cabo de un momento la puerta se abrió. Allí tenía a Koster. Macalister estaba a su lado, sombrío y silencioso.

Robinson rodeó la mesa. Era una sala de conferencias pequeña y sin ventanas, en la que apenas había espacio para el escritorio y media docena de sillas. Pero estaba en las entrañas del templo de Harlem. Al otro lado de sesenta centímetros de cemento y acero.

—Entra, Joseph, por favor. ¿Cómo estás? —dijo—. ¿Te han herido en el rescate? Siéntate, por favor.

Koster fulminó a Macalister con la mirada.

—Nada grave —dijo—. Pero yo no lo llamaría un rescate. ¿De qué forma me has ayudado exactamente? No puedo esconderme en este sótano eternamente.

—No será necesario, créeme. Siempre que hagas lo que yo te diga. Hace mucho tiempo que somos amigos, Joseph. Mucho tiempo. No dejaré que nadie te haga daño.

—No empieces, Nick. No pienso ayudarte. —Koster tomó asiento en la cabecera de la mesa.

La sonrisa de Robinson se desvaneció. Al cabo de un instante retiró una silla y se sentó al lado de Koster. Se inclinó hacia él y dijo:

—¿Dónde está?

—¿Dónde está qué?

—No soy idiota, Joseph. El último fragmento. El último trozo del mapa. Y no me digas que se trata del esquema de Tesla.

—No sé de qué estás hablando.

—Cuando incorporé el fragmento que me diste, el del cuaderno de Edison, la máquina de Dios siguió sin funcionar.

—Vaya, qué raro. A lo mejor Dios no estaba en casa.

Robinson se puso rígido. Macalister dio un paso hacia delante.

—Tus tácticas de la Gestapo no me asustan —dijo Koster.

—Te sorprenderías —repuso Macalister.

Robinson meneó la cabeza.

—Preferiría que me ayudaras porque crees que estás haciendo lo correcto —le dijo a Koster—. No quiero lastimarte, Joseph —añadió—. Te quiero. Pero me has puesto en una tesitura muy delicada.

—¡Tu tesitura! —se rió Koster—. Preferiría ser la araña antes que la mosca cualquier día de la semana.

—¿Ah sí? Pero si eso es exactamente lo que estoy diciendo, Joseph. Durante demasiado tiempo te has conformado con ser la mosca. Atrapado en una tela de araña de autocompasión. «Ayúdame, ayúdame» —se burló, levantando las manos—. ¿Quién te animaba a que te levantaras, a que siguieras adelante? Estabas moribundo, Joseph. Eras un hombre hueco. Odiabas tu trabajo. No superabas la muerte de Mariane. Y ahora lo has hecho. Gracias a esta búsqueda. —Robinson se rió entre dientes—. Tómatelo con todas las reservas que quieras, amigo mío, pero estoy muy orgulloso de ti.

—Harías lo que fuera y dirías lo que fuera para echarle el guante a la máquina de Dios, ¿verdad? ¿Qué será lo siguiente? ¿La majestad de los números? ¿La conjetura más antigua del mundo? —Koster se inclinó hacia delante, puso las manos sobre la mesa y dijo—: ¿Por qué murió Mariane, Nick? Si no me hubieras arrastrado a aquella búsqueda aún estaría viva. Está muerta por tu culpa. Lo único que me importa es liberar a Savita. Me has arrebatado a una mujer. No me arrebatarás a otra.

Robinson suspiró.

—Todo lo contrario —replicó—. Yo diría que eres tú el que me ha arrebatado a Savita.

Koster se irguió y apretó los puños.

—Renunciaste a ella hace años.

—No quería hacerlo. Yo la amaba… la sigo amando. Pero fue un sacrificio necesario. Mis sentimientos personales carecían de importancia. Ella debía desempeñar un papel distinto en esta búsqueda.

Koster se rió con amargura.

—Y yo que siempre te había admirado. Eres idiota, Nick. Puede que haya tardado cuarenta años, pero he acabado descubriendo algunas cosas. Como por ejemplo esta curiosa ecuación: cuando tienes una ocasión de amar, la que sea, es mejor que la aproveches. Es mejor que no la dejes pasar. Porque puede que no vuelvas a tenerla. —Meneó la cabeza—. Puede que los números sean perfectos, a su manera, sin duda, hermosos y sinceros, pero no te calientan los pies por las noches.

Robinson miró a Macalister. Entonces, como si acabara de ocurrírsele, metió la mano en el bolsillo y sacó la grabadora. Sin decir una palabra, la depositó encima de la mesa, delante de él.

—¿Qué es eso? —preguntó Koster. La grabadora era tan pequeña que parecía un insecto.

Robinson dio una palmadita sobre ella y la voz de un hombre dijo:

«Savita Sajan. Ya la conoce. ¿Significa algo para usted?»

«¿Quién es?» La voz grabada de Robinson sonaba enlatada y monótona.

«Escuche atentamente», continuó el hombre. «Si quiere volver a ver a Savita con vida entréguenos el último fragmento del mapa. El que dibujó ella. Sabemos que lo tiene Koster. Y Koster está con usted.»

Koster se incorporó en la silla.

Hubo una pausa. Luego una voz lastimera reverberó:

«¿Qué están haciendo? Suéltenme. ¡Espere! He dicho que me suelten.»

Koster dio un respingo. Era Sajan.

Otra mujer tomó la palabra. Tenía acento latinoamericano.

«¿Dónde esconde Nick Robinson la máquina de Dios?»

«No lo sé. Nos vendaron los ojos. Me parece que estaba en alguna parte del Upper West Side.»

«¿Dónde?»

«Ya le he dicho que no lo sé. A lo mejor en Harlem.»

«¿Es el último fragmento?», quiso saber el hombre.

«Sí, el esquema de Tesla. Desátenme. He dicho que me desaten. Suéltenme.»

«Está mintiendo.»

«He dicho que me suelten.»

«El esquema de Tesla no es el último fragmento.»

«¿Qué es lo que ha dicho? ¿Por qué piensa eso?»

«El mapa está incompleto. Los cuatro fragmentos no funcionan. Hay otro esquema. ¿Dónde está?»

«Suéltenme», exigió Savita. «Suéltenme, por favor, se lo suplico. ¡Por favor!»

Hubo un alarido insondable y escalofriante. Y luego silencio.

Koster apoyó la cabeza entre las manos.

«Señor Robinson», continuó la grabación. «Ya sabe lo que quiero. El último fragmento del mapa. El fragmento de Sajan. Un cambio justo. Podemos reunirnos en el faro de Little Red, al pie del puente de George Washington. Digamos mañana a las diez de la mañana.»

«Váyase a la mierda.»

Koster alzó la vista. Robinson sonreía mientras escuchaba atentamente su propia voz en la grabadora.

«Es un farol», estaba diciendo. «Mátela si quiere. Joseph no tiene ningún esquema. Él no sabe de qué está usted hablando.»

Robinson alargó la mano y apagó la grabadora.

—¿Verdad? —le preguntó.

Koster suspiró y se arrellanó en la silla.

—Eran Michael Rose y su socia —dijo Robinson—. Me parece que ya has conocido a la hermana María. Parece que su jefe, el arzobispo Lacey, de los caballeros, sufrió un desgraciado accidente mientras intentaba entrar en una máquina de Dios que estaba… —Buscó la palabra adecuada—. Incompleta.

—Vale —dijo Koster—. Vale, Nick, tú ganas. Te daré el último fragmento del mapa.

—¿Dónde está?

—Lo he memorizado.

—Eso es imposible.

—¿Lo quieres o no?

Robinson frunció el ceño.

—Si es una especie de truco…

—No es ningún truco, Nick. Sajan lo dibujó. Y yo lo memoricé. Es así de sencillo. Solo te pongo una condición. Si quieres el mapa tendrás que ayudarme a rescatar a Savita. Tendrás que estar presente cuando hagamos el intercambio. Pero no será en el faro de Little Red. Está demasiado lejos. Tiene que ser un sitio más céntrico, más público. Como… como la catedral de San Juan el Divino. No está demasiado lejos de aquí. ¿Y bien, Nick? ¿Quieres ayudarme? No puedo hacerlo solo.

—No, supongo que no —admitió Robinson—. Te atraparían en cuestión de minutos, en cuanto salieras de este sitio. ¿Y qué pasaría entonces? Seamos sinceros, Joseph: antes o después te arrancarían el esquema y Savita seguiría siendo su prisionera.

—Has pensado en todo, ¿verdad, Nick? El peón se come a la torre.

—La sala esterilizada está lista y esperando. Mis técnicos están a tu disposición. Solo tenemos hasta mañana por la mañana, así que será mejor que te des prisa.

Koster titubeó.

—Creía que solo querías el fragmento.

—Tengo que asegurarme de que es auténtico. Lo tomas o lo dejas. Me ayudarás a completar la máquina de Dios. Si lo haces, yo te ayudaré a entregarles el último fragmento a cambio de Savita. ¿Trato hecho?

—¿Qué te impide cambiar de opinión sobre ayudarme cuando haya completado el chip?

Robinson sonrió.

—Vas a tener que confiar en mí, Joseph.

—Eso no es un gran consuelo. Por otra parte —añadió Koster, arqueando los labios—, no sabrás lo buena que es mi memoria hasta que hayas atravesado ese portal. ¿Qué le pasó al arzobispo Lacey exactamente?

—No me has entendido —objetó Robinson—. A lo mejor no me he explicado bien. Por mucho que haya soñado con este momento, desde que era niño, serás tú quien tenga el privilegio de ser el primero que cruce la máquina de Dios, Joseph.