West Orange, Nueva Jersey
La planta Edison de la calle Main estaba en restauración y habían restringido el acceso a los visitantes, pero Sajan había llamado de antemano y había concertado aquella reunión con la señora Elizabeth Bettendorf, conservadora de los archivos Edison. El despacho de Bettendorf se hallaba en la segunda planta de lo que antaño había sido el laboratorio de física de Edison y ahora albergaba salas de exposiciones y los despachos del Servicio de Parques Nacionales. Bettendorf era una mujer robusta con una papada bonachona y el cabello gris y corto, vestida con unos pantalones negros y una blusa azul hierro. Se puso en pie en cuanto Maggie, la ayudante, los hizo pasar al despacho.
—Disculpen lo de antes —empezó, contorneando con cautela el extremo del escritorio. Se estrecharon la mano.
—Nos perdimos —explicó Sajan con una sonrisa—. Ya sabe cómo son los hombres. No pueden pedir indicaciones.
Bettendorf les señaló un par de sillas al lado del escritorio.
—Siéntense, por favor —insistió con tono cálido—. ¿Qué puedo hacer por ustedes? —Emitió una tosecilla. Y luego otra—. No recibimos a visitantes tan distinguidos todos los días —añadió, tosiendo de nuevo.
Maggie, la ayudante, una joven morena y espigada con gafas, tomó asiento en un sofá al fondo de la estancia y exhaló un suspiro.
Koster comprendió que la tos era una especie de tic nervioso. Como el síndrome de Tourette. Cuando la conservadora tosía ponía los ojos en blanco, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado.
—Nos estábamos preguntando —dijo Sajan, inclinándose hacia delante— si podríamos hacerle algunas preguntas sobre los cuadernos de Edison. Hemos estado investigando y todo el mundo nos ha dicho que si queremos averiguar cualquier cosa sobre lo que dijo Edison, sobre todo en sus cuadernos, tenemos que hablar con usted. La mayoría la considera la máxima autoridad.
Una tos.
—Pues no sé qué decirle —repuso Bettendorf. Se sonrojó modestamente, aunque era evidente que se sentía complacida—. Si puedo ayudarlos… —añadió, y sus palabras se apagaron.
—¿En alguno de los cuadernos de Edison se menciona algo llamado armonía fi?
—¿Fi? No que yo recuerde. Ah, espere. Sí —dijo. Otra tos—. Ahora que lo pienso. —Se inclinó sobre el escritorio y se puso a teclear—. Actualmente muchos de los cuadernos están en línea, gracias a nuestros socios de Rutgers. Puede consultarlos usted misma. —Otra tos, y otra.
—Ya lo hemos hecho —repuso Koster—. Pero no hemos descubierto ninguna referencia.
—Aquí está. Se refiere a una máquina que intentó construir, basada en… no, espere. Dice que se trata de una frecuencia… la frecuencia fi. —Otra tos.
—Me pregunto por qué no lo habremos encontrado.
—Utiliza el símbolo y el motor de búsqueda no lo reconoce. Pero yo me acordaba de la referencia. Sí, aquí está. «He de seguir trabajando en la máquina D de BF o jamás conseguiré crear la frecuencia fi. Si no por mí, por mi pequeño ayudante de laboratorio.» Me temo que eso es todo.
—«La máquina D de BF» —repitió Sajan, mirando a Koster.
Bettendorf tosió de nuevo.
—¿Y el evangelio de Judas? —le preguntó Sajan.
—¿El qué?
—¿O Benjamin Franklin? —añadió Koster.
—¿El hombre o el instituto? Edison ganó el premio de ingeniería del instituto Franklin en 1915. Pero una referencia a Ben Franklin, el hombre… Me parece que no. Aunque es posible que me equivoque, claro. Edison escribió varios cuadernos de tapa blanda al principio de su carrera, antes de los cuadernos de tapa dura de tamaño estándar. Estaban en sus laboratorios y con frecuencia consignaban el trabajo de varios investigadores, haciendo las veces de registros permanentes. Además de los recortes de periódico, los enormes archivos de correspondencia, las láminas de tipografía y las solicitudes de patentes… La lista es interminable. En total son más de cinco millones de páginas. Solo está disponible en línea una fracción del inventario.
—¿Edison inventó algo que tuviera un propósito más metafísico?
—La verdad es que no lo entiendo, señor Koster —contestó Bettendorf—. Metafísico… ¿en qué sentido?
—Tal vez un dispositivo de comunicación —aventuró Koster—. No lo sé. Cualquier cosa.
—En una entrevista a Scientific American, en 1920, le explicó al reportero B. F. Forbes que estaba trabajando en una máquina con la que lograría establecer contacto con los espíritus de los muertos. Pero al cabo de unos años admitió que se lo había inventado todo. Y no hay ninguna referencia a un mecanismo semejante en los archivos. Lo sé. La he buscado. ¿Se refería a eso?
Koster se encogió de hombros.
—Es posible —contestó.
—¿Y códigos, señora Bettendorf? —intervino Sajan.
Bettendorf emitió una tos.
—Códigos. —Tosió dos veces. Los ojos le bailaban en la cabeza.
—Sí. ¿Alguno de los cuadernos contiene referencias escritas en código? Algo que aún no haya logrado traducir.
—Me temo que no. Sí que empleaba muchas abreviaturas, pero eran anotaciones científicas estándar. No había nada codificado. Por lo menos, que yo sepa.
—«Mi pequeño ayudante de laboratorio» —dijo Maggie de repente. Todos se volvieron hacia la ayudante de la conservadora, que estaba mirando fijamente a Bettendorf—. ¿Theodore?
—¿Quién es Theodore? —quiso saber Koster.
—Uno de los hijos de Edison —dijo la conservadora—. Tenía tres.
—De niño —aclaró Maggie— llamaban a Theodore el «pequeño ayudante de laboratorio», porque le encantaba la ciencia. Theodore realizó muchos experimentos en Glenmont. Su padre escribió en una ocasión: «Theodore es un buen chico, pero su fuerte son las matemáticas. Me asusta un poco que ese Einstein le llene la cabeza de pájaros y no quiera trabajar conmigo». Pero sí que lo hizo, por supuesto.
Les explicó que Theodore Edison había nacido en Glenmont el 10 de julio de 1898; entonces Edison tenía más de cincuenta años. Curiosamente, Theodore fue el único miembro de la familia que se graduó en la universidad. Luego trabajó con su padre, empezando como ayudante de laboratorio, y con el tiempo ascendió hasta convertirse en el director técnico de investigación e ingeniería de Thomas A. Edison, Inc. Le concedieron más de ochenta patentes en total. Murió en noviembre de 1992.
—¿Lo que encontramos en el escondrijo no estaba escrito en una especie de código? —le preguntó Maggie a la conservadora—. ¿Se acuerda?
—¿Lo que estaba en la chimenea?
—¿Qué escondrijo? —preguntó Koster, sobresaltado.
—Estábamos haciendo unas obras de remodelación en uno de los dormitorios de la tercera planta de la casa —contestó Maggie—. La habitación de Theodore. Creo que es posible que también lo mencionara en una de sus memorias. Sea como fuere —prosiguió—, encontramos una especie de compartimento secreto detrás de un ladrillo en uno de los lados de la chimenea. Supongo que Theodore lo usaba para guardar sus posesiones más preciadas. Estaba lleno de toda clase de cosas: cromos de béisbol, un reloj, una partitura que había escrito… Y lo más extraño de todo, una libreta llena de puntuaciones de parchís. Una libreta de tapa blanda, como las que usaba su padre. En la parte de atrás hay varias páginas que nunca hemos descifrado. Están escritas en una especie de código. Y a juzgar por la caligrafía, las hizo su padre, Thomas. Reconocería esos garabatos en cualquier parte.
—¿Podemos verla? —A Koster le dio un vuelco el corazón.
—Por supuesto —dijo la conservadora, levantándose del escritorio—. Pero tendrán que ir andando a la cámara acorazada. Y me temo que yo no puedo acompañarlos. —Tosió una vez, y luego otra—. Hoy tengo muchas reuniones. Maggie se encargará de todo lo que necesiten. Ha sido un verdadero placer, señorita Sajan, señor Koster.
Se despidieron de la conservadora y Maggie los condujo desde el laboratorio de física hasta el patio. El laboratorio principal, una gigantesca estructura de ladrillo con amplias chimeneas, se encontraba a la derecha. Ante ellos, en tres hileras separadas, estaban el laboratorio de química, el almacén de productos químicos y el taller de diseños y por último, el laboratorio metalúrgico. Maggie los iba señalando a medida que pasaban. A la derecha se hallaba la cámara acorazada, al lado de un extraño edificio negro al que llamaban María Negra, el primer estudio cinematográfico del mundo, cerca de la torre de agua. Maggie les explicó que había adoptado el sobrenombre de los furgones policiales, a los que también llamaban María Negra, porque eran pequeños y nada confortables y tenían el color negro de la tela asfáltica.
—Pero Edison lo llamaba «la perrera» —añadió.
Subieron las escaleras de la cámara y atravesaron el vestíbulo a grandes pasos, dirigiéndose al ascensor del fondo del pasillo. Las cámaras acorazadas principales se encontraban a grandes profundidades bajo tierra. Cuando llegaron a la cámara de visionado, Maggie les explicó el procedimiento.
Solo podían examinar los documentos de uno en uno. No podían tomar fotografías. Si debían hacer una copia, les rogaba encarecidamente que la hicieran con lapicero. En ningún momento podían subrayar ni destacar los documentos de ninguna manera. La lista era interminable.
Era casi la una en punto cuando se sentaron en la sala de visionado de temperatura controlada, ante un largo escritorio de vinilo, y observaron con aprensión a Maggie mientras esta regresaba con una voluminosa caja de plástico entre las manos.
La depositó suavemente en la mesa y se echó hacia atrás.
—Me temo que tengo que quedarme mientras examinan las reliquias.
—Por supuesto —asintió Sajan con una sonrisa. Maggie se sentó en el extremo de la mesa.
Koster ya había abierto la caja y fue directamente a por la libretita marrón, haciendo caso omiso del reloj, los cromos de béisbol y los restantes objetos que había dentro. Abrió la tapa con mucho cuidado y pasó las páginas. Era tal como Maggie les había dicho. Las primeras páginas amarillentas estaban llenas de puntuaciones de diversos juegos de naipes y de mesa, sobre todo de parchís. Parecía que Thomas Edison no se dejaba ganar por sus hijos, por lo menos con demasiada frecuencia. Luego había varias páginas en blanco. Sajan se acercó. Koster continuó pasando las páginas y una franja de letras salió de la nada: tres líneas de letras, después una línea en blanco, y luego otras tres líneas de letras.
Koster se quedó sentado sin moverse. Era el código de Ben Franklin. El que se basaba en los cuadrados mágicos.
Koster miró a Sajan, que le dedicó una breve sonrisa. Había páginas y más páginas codificadas. Koster fue a la parte trasera de la libreta. Había varias páginas dobladas y encoladas al lomo. Las desplegó cuidadosamente y Sajan contuvo la respiración. Otro esquema. Otro fragmento del mapa, o lo que fuera. Semejante al de Franklin, pero distinto. Estaba claro que se trataba de una extensión, con una maraña parecida de círculos y cuadrados. Koster volvió a las páginas codificadas. Luego se volvió hacia Sajan y la ayudante de la conservadora.
—Esto me llevará unos minutos —dijo.