Washington D.C.
Tal vez porque estaba cerca de la Casa Blanca y el vicepresidente Linkletter llegaba tarde a una reunión decidieron reunirse en el hotel Hay-Adams, en la plaza Lafayette. Diseñado en los años veinte como hotel residencial, conservaba el aire de una mansión privada, con más de ciento cincuenta habitaciones, veinte suites y las asombrosas vistas al parque Lafayette, la iglesia de San Juan y la Casa Blanca.
Y era uno de los escasos lugares públicos que habían conservado un pasadizo que discurría bajo el Jardín Sur hasta la Casa Blanca.
El vicepresidente se hallaba en el balcón de la suite Federal, desde donde el monumento a Washington, que descollaba al otro lado de la cúpula de la Casa Blanca, semejaba un dedo índice blanco y gigantesco. Las cosas no iban bien. Ahora que los demócratas habían reconquistado el Senado las aguas estaban revueltas. El presidente debía enfrentarse a un nuevo escándalo todos los días. Iraq era un absoluto pozo negro y además estaba aquella nueva molestia. Aquella crisis evangelista. Linkletter añoraba las abiertas praderas del sur de Texas, el frescor de las mañanas y el vasto panorama de ceniza[18] y álamos, arbustos y mesquite.
Sonó el timbre y el vicepresidente sintió un estremecimiento. Michael Rose tenía algo detestable. Aparte de sus drogadicciones. Aparte de su afición a las chicas menores de edad. Y aparte de la nauseabunda hipocresía que señalaban ambas debilidades. Se trataba de algo físicamente palpable. Y no obstante sutil, como la ausencia de olor. Una especie de… transparencia. El timbre sonó de nuevo.
Linkletter esperó a que abriera la puerta Bobby, el guardaespaldas del servicio secreto. Cuando oyó la voz de Michael se volvió sobre los talones, atravesó las puertas francesas del balcón y entró de nuevo.
Era una suite lujosa, con un comedor espacioso, dos baños completos y aquella espectacular panorámica de la plaza Lafayette. Las sillas del salón no tenían brazos y eran seductoramente redondas. Estaban acabadas en verde, el color del dinero, al igual que las cortinas de seda, la alfombra y las pantallas de las lámparas. Era como vivir en la copa de un árbol.
Rose estaba plantado al lado de la puerta mientras Bobby lo examinaba de arriba abajo con un detector de metales portátil. Bobby medía un metro noventa y cinco y tenía hombros de jugador de fútbol americano profesional; en comparación, Michael parecía blando y cargado de espaldas. A Linkletter le recordaba a un miembro de la juventud nazi adulto y decadente, con aquellos labios de color rojo cereza, aquellos ojos azules desvaídos y aquella cortinilla de cabello pálido.
—Llegas tarde. Y yo no dispongo de mucho tiempo —añadió el vicepresidente—. ¿Qué demonios es tan urgente como para sacarme a rastras del despacho?
—Quiero que arrestes a Joseph Koster y Savita Sajan.
Linkletter frunció el ceño.
—Ya te lo había advertido. Te lo había dicho, pero no… —dijo, meneando la cabeza—. Querías esperar para ver adónde te llevaban. Bueno, ¿adónde te han llevado? Contéstame, Michael. Al montón de mierda de perro más espeso. —Empezó a pasearse de un lado a otro—. ¿Y tu espía? ¿Qué le ha pasado?
—Nuestro informante se ha visto comprometido. Ahora lo vigilan con demasiada atención.
Linkletter se detuvo.
—Como si el fiscal del Estado no tuviera bastantes preocupaciones. —Movió la cabeza como una gallina—. ¡Dios todopoderoso! Alder se va a volver loco. —Giró sobre los talones—. ¿Arrestarlos? ¿Bajo qué acusaciones? A juzgar por lo que me han contando, los que están matando gente son tus sicarios. ¿Qué le ha pasado a Lacey exactamente? —El vicepresidente se derrumbó en el mullido sofá—. ¿Y por qué Thaddeus no contesta a mis llamadas?
Ante aquellas palabras, Michael Rose dejó al fin de juguetear nerviosamente y fulminó a Linkletter con la mirada.
El vicepresidente cruzó las piernas.
—¿Qué pasa? —dijo.
Sin previo aviso, Michael dio un paso hacia delante, cerniéndose sobre Linkletter con un aire tan amenazante que Bobby se acercó corriendo hacia ellos desde el lateral. Era como si hubiera anticipado aquel movimiento. El agente del servicio secreto se adelantó con la mano extendida.
—Aléjese, pastor Rose —le advirtió con tono tenso.
Michael se apartó del sofá y contempló a Linkletter, que ahora estaba sentado sin moverse.
—No te calientes —le aconsejó el vicepresidente.
—Esto es un asunto de seguridad nacional y no solo espiritual —insistió Michael—. Han ido a la finca de Edison.
—Eso he leído.
—Han encontrado otro fragmento del mapa.
—Eso parece.
—Acuérdate de Ohio, David.
Linkletter sonrió. Se había preparado para eso. El presidente Alder y él habían explorado ese territorio. Lo cierto era que aunque Alder le estaba agradecido al Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia por la ayuda que este le había prestado durante las últimas elecciones presidenciales, aunque el presidente suscribía la confesión evangelista de Michael, Linkletter y él recelaban cada vez más del joven Rose. Se estaba volviendo errático e impredecible. Se rascaba como un yonqui. Y entretanto, el viejo pastor Thaddeus no había devuelto ninguna de las llamadas de Linkletter. El presidente Alder en persona pensaba telefonearlo. A lo mejor Thaddeus también estaba distanciándose de su hijo. Michael parecía un hombre desesperado, dispuesto a hacer lo que fuera para obtener lo que deseaba. El partido republicano necesitaba el voto de la derecha cristiana, pero ¿podía dárselo Michael? ¿Se habría escindido el árbol de los Rose?
—El presidente no va a volver a presentarse —concluyó el vicepresidente—. Y yo tampoco. Gracias a Dios. Ese viejo señuelo necesita una nueva capa de pintura.
—¿Te has olvidado de la partida?[19]
—El partido demócrata volverá a autodestruirse. Que Hillary y Obama se inflen a hostias. Aún falta mucho tiempo para las elecciones y…
—Me refería a la partida de Nevada.
Linkletter se quedó petrificado. Michael Rose levantó una mano y señaló a la ventana.
—¿Ves lo cerca que estamos de la Casa Blanca? Qué posición tan ventajosa. Se rumorea que el Hay-Adams es el hotel que tiene más micrófonos de la ciudad. —Hizo un ademán con la mano derecha como si fuera un mago de Las Vegas—. Aquí no pasa nada que no esté observando o escuchando alguien. Que sea de Arizona no quiere decir que sea un palurdo.
Michael se sentó delante de Linkletter, acercó la silla, se inclinó hacia delante, entrelazando los dedos, y susurró:
—¿Es que no creías que la Iglesia Mundial de Cristo y el Consejo de Investigación de El Corazón de la Familia tomarían al menos las mismas medidas de seguridad que este hotel viejo y desvencijado? —Se movió hacia Linkletter. El vicepresidente se adelantó hasta el borde del sofá, hasta que sus cabezas estuvieron a punto de tocarse—. La noche de la partida de póquer —continuó Michael—. ¿Cómo se llamaba ese chico? Kevin. Sí, eso. Tú ya me entiendes. Dame lo que quiero… Un trato justo. Llama a los Seals, a los Rángers, a quien sea. La CIA. La Agencia de Seguridad Nacional. Hacienda. No me importa. Siempre y cuando descubramos lo que pasó en Glenmont. Dónde está el evangelio de Judas y qué ha pasado con la máquina de Dios. ¿Nos entendemos?
Linkletter se reclinó en el sofá, se tiró de la punta de la mandíbula y dijo:
—Deberíamos volver a ir de caza juntos. Me gusta cómo disparas. —Su voz era tan fría como un claro arroyo de montaña.
—Siempre y cuando no se ponga detrás de mí, señor vicepresidente.