Nueva York
Bajaron en el ascensor privado hasta el garaje del sótano y subieron a un Suburban de color beis, desvencijado y salpicado de barro, con las ventanas tintadas y restos de adhesivos en la puerta del maletero. Macalister se puso al volante. Nick ocupó el asiento del copiloto y Koster y Sajan se sentaron en el asiento de atrás.
Se dirigieron al oeste por la calle Catorce y doblaron hacia el norte en la Octava avenida. Cuando se aseguró de que no los estaban siguiendo, Robinson se dio la vuelta en el asiento.
—Por vuestra propia protección —dijo, sacando un par de antifaces de dormir negros.
Se puso de rodillas y le puso uno a Sajan y el otro a Koster. Pero no tenía importancia. Continuaron dirigiéndose hacia el norte todo el tiempo, a excepción de algunas bifurcaciones que sin duda tenían el fin de confundirlos, razonó Koster. Lo sabía por la temperatura del sol en la cara. Recorrieron noventa y ocho manzanas de aquella forma y cuando el coche se detuvo se encontraban en alguna parte de Harlem.
Robinson les quitó los antifaces. Estaban en un aparcamiento subterráneo; un garaje privado tan atestado de piezas de recambio, neumáticos y herramientas que apenas quedaba espacio para un vehículo. Un banco de trabajo ocupaba la mitad del espacio. Se apretaron contra el Suburban y subieron por unos escalones hasta la casa.
No, no era una casa, observó Koster. Era un templo. Había símbolos masónicos por toda la madera y los suelos. Pero estaba sucio, destartalado y polvoriento. Y desierto. No había ni un alma en ninguna parte. Había tablas sueltas tiradas por doquier. Observó un caballete de carpintero en una habitación. Sábanas blancas polvorientas cubrían misteriosos bultos. Había un gran agujero en la pared del salón. Los puntales asomaban como costillas rotas. El edificio parecía abandonado, como si no hubiese estado habitado desde hacía años. A excepción de los detectores de movimiento, observó Koster. Y las cámaras. En todos los rincones, prácticamente ocultas por trechos arrancados de papel de pared. Los detectores y las cámaras eran nuevos. De alta tecnología. E inmaculados.
Robinson y Macalister los guiaron a través de la mansión; atravesaron el vestíbulo y recorrieron el pasillo hasta la escalera, que se estremecía y temblaba bajo sus pies. A medio camino se había desprendido un fragmento de escalón; Koster vio el piso debajo de ellos, entre sus pies.
Nick dobló un recodo en lo alto de las escaleras. Enfilaron un largo y estrecho pasillo hasta un dormitorio. Aquella habitación también estaba en ruinas. En un rincón se había desmoronado el armazón metálico oxidado de una cama. Habían arrancado del suelo de un extremo a otro la polvorienta moqueta de color verde claro. Antaño había habido un cuadro de gran tamaño en la pared, pero lo único que quedaba era la forma de su recuerdo, el rectángulo de papel de pared verde con relieve que había protegido. El sol había blanqueado el resto, recalentándolo durante años.
—Por aquí —les indicó Robinson, al tiempo que entraba en el armario. Macalister y Sajan lo siguieron. Koster cerraba la retaguardia. Estaban apretados. El armario estaba oscuro. Robinson empujó el fondo, algo que Koster no acertaba a ver claramente. Se oyó un perceptible chasquido y los estantes del fondo del armario cedieron de improviso. La pared giró hacia un lado—. Seguidme —dijo Nick. Y a continuación se desvaneció.
Lo siguieron al pasadizo. Los ojos de Koster precisaron unos instantes para acostumbrarse a la penumbra. Entonces advirtió un tenue brillo en la base del pasillo. A sus pies. Algo fosforescente, se dijo. Entonces la puerta se cerró de golpe a sus espaldas con estruendo.
Koster dio un brinco.
Ahora estaban atrapados. Sajan y él se buscaron a tientas, alargando la mano en las tinieblas.
—No os alarméis —oyeron que decía Robinson. Al cabo de un momento se encendió una luz al fondo del pasillo. Se abrió otra puerta y Robinson volvió a desvanecerse. Desapareció de repente. Se movía como una pantera.
Koster miró más allá de Sajan, por encima de los hombros de Macalister, y vio un rayo de luz blanca que descendía desde el techo. Un foco que iluminaba una vitrina acristalada que semejaba una tarima o un podio. Dentro había un manuscrito. Entraron en la sala y entonces Koster se dio cuenta de que había docenas de vitrinas que formaban largas hileras, todas ellas alumbradas con focos brillantes. El resto de la estancia sin ventanas se hallaba sumida en la penumbra. Parecía un museo. O más bien un mausoleo, se dijo Koster. Un escalofrío le recorrió la columna.
—Tenía doce años cuando me hablaron del evangelio de Judas y el esquema de El Minya —dijo Robinson—. La máquina de Dios. No era más que un niño.
Koster se dirigió a la vitrina más cercana, que contenía una especie de códice, una versión del evangelio de Judas. De la Edad Media, pensó, con aquella efusiva escritura negra y aquellas letras coloridas, con la encuadernación en azules y hoja de pan de oro. Del siglo XIII.
—Vi un boceto rudimentario en un libro que pertenecía a mi padre —continuó Robinson—. Él también era un maestro masón. Y no lo olvidé nunca. —Titubeó un momento—. Igual que Franklin. —Koster veía su silueta pero no acertaba a distinguir sus facciones. Macalister se estaba moviendo entre las sombras, detrás de Nick—. Me atormentaba —confesó este—. Se me había quedado dentro. Y yo no dejaba de hacerme preguntas. Me preguntaba —dijo, adentrándose en la luz— por qué nos habrían transmitido un secreto como ese. A qué se debían esos misteriosos conocimientos. A lo largo de los siglos. De los milenios. Primero fue Abraham, que era contemporáneo de Judas. Judas le enseñó a dibujar el esquema mucho antes de que lo transcribiera. Y Da Vinci, que ocultó el fragmento detrás del retrato de Cecilia Gallerani, la amante del duque Sforza. ¿Para quién lo escondió? Y después Benjamin Franklin. Y Nikola Tesla. Y podría añadir que todos hombres del oficio. Todos ellos eslabones de la cadena. ¿Para quién? —repitió. Luego sonrió—. Lo escondieron para nosotros.
—¿Qué es este sitio? —preguntó Koster—. ¿Y por qué nos has traído?
—Tómate un minuto. Mira a tu alrededor —le aconsejó Robinson. Hizo un ademán con el brazo—. He tardado treinta y dos años en amasar esta colección.
Koster fue de una tarima a la siguiente. Cada una de ellas contenía un códice distinto, versiones diferentes de la misma cosa: el evangelio de Judas. No, comprendió Koster. También había otros evangelios, como el libro secreto de Jacobo. Aquí, las Epifanías. Y allá, el evangelio de María.
—Puede que algunos me consideren obsesivo —admitió Robinson, y soltó una carcajada—. Pero cuando me propongo encontrar una obra…
Todos eran gnósticos, observó Koster, y algunos notablemente antiguos. Entonces lo vio. En la última fila del todo.
—Suelo encontrarla.
Koster puso las manos sobre el cristal, con el aire atrapado en los pulmones. El evangelio de Tomás. El manuscrito que había estado buscando en Francia hacía quince años. El que había buscado excavando con las manos desnudas debajo de la catedral de Chartres. La causa por la que Mariane había muerto. No podía creerlo. Alzó la vista.
Nick Robinson estaba mirándolo atentamente.
—Como puedes ver —concluyó con aire triunfante.
Sajan fue corriendo al lado de Koster, lo apartó y observó la vitrina.
—Sí que lo tenías —susurró. Y emitió una débil carcajada que cortaba como una esquirla de cristal—. Me mentiste, Nick. Me dijiste que no lo habías recibido. Por eso la condesa y tú… —Sacudió la cabeza—. Le prometiste a la condesa que lo publicarías, que revelarías la verdad al mundo. Pero no tenías intención de hacerlo, ¿verdad, Nick? Le mentiste. Lo escondiste. En esta tumba.
—No podía permitirme una confrontación con la Iglesia en aquel momento. Y sabía que, mientras tuviera el evangelio de Tomás, la Iglesia me dejaría seguir buscando tranquilamente el esquema de El Minya, el mapa y la máquina de Dios. Al igual que Franklin cuando lo atacó un desconocido en Londres, tal como reconocía en el diario. Sé lo que le prometí a Irene —dijo Nick—. Y lo dije en serio. Pero no era el momento adecuado. Entonces no. Y tampoco era tu momento.
—¿Mi momento?
Nick se rió.
—Todos nos hemos visto atraídos hasta aquí por una razón —dijo Robinson—. Todo esto tenía que pasar.
—Yo no soy hindú —repuso Sajan—. ¿O es que todavía te repele mi color? No hay nada predestinado, Nick.
—Entonces ¿cómo explicas el mapa de Franklin? ¿Acaso escogió Abraham? ¿O Da Vinci?
Sajan titubeó.
Robinson empezó a describir un círculo alrededor de la estancia, entrando y saliendo de los focos.
—Todas estas piezas, estos fragmentos —dijo—, forman parte de un puzle de dos mil años de antigüedad. Algunos están en griego. Otros en hebreo misnaico y en arameo. Y buena parte de ellos son mucho más antiguos que el Nussberger-Tchacos. Le he dedicado prácticamente toda mi vida, pero la colección está casi completa. —Se interrumpió al final de la fila y miró la tarima que tenía delante. Estaba vacía—. Solo me queda un códice. Solo falta uno.
—El evangelio de Judas de Franklin —dijo Koster.
Nick asintió.
—Faltaba hasta que descubrieron el diario en Filadelfia. Entonces tú, Joseph, viniste al rescate. Sabía que lo harías. Y también Savita. Los dos amigos más viejos y queridos que tengo en el mundo.
—Déjate de rollos, Nick. Nos has utilizado.
—Es posible. Pero tú también me has utilizado a lo largo de los años. Una mano lava a la otra. Eso no significa que no te quiera. ¿Quién te ha cuidado, Joseph? ¿Quién se ha ocupado de ti toda la vida? Yo te encontré un empleo cuando lo necesitabas. Te he levantado siempre que te has caído…
—Dime una cosa, Nick. ¿Lo sabías incluso entonces? —lo interrumpió Sajan.
—¿De qué estás hablando?
—Cuando nos conociste. La india inteligente a la que le interesaban las historias bíblicas; una cristiana devota que curiosamente tenía el título de ingeniería eléctrica… antes de que la convirtieras en otra gnóstica masona. Y Joseph, con sus habilidades matemáticas, obstinado y perspicaz, de confianza. ¿Pensabas en nosotros incluso entonces?
Robinson sonrió.
—Os admiraba. Creía que los dos teníais un cerebro interesante. Y sí, lo reconozco. Incluso entonces sabía que era probable que esto sucediera algún día. Que formaríais parte de esta búsqueda. Creía que era, bueno… inevitable. ¿Por qué si no te habías interpuesto en mi camino?
—¿Tu camino? Me pediste que te hiciera un favor —protestó Koster—. ¿No te acuerdas? Me pediste que te ayudara.
—Lo has hecho —dijo abruptamente Sajan.
Koster advirtió que le temblaba la voz.
—¿El qué? ¿Qué es lo que ha hecho? —quiso saber Koster.
Robinson se dirigió al fondo de la cámara. Debió de tirar de una palanca o apretar un botón oculto porque la pared se abrió de repente y apareció una puerta. Robinson les indicó que se adelantaran y atravesó la abertura. Macalister fue tras él.
—¿Qué es lo que ha hecho? —repitió Koster.
Pero nadie le contestó.
Siguieron a Robinson y Macalister a través de varios trechos de una escalera sinuosa y empinada. Cuando llegaron al sótano, Robinson titubeó un momento delante de una puerta de acero, esperando a que Koster y Sajan se acercaran. Luego miró a la cámara que sobresalía del muro. Hizo un gesto y la puerta de acero se abrió, revelando un pasillo largo y estrecho.
—Prepárate, Joseph —dijo, al tiempo que daba un paso hacia delante—. No se conoce a Dios todos los días.