Nueva York
En el Suburban salpicado de barro reinaba un silencio escalofriante mientras se dirigían al sur, atravesando el Upper West Side. Koster y Sajan estaban reclinados en el asiento trasero, con aquellos estúpidos antifaces para dormir en la cara. En un momento dado Koster sintió que el coche se desviaba hacia la derecha. Giró y seguidamente se enderezó, y supuso que ahora iban al oeste, en dirección al río.
¿Qué tendrá planeado Macalister para nosotros?, se preguntó Koster. Sería muy sencillo detenerse en el arcén, cerca de un muelle o de un malecón, pegarles un par de tiros y arrojarlos a las turbias profundidades del Hudson como si fueran basura.
El Suburban se detuvo. Koster esperó.
Pero Macalister no se apeó del asiento. Se quedó sentado sin moverse, con el motor en punto muerto. Finalmente Koster no pudo soportarlo más, se inclinó hacia delante y dijo:
—No me guardarás rencor, Macalister, ¿verdad? Por lo de antes. Cuando te pedí que salieras del despacho de Nick. ¿Verdad?
Macalister guardaba silencio. Koster exhaló un suspiro.
—¿Es el tráfico? ¿Eso es lo que pasa?
Macalister habló por fin.
—Mi familia ha servido a los Robinson desde hace tres generaciones. Lo llevamos en la sangre. Son un clan honorable, digno de elogio y devoción. —Hizo una pausa—. Y el amo Nick siempre ha sido un buen amigo tuyo. Desde que erais niños. Aunque yo nunca lo he entendido. Me parece que le das lástima, a juzgar por cómo te protege. Como si fuera un hermano mayor y más fuerte. Pero tú… —Parecía que las palabras se le habían atascado en la garganta, como si estuvieran recubiertas de cardos—. No sabes lo que significa la lealtad. Has dilapidado su confianza y su amistad. Aparece una ramera y todo se va al infierno.
—Mira, Macalister —dijo Koster, llevándose la mano hacia la venda.
—Si te la quitas te mato.
Koster titubeó antes de bajar los brazos.
—Debería mataros a los dos de todas formas. Por haberle roto el corazón. Aquí mismo, con mis propias manos. Pero él me ha ordenado que no lo haga. Yo lo veía venir, pero él no quiso creerme. No podía hacerlo. Confiaba en ti.
Koster no contestó. ¿De qué habría servido?
Macalister les quitó las vendas.
—Debería mataros —dijo—, pero no lo haré. Me educaron para que fuera un hombre de palabra, no como otros —añadió con tono sombrío.
El Suburban se puso en marcha. Ascendieron por una rampa y se deslizaron hacia el sur por la avenida, siguiendo el curso del río. Al cabo de treinta minutos se hallaban de nuevo en el corazón del Village.
Macalister los dejó en Union Square. Aparcó y se apearon. No dijo una sola palabra. Ni siquiera los miró mientras se incorporaba de nuevo al tráfico.
Se dirigieron al centro a pie. Parecía que nadie los estaba siguiendo; Sajan lo comprobó varias veces. Pasaron ante el edificio de Koster, entre Broadway y University, y después dieron la vuelta, entrando furtivamente en el vestíbulo en el último momento.
—Hay que detenerlo —dijo Sajan en cuanto entraron en el ascensor. Eran las primeras palabras que había dicho desde que abandonaran el templo de Harlem.
Koster no contestó y esperó hasta que se encontraron a solas en el loft. El ascensor se perdió de vista en dirección al vestíbulo. Koster siguió la luz con la mirada a través de la ventanilla de plexiglás de la puerta mientras desaparecía y buscó el interruptor a tientas.
—¿Lo sabías? —preguntó al fin, mientras se encendían las luces del techo.
Savita se dirigió a la cocina.
—¿Si sabía qué? —replicó. Sacó una botella de agua con gas del frigorífico.
Koster no contestó. La siguió hasta la cocina y se sentó en la encimera. Disfrutaba observándola, sobre todo cuando hacía cosas tan triviales. El giro de una muñeca. El contoneo de las caderas. El fruncimiento de los labios cuando estaba concentrada en algo.
—Siempre había sospechado que tenía el evangelio de Tomás —dijo Sajan, mientras ponía hielo en el vaso, que bulló y siseó—. Si te refieres a eso. —A continuación se dio la vuelta para mirarlo—. Irene me dijo que se lo había mandado, pero Nick estaba empeñado en negarlo. Ella quería que publicase las logoi y Nick le prometió que lo haría. —Bebió un sorbo del vaso—. Al principio la condesa se negó a aceptarlo. La logia emitió una protesta. Se montó un buen escándalo. Pero después de la muerte de Jean-Claude… y de Maurice… Me parece que sus muertes la afectaron más que a mí. ¿Está mal que lo reconozca?
Koster meneó la cabeza pero no dijo nada.
—Sea como fuere, creí a Nick cuando me dijo que quería encontrar el evangelio de Judas. Supongo que quería creerlo. Pero cuando vi el mapa de Franklin, todos los fragmentos… lo supe. No quería el evangelio de Judas, sino el esquema de El Minya. No podemos permitir que construya la máquina de Dios. No podemos, Joseph.
—Yo tengo el último fragmento —dijo Koster—. Y solo tú y yo sabemos que existe.
—¿Te refieres al que dibujé yo? ¿Dónde está?
Koster se dio un golpecito en la sien.
—A buen recaudo.
—¿Lo recuerdas? Pero si había docenas de componentes extra. ¿Cómo es posible que lo recuerdes?
—No me preguntes cómo, pero así es.
Sajan se cruzó de brazos.
—Además —continuó ella—, ni siquiera sabes si ese dibujo significa algo. Yo no soy Franklin, ni Tesla. ¡Ni Da Vinci, por el amor de Dios!
—No, no lo eres. Eres Savita Sajan. Gnóstica y masona, y la elección más lógica al final de una larga línea de conocimientos. Por no decir la mujer que amo.
Ella bebió otro sorbo de agua con gas. Su rostro era impasible. Luego se inclinó hacia delante y dijo:
—¿Decías en serio lo de antes? ¿Lo de que estaba en el primer puesto de la lista?
—Sí. Me importa un comino el evangelio de Judas. Y la máquina de Dios. Si eso significa perderte a ti.
Ella escrutó sus ojos y asintió.
—Bien. Ven conmigo. —Dejó la copa en la encimera y salió al pasillo; a continuación entró en el dormitorio, fue al armario y volvió con una maleta.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Koster.
Ella arrojó la maleta encima de la cama.
—Quiero que cojas el autobús de Teterboro. Allí te reunirás con Ravindra. Le daré instrucciones para que te lleve a Belice. Tengo dinero escondido por todo el mundo. Podremos estar juntos —dijo—. Tú y yo. A salvo, Joseph. —Abrió la cómoda y empezó a sacar ropa.
—¿Y tú? —quiso saber Koster.
—Yo me reuniré contigo en el cayo Ambergris dentro de un par de días.
—¿Dentro de un par de días? ¿Quieres que me vaya? —Koster le asió firmemente la muñeca.
—Suéltame.
—Si quieres que me vaya, Savita, dímelo. Ya soy mayorcito. Puedo soportarlo.
—Ay, Dios, Joseph. —Suspiró y se desasió—. Qué tonto eres. ¿Por eso les has dicho todas esas cosas?
—¿Qué cosas?
—Al pobre Nick.
—¿El pobre Nick? Ahora empiezas a parecerte a Macalister.
Sajan se apartó de la cama y se dirigió la ventana. Miró la callejuela de abajo. Alguien había plantado una palmera en una franja de luz.
—No soy una de esas chicas a las que les gusta que los hombres se peleen por ellas. Por lo menos en la vida real… Bueno, eso no es del todo cierto. Después de todo soy gnóstica, no santa. —Meneó la cabeza—. ¿Me estás poniendo a prueba? ¿Qué tal lo he hecho, Joseph? ¿Ya estás convencido?
—¿De qué estás hablando?
—¿O pensabas que tenías que vencer a Nick para convertirte en él? A lo mejor lo disfrutaste, sencillamente.
—Nick se lo merecía. Nos ha mentido desde el principio. Ya lo oíste. Lo admitió. Nos ha estado utilizando.
—Tienes mucho que aprender sobre el amor, Joseph. —Sajan lo fulminó con la mirada—. Nick solo está haciendo lo que cree que es correcto. Igual que todos. Todos somos prisioneros de nuestras convicciones.
—Ah, ya lo entiendo. El fin justifica los medios, ¿no es eso? Seré un remilgado, pero no estoy a favor del secuestro. Ni del asesinato. Tenemos suerte de haber salido de ese sitio. Si no le hubiera dado el esquema de Tesla… ¡Ah, olvídalo! —Se metió en el armario y volvió con la maleta de ella. La arrojó encima de la cama—. Recoge tus cosas. Nos vamos. Los dos.
—Es demasiado tarde para eso. Por lo menos para mí. Aún me quedan cosas por hacer…
—O haces la maleta o te meto dentro de ella —gruñó Koster. Y lo dijo en serio.
Cuando acabaron de hacer las maletas las arrastraron hasta la puerta del loft. Koster llamó al ascensor.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Sajan.
—No lo sé. Lejos de aquí. Belice suena bien. Tengo un amigo en Ann Arbor. Y otro en Moscú. Tengo amigos por todo el mundo.
—Tú… tienes amigos… por todo el mundo.
—¿Por qué pareces tan incrédula?
—¿Cuándo fue la última vez que los viste?
—Los veo una vez a la semana por Skype.
—No. Quiero decir en persona.
—Bueno —repuso Koster. El ascensor ascendió quejumbrosamente por el hueco. La rendija se iluminó—. La verdad es que nunca los he conocido… en persona. Son de mi club de matemáticas. Pero es posible que ahora eso sea una auténtica ventaja.
Entonces se oyó el estruendo de cristales rotos. Koster se volvió a tiempo de ver a tres hombres con casco atravesando las ventanas y rodando por el suelo.
Una bomba de humo estalló a sus pies. Koster aferró la mano de Sajan. La puerta del ascensor se abrió al fin. Koster saltó hacia delante… y se detuvo.
El ascensor. Estaba ocupado. Repleto de policías.