Nueva York
El loft de Koster ocupaba por entero uno de los pisos del edificio y el ascensor daba directamente al vestíbulo. Se quitaron los zapatos y Koster sirvió un poco de coñac mientras Sajan iba al cuarto de baño para secarse. Volvió con una toalla enrollada en el pelo; se había quitado el vestido mojado y se había envuelto con la bata de felpa de Koster, que le ofreció una copa.
—No me hace falta más —repuso ella con una sonrisa, pero la aceptó de todas formas—. ¿No vas a cambiarte? Vas a pillar un resfriado.
—Estoy bien —contestó Koster. Se sentaron en el sofá del salón, sosteniendo las copas. El loft consistía en una estancia larga y cavernosa dividida mediante una serie de cortinas de algodón. Solo el dormitorio principal y los dos cuartos de baño estaban cerrados por paredes auténticas. Koster había dejado el resto abierto, aumentando significativamente la impresión que causaba. Antaño había sido una fábrica. El mobiliario era escaso y las paredes de ladrillo estaban prácticamente desnudas.
Koster la observó en silencio mientras Sajan bebía sorbos de coñac. La bata le quedaba tan grande que tenía un aspecto ridículo. Se apreciaba la curva de los pechos en la parte de arriba, donde se cerraba la tela. De pronto ella se dio la vuelta y lo miró, manoseando el relicario con la mano derecha.
—Conocí a Irene a través de Nick —le explicó con tono suave—. El padre de Nick era amigo suyo. Se conocieron durante la segunda guerra mundial. Ella fue la que me introdujo en el oficio. Nos hicimos amigas durante la época que pasé en Europa, como ya sabes. Buenas amigas. La verdad es que me trataba como a una hija. —Sajan titubeó—. Yo la quería. La admiraba. Supongo que era natural que acabara solicitando el ingreso en la gran logia. Siempre me había interesado especialmente el gnosticismo. En mi adolescencia era un poco rebelde, aunque no te lo creas, y me atraían los gnósticos. Y la masonería… El atractivo de los números, de la transmisión de conocimientos secretos… Me parecía algo muy razonable. Siempre me había sentido un poco fuera de lugar: era una india en un mundo de blancos y además era una mujer, aunque fuera más lista que la mayoría de los hombres que me rodeaban. Las cosas no siempre me resultaron fáciles. —Entonces se rió—. Tú ya me entiendes.
—Supongo que sí.
—En fin, ciertos rituales de la GLF están basados en los evangelios gnósticos. Forman parte de una tradición milenaria anterior a los caballeros templarios, los cátaros y los maniqueos. Se remonta hasta el nacimiento del cristianismo, cuando este absorbió la influencia de las filosofías orientales, como por ejemplo las tradiciones del budismo y el hinduismo. En muchos sistemas gnósticos, las diversas emanaciones de Dios, al que también se le denomina mónada, el uno, reciben el nombre de eones. Estos eones suelen manifestarse en parejas de hombres y mujeres que se conocen como syzygies. Los eones constituyen la pléroma, la supuesta región de la luz.
—La pléroma. Eso es lo que mencionaba Edison en el cuaderno de Theodore. Tesla decía que la máquina de Dios facilitaría el retorno a la pléroma.
—Exacto —asintió Sajan—. Dos de los eones más famosos eran Jesús y Sofía, que significa «sabiduría» en griego. Según la tradición gnóstica, Sofía quería crear algo aparte de la pléroma y alumbró al demiurgo sin el consentimiento divino. Lo envolvió en una nube y le hizo un trono en los cielos. El demiurgo, como estaba aislado y no había conocido a su madre, llegó a la conclusión de que era el único ser que existía, de modo que se concentró en la creación. Como había heredado algunos de los poderes de su madre, una parte de la esencia de ella quedó encerrada en las formas materiales de la humanidad, en nosotros, así como nosotros quedamos atrapados en el universo material. El objetivo de los gnósticos es avivar esa chispa divina para que se produzca el regreso a la pléroma.
Sajan bebió otro sorbo de coñac.
—Como el demiurgo no pertenecía a la pléroma, del uno emanaron dos eones salvadores, Cristo y el Espíritu Santo, para salvar al hombre del demiurgo. Cristo adoptó la forma de un humano, Jesús, para enseñarle al hombre a alcanzar la gnosis; es decir, a regresar a la pléroma. —Sajan hizo una pausa—. Ahora ya sabes por qué me entusiasmé tanto ante la ocasión de encontrar el evangelio de Judas cuando Nick me habló de ello.
—¿Cuándo te diste cuenta de que no se trataba del evangelio? ¿De que se trataba del esquema, del mapa de Franklin?
—Lo había sospechado desde el principio. Desde que encontramos el primer fragmento debajo de Carpenter’s Hall. Después, cuando vi el segundo fragmento en West Wycombe, lo supe. Estaba claro que no era un simple mapa. Era un plano de una especie de circuito. Un dispositivo eléctrico.
—¿Diseñado para devolverte a la pléroma?
—Eso encaja con la tradición. Pero como ya te he dicho, es imposible que la máquina de Dios funcione.
—¿Y Nick Robinson? ¿Dónde encaja? ¿Qué relación tenéis exactamente?
Ella sonrió.
—¿Estás celoso, Joseph? No hace falta que lo estés.
—No estoy celoso, es que…
—Éramos amantes.
—Lo sabía. —Koster se puso en pie de un brinco—. Lo supe desde que nos conocimos. —Empezó a pasearse de un lado a otro—. ¡Qué tonto he sido, qué idiota!
—Eso fue hace mucho tiempo, Joseph. Ya te lo he dicho. Nos presentaron cuando yo todavía estaba en la escuela de posgrado. Intimamos, pero la cosa no funcionó.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Me parece que a su familia no le gustaba que yo fuera india. A lo mejor eso no es demasiado justo. La verdad es que no lo sé. —Bebió otro sorbo de coñac y luego lo apuró con una rápida sacudida de la muñeca—. La verdad es que no amaba a Nick. Amaba al hombre en el que quería convertirse. Amaba su ambición y su determinación. Y su cerebro. Pero… no lo sé. Faltaba algo. Él me presentó a la condesa Irene. Yo me trasladé a Europa, donde conocí a su hijo. Jean-Claude era todo lo que no era Nick Robinson.
Koster dejó de pasearse.
—¿Jean-Claude? ¿Tu marido? Quieres decir que… —Y entonces cayó en la cuenta de repente.
Ella asintió.
—Mi marido era el hijo de la condesa de Rochambaud.
Koster rememoró el día en el que había conocido a la condesa en el museo Rodin, hacía tantos años. En ese momento ella estaba empujando un cochecito de bebé. Pero ella le había dicho que el niño era de su hija.
—¿Tu hijo nació en Argelia?
—Sí, así es —dijo Sajan, sorprendida—. ¿Cómo lo sabes?
—Porque lo conocí —contestó Koster—. Cuando conocí a la condesa en París. Lo tuve en mis brazos. —Se miró las manos. Luego las bajó, avergonzado—. Pero pensaba que la hija de la condesa se llamaba Louise.
—Así era como me llamaba ella, era un apodo que usaba de vez en cuando. Era su manera de burlarse de mi nombre indio. Savita significa «sol» o «dios del sol» en sánscrito, como el rey Luis, el rey Sol.
—Pero ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué lo guardaste en secreto?
—Nick creía que era mejor así. Cuando consiguió el diario de Franklin con aquella referencia al evangelio de Judas, pensó que la Iglesia no descansaría hasta encontrar el códice. Con los caballeros siguiéndonos el rastro, ambos pensamos que cuanto menos supieras, más seguro estarías. En retrospectiva, supongo que parece un poco tonto.
—Y que yo no les diría nada si me capturaban y hablaba, ¿verdad? —añadió Koster—. Algo que sin duda acabaría haciendo, porque soy un idiota pusilánime. —Siguió paseándose, agitando la copa en la mano—. Nigel Lyman trató de advertírmelo. Me dijo que Nick y la condesa estaban relacionados de alguna forma, pero yo no quise escucharlo.
—Fueron buenos amigos durante muchos años, masones del trigésimo tercer grado. Pero algo sucedió entre ellos. Discutieron, creo que por el evangelio de Tomás. —Sajan empezó a decir algo antes de interrumpirse—. Ninguno de los dos me explicó nada al respecto. Y jamás volvieron a dirigirse la palabra después de aquello. Yo me fui de Europa poco después de la muerte de Jean-Claude y Maurice. Irene falleció dos años después de un ataque al corazón, un 19 de diciembre, cuando tenía casi noventa y tres años. En ese momento yo estaba en Asia en viaje de negocios. No llegué a tiempo al responso. La verdad es que no quería asistir. Ya había tenido mi ración de funerales franceses.
Alargó la copa.
—¿Queda más? —preguntó con una risita débil.
Koster cogió la copa y se dirigió a la barra para rellenarla. Mientras tanto, Sajan se quitó la toalla del pelo húmedo y la puso sobre el respaldo de una silla. Koster llenó las dos copas, volvió y le entregó una.
—No te culpo por no confiar en mí —dijo ella suavemente.
Cuando Koster se sentó junto a ella, no pudo evitar observar la oscura línea del escote.
—Pero no soy yo la que debería preocuparte.
—¿A qué te refieres? ¿A quién? —dijo Koster, irguiéndose.
—Llamé a Nick desde Inglaterra y le hablé de la carta de Von Neumann a Turing, la que encontramos en el hombre de West Wycombe, que estaba dirigida a Macalister. Nick no sabía nada de eso. Me parece que es posible que Macalister esté trabajando por cuenta propia. —Bebió otro sorbo de coñac.
—O para otra persona —añadió Koster.
—Todo esto… —Ella meneó la cabeza—. Ya no sé qué creer. Ya no sé qué pensar. Siento mucho haberte metido en esto, Joseph. Nick y yo pensamos que podíamos aprovecharnos de tus conocimientos y de alguna manera mantenerte apartado de la refriega al mismo tiempo. Pero nos equivocamos. Yo me equivoqué. Y lo siento muchísimo. Debería haber sido sincera contigo desde el principio. Podrían haberte matado. ¿Podrás perdonarme?
Koster alargó la mano para tocarla pero Sajan se puso en pie de un brinco.
—Me parece que debería marcharme, Joseph.
—¿Qué? ¿Marcharte adónde? —Estaba desconcertado.
—Adonde sea. Lejos de ti. Las cosas van a empeorar. Lo presiento. No quiero que sigas involucrado en esto.
Koster se rió.
—Pero si ya estoy involucrado —contestó—. Ya es demasiado tarde.
Sajan se apretó el cinturón de la bata de felpa.
—No, no lo es. Por favor, no digas eso. —Se dirigía al fondo del loft cuando Koster se levantó, le asió la muñeca y la atrajo hacia él.
—¿Es que no lo entiendes? —exclamó—. Te amo, Savita. —Ella forcejeó pero Koster la estrechó entre sus brazos—. Te amo. ¿Me oyes? No puedo evitarlo.
—Amor —repitió ella, y miró a las ventanas. Gruesos chorros de agua corrían por los cristales—. Tú juegas al amor, Joseph. Te gusta estar enamorado. Pero no te gusta amar, Joseph. Y lo que es peor, no soportas que te amen.
—Eso no es cierto.
—¿Ah, no? La única forma en la que has mantenido viva a Mariane todos estos años es convirtiendo tu culpa en un fetiche. Pero eso te está matando, Joseph.
Koster sintió que aquellas palabras le atravesaban el corazón. ¿Quién murió en ese sótano?, se preguntó de nuevo.
—¿Puedes amar, Joseph? ¿Has…?
Koster le arrancó las palabras de los labios con un beso. Le rodeó la cabeza con las manos, le asió el cabello y la atrajo hacia él. Luego bajó la mano, metió las manos dentro de la bata y esta cayó al suelo, descubriendo la curva de sus pechos, las oscuras areolas y la curva de las nalgas y las caderas. Ella se resistió un momento pero Koster no la soltó. Empezó a decir algo y él la empujó. Cayó en el sofá, tropezando con el borde.
—Cállate —dijo Koster—. Cállate y bésame.