West Orange, Nueva Jersey
La mañana había sido larga y fatigosa, húmeda e insoportablemente calurosa, y Koster estaba malhumorado cuando llegaron a la finca de Edison en Glenmont. Habían aterrizado en el JFK la tarde anterior sin incidentes y habían pasado la noche en el loft de Koster en el Village. Después, tras un breve desayuno, habían tomado prestado el coche de un amigo y se habían dirigido al oeste a través del túnel de Lincoln en dirección a West Orange, Nueva Jersey.
Ninguno de ellos había hablado mucho durante el trayecto hasta Glenmont. Habían tomado precauciones especiales para asegurarse de que nadie los siguiera. Sajan había hablado sobre Edison, que había obtenido la fama como inventor y empresario, pero Koster apenas había contestado, y después de un rato ella había guardado silencio. Koster no sabía que decirle. Seguía recordando el relicario en el suelo del apartamento de París y albergaba la esperanza de que, de un modo u otro, Sajan confesara voluntariamente que pertenecía a la GLF, sin que él la apremiara. Pero aunque la había tanteado haciéndole toda clase de preguntas, muchas de ellas especiadas con oportunidades para hacerlo, ella no había mordido el anzuelo. Sorteaba el tema sin revelarle nada.
La finca de Glenmont estaba en Llewellyn Park, la primera urbanización privada ajardinada de Norteamérica, y al principio no se percataron de la salida. Al final tuvieron que detenerse en una gasolinera para pedir indicaciones. Cuando franquearon las puertas de entrada del parque y preguntaron en el invernadero que había cerca del aparcamiento de visitantes se había hecho tarde y uno de los guardabosques los informó de que la señora Bettendorf, directora de archivos del Patrimonio Histórico Nacional de Edison, y Maggie, su ayudante, se habían visto obligadas a atender otro compromiso. Pero podían reunirse con ellas a mediodía, si aquella hora les venía bien, les aseguró el guardabosques, en los laboratorios Edison de la calle Main, colina abajo. De modo que Koster y Sajan habían optado por hacer una visita a la casa.
Se trataba de una enorme estructura roja de madera, ladrillo y piedra, construida al estilo de la reina Ana, tan en boga a finales del siglo XIX. Edison había comprado aquella casa y cinco hectáreas por 125.000 dólares en 1886 para regalársela a Mina Miller, su nueva esposa. La primera, Mary Stillwell, había muerto dos años atrás. Edison, que ya era conocido como «el mago de Menlo Park», tenía treinta y nueve años cuando se instalaron en Glenmont. Mina apenas tenía veinte. Por desgracia para la joven esposa, cuando Edison terminó los laboratorios de la calle Main, se veían poco; el inventor pasaba casi todos los días en el banco de trabajo.
Sajan y Koster recorrieron el sendero que llevaba a la casa. Los bosques estaban llenos de grandes robles, abetos orientales, cornejos macho y hayas rojas. El sol se abría paso entre el follaje. Al cabo de unos minutos subieron las escaleras delanteras de la casa bajo una arcada de piedra cubierta; un añadido subsiguiente a la casa, reflexionó Koster. Una guía del Servicio de Parques Nacionales, una gruesa afroamericana de corta estatura y veintitantos años, los estaba esperando ante la puerta. Se llamaba Chavon. La visita, anunció con tono inexpresivo, duraba media hora.
En cuanto entraron en la casa, Koster reparó en una serie de pequeñas cristaleras en el vestíbulo recubierto de paneles.
—¿Qué son? —preguntó.
Chavon ni siquiera alzó la vista.
—Los cuatro elementos —contestó—. La tierra, el agua, el fuego y el aire. —A continuación se dirigió a la sala de música.
Con todo, la casa le resultaba extrañamente confortable, a pesar del mobiliario de época, las pieles de animales y los paneles oscuros. Al parecer, con el paso de los años Mina Edison había permitido que realizaran diversos cambios en la residencia. Habían vuelto a pintar y amueblar algunas habitaciones y habían ampliado considerablemente otras, como el solárium y el salón de la segunda planta, donde entraron a continuación. Sobresalía de uno de los lados de la casa como la proa de un barco, proporcionándole a Mina una vista despejada de las grandes pajareras de cobre del jardín. Una serie de bombillas descendían del techo a intervalos regulares alrededor de todo el perímetro de la estancia.
—¿Son los casquillos originales? —quiso saber Sajan.
—Ajá —contestó Chavon—. Las bombillas no, claro. La mayoría de la gente cree que Edison inventó la bombilla. Pero no es cierto. La idea tenía al menos cincuenta años en aquella época. Pero Edison mejoró la tecnología para que fuera segura y asequible. Y además inventó y construyó la red eléctrica, los circuitos y las dinamos, las centrales eléctricas, todas las máquinas necesarias para que la luz fluyera.
»Los Edison recibían a muchos invitados distinguidos —continuó—. El presidente Edgar Hoover. El rey de Siam. Helen Keller y Orville Wright. Y por supuesto también estaban los socios y los amigos de Edison, como Henry Ford y Harvey Firestone… —prosiguió con tono monótono mientras pasaban de una habitación a la siguiente. Cuando cruzaban el comedor hacia «la sala de fumadores», Koster se sobresaltó al ver el fresco del techo.
—¿Qué son esas figuras? ¿Ángeles? —quiso saber.
Chavon miró el techo.
—La ciencia y la música: Urania y Euterpe. Las musas. ¿Ve el arpa? Según parece, Thomas Edison quería que pintasen a la Ciencia con rayos en lugar de un libro, pero Mina lo consideraba vulgar. Demasiado ostentoso —concluyó.
Koster miró furtivamente a Sajan.
—El rayo y la música —repitió—. La armonía.
Pero Sajan no contestó. Estaba estudiando la estancia: los paneles de madera clara, coronados por el papel de pared verde oscuro, el canapé en forma de medialuna al pie de la reluciente ventana saliente y la chimenea de mármol verde malaquita, así como el sofá y los sillones de terciopelo con bordados dorados. La sala también exhibía una de las invenciones de Edison, semejante a un fonógrafo cilíndrico sobre una pequeña base de madera y un proyector cinetoscópico.
Dedicaron el resto de la visita a los aposentos de los criados, asomándose por último a los dormitorios de la última planta. No llegaron muy lejos, pues el paso estaba cerrado mediante postes y cuerdas de terciopelo verde. No hubo más sorpresas, aunque Koster observó que en sus últimos años Edison había pasado mucho tiempo en el salón de la segunda planta. Al hacerse viejo le costaba cada vez más bajar hasta los laboratorios de la calle Main. El salón estaba recubierto de paneles y tachonado de librerías y presentaba dos grandes escritorios de madera al fondo; uno era para el propio Thomas, que leía y trabajaba en sus cuadernos, y el otro para Mina, con tres teléfonos distintos. Había un tablero de parchís cerca de la puerta con el que los Edison jugaban con sus hijos.
Cuando acabó la visita, Chavon los dejó de nuevo en el pórtico delantero. Como aún era temprano, Koster y Sajan decidieron dar un paseo por los jardines, a pesar del calor sofocante. Sajan llevaba una falda corta azul oscuro, una blusa de algodón azul y un bolso monedero. Koster se había decidido por unos pantalones caquis, una americana y una camiseta de color gris marengo.
Rodearon la mansión, contemplando las enormes chimeneas de ladrillo que parecían brotar de la estructura en todas partes, algunas de ellas hasta una altura ridícula. Al acercarse a una celosía al fondo del jardín Sajan reparó en dos lápidas dispuestas en la hierba. El lugar de descanso eterno de Edison, pensó Koster. Al lado de Mina. Examinaron las lápidas. En la de Mina había una cruz, reflejo de su devota educación metodista; su padre había sido uno de los fundadores de un retiro educativo religioso en el lago neoyorquino de Chautauqua, semejante a Point O’Woods. Pero en la de Edison habían tallado una concha, circundada por una corona, con algo que parecía un molusco dentro.
—¿Qué es eso? —preguntó Koster.
—Una concha —dijo Sajan, encogiéndose de hombros.
Koster frunció el ceño.
—Eso ya lo veo. Pero ¿por qué iba a poner una concha en su lápida?
—No lo sé.
—A menos —continuó— que se trate de la mónada. —Koster se dio la vuelta y miró fijamente a Sajan, pero esta no dijo nada—. Es un símbolo del oficio, de la masonería. Aparece ya en la filosofía de Pitágoras. «Mónada» era el término que usaban los pitagóricos para referirse a Dios, la unidad. —Sajan siguió mirando la lápida—. En aritmética el cero, el círculo, es la nada, pero cuando se suma a otros números, se convierte en el todo. Sin él, no podríamos pasar de nueve. Esta potencia del círculo —señaló la concha— es el primer número del cosmos, el que encierra todos los números y las posibilidades, así como la luz del sol contiene todos los colores en el blanco. Según Diógenes, de la mónada deriva la díada; de la díada, todos los números; de los números, los puntos; a continuación vienen las líneas y los objetos de dos y tres dimensiones; y todo ello culmina en los cuatro elementos: la tierra, el agua, el fuego y el aire, con los que se crea el resto del mundo. Al igual que las cristaleras que hemos visto en el vestíbulo. Edison era masón, como tú dijiste, igual que Franklin. La mónada también es el nombre que se utiliza para describir a Dios en muchas tradiciones gnósticas. —Se detuvo un momento, tamborileando en las perneras de los pantalones, esperando a que Sajan contestara, pero ella siguió sin moverse ni hablar—. Estoy seguro de que has oído hablar de esto.
—¿Por qué iba a saberlo? —repuso ella.
—Antes parecía que sabías mucho sobre los gnósticos.
—Lo mismo que cualquiera al que le interese el cristianismo.
Koster exhaló un suspiro. No daba su brazo a torcer, por mucho que lo intentara. Miró el reloj.
—Es casi mediodía —dijo—. Será mejor que bajemos si queremos llegar a tiempo a la reunión con Bettendorf.