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Nueva York

Sajan despertó en algo que parecía un sótano en construcción. Se sentía insegura y aturdida. Le dolía la cabeza. Y estaba atada a una silla.

Lo último que recordaba era que los policías la habían llevado a rastras al dormitorio del loft de Koster en el Village y le habían apretado un trapo contra la cara. Y entonces todo se había oscurecido. Pero estaba claro que aquello no era ninguna celda.

Volvió la cabeza y miró a su alrededor. Al fondo del sótano había una secadora y una lavadora de color pardusco; más púrpura que rojo. A un lado había varias hileras de sillas de plástico verde apiladas. Más allá de estas había una mesa de ping-pong plegada, unas cuantas cajas de cartón marrones y una librería medio pintada. A la izquierda había una escalera con escalones de madera de color beis y desde el techo oscilaban algunos casquillos de bombillas fluorescentes. Observó que una de ellas estaba estropeada; no dejaba de apagarse y encenderse constantemente, chisporroteando y siseando.

Sajan comprobó las ligaduras. Era inútil. Le habían atado las manos con una especie de cinta adhesiva. No había forma de liberarse.

Entonces oyó los pasos. El sonido procedía de las escaleras de la izquierda. Sajan se inclinó hacia delante para ver, forcejeando con sus ataduras.

En los escalones aparecieron un zapato y un tobillo, seguidos de una pantorrilla, otro zapato y el oscuro ribete de una falda o una túnica. Sajan sintió que el corazón se le detenía momentáneamente cuando ante sus ojos aparecieron las cuentas del rosario.

¡La monja de Carpenter’s Hall! Y detrás de ella estaba Michael Rose, el hijo del telepredicador.

La monja golpeaba el suelo de cemento con la punta del zapato como si estuviera comprobando el grosor del hielo de un pantano. A lo mejor creía que estaba mojado. Que todavía era conductor. Sajan se estremeció.

La hermana María se adelantó con una sonrisa en los labios.

—Está despierta —empezó—. La estábamos esperando.

Sajan tironeó de las ligaduras.

—¿Dónde estoy? Desátenme.

Michael Rose describió un círculo alrededor del perímetro del sótano. Se detuvo un instante junto a una caja de cartón cuadrada, se inclinó hacia delante y la arrastró por el suelo gris de cemento hacia Sajan. Al principio esta pensó que iba a sentarse, pero Rose extrajo de su chaqueta un pequeño dispositivo electrónico, una grabadora digital, y la depositó encima de la caja.

—¿Qué están haciendo? —dijo Sajan—. Suéltenme.

La monja se acercó un paso hacia ella. Levantó la mano con una terrible despreocupación y se quitó las cuentas del rosario.

—¡Espere! —exclamó Sajan, debatiéndose. Trató de echar la silla hacia atrás, pero parecía que estaba clavada al suelo—. He dicho que me suelten.

La monja balanceó las cuentas entre las manos. De pronto alargó la mano, asió el crucifijo y lo sostuvo entre los dedos. El cuerpo de Cristo se desprendió de la cruz, revelando la pequeña hoja de acero que había debajo.

—¿Dónde esconde Nick Robinson la máquina de Dios? —preguntó suavemente.

Sajan, petrificada, contempló la hoja, que relucía cuando la bombilla fluorescente parpadeaba en el techo. Encendiéndose y apagándose. Encendiéndose y apagándose. Emitiendo un siseo semejante al de una lámpara matainsectos.

—No lo sé —contestó—. Nos vendaron los ojos. Me parece que estaba en alguna parte del Upper West Side.

—¿Dónde? —La monja se acercó otro paso.

—Ya le he dicho que no lo sé. A lo mejor en Harlem.

—¿Está terminada? —Esta vez era Rose quien había hablado. Su voz parecía un tanto inestable, como si las palabras de la frase estuvieran a punto de saltar como una serie de cepos.

—Le faltaba el esquema de Tesla.

—¿Se refiere a esto? —La hermana María sacó una fotografía de los pliegues del hábito y la expuso a la luz.

Sajan contempló la fotografía. Parecía el esquema de Tesla, desde luego. Reconoció una batería de cuadrados en un lado y el patrón de líneas en el otro. Conectores.

—Supongo que sí —admitió—. ¿Dónde lo ha conseguido?

La monja tosió. Luego tosió otra vez, y otra, inclinando la cabeza hacia un lado.

Sajan se estremeció ante aquella tosca imitación. No quería ni imaginar lo que le habría pasado a Bettendorf, la conservadora de los laboratorios Edison.

—¿Es el último fragmento? —quiso saber Rose, desviándose bruscamente y mirándola con su rostro blanco y pastoso, los labios rojos y la cortinilla de cabello rubio.

Sajan titubeó.

—Sí, el esquema de Tesla. Desátenme. He dicho que me desaten. Suéltenme.

La sonrisa de la monja se ensanchó. Se adelantó otro paso hacia ella. Sus dedos jugueteaban con la hoja que tenía en la mano.

—Está mintiendo.

—He dicho que me suelten.

La hermana María le rodeó los estrechos hombros con el brazo como si fuera una serpiente. Blandió la hoja que salía de la columna cortada de Cristo al lado de su cara.

—El esquema de Tesla no es el último fragmento —añadió la monja.

Sajan se quedó petrificada.

—¿Qué es lo que ha dicho? ¿Por qué piensa eso?

Rose miró a Sajan.

—El mapa está incompleto. Los cuatro fragmentos no funcionan. Hay otro esquema. ¿Dónde está?

—Suéltenme —ordenó Sajan. Se le quebró la voz al final. Sintió que las lágrimas le quemaban los ojos mientras la siniestra verdad descendía sobre ella. Nick había dicho la verdad. Habían conseguido construir una máquina, igual que Robinson. Era como un mal sueño, una pesadilla. No parecía real—. Suéltenme, por favor, se lo suplico. ¡Por favor!

La hoja no dejaba de acercarse, y aunque Sajan se retorcía y se debatía violentamente, aunque intentaba con todas sus fuerzas soltarse, la monja le había apresado la cabeza con el brazo. No tenía escapatoria, excepto en el interminable abismo de su propio grito.