51

Los Ángeles

En las profundidades del subsótano del Palacio de las Oraciones la gran máquina ronroneaba y despedía destellos intermitentes. Michael Rose observó al último de los técnicos con uniforme blanco esterilizado mientras abandonaba la cámara. La puerta resolló y despidió un chasquido, sellándose. Por fin, pensó Michael. Lacey y él estaban al fin solos.

Michael dio un paso hacia delante y pasó la mano por un lado del portal. Sintió una débil carga eléctrica a través de las yemas de los dedos.

—No puedo creer que me haya convencido para construir esta… esta abominación.

—No es más que un experimento —repuso el arzobispo—. Y los sujetos animales no han sufrido ningún daño. —Lacey se le acercó. El arzobispo llevaba una sotana que le confería un aspecto aún más extraño en aquel entorno de alta tecnología; era un anacronismo. Las gotas de sudor le perlaban la frente.

—Yo no soy un mono, excelencia —rezongó Michael—. Ni un evolucionista. Es posible que estemos cumpliendo la peor de las profecías. «Y entonces Miguel, el gran príncipe que vela por los hijos de vuestro pueblo —citó—, se alzará. Y habrá una época de tribulaciones como no se ha visto desde el nacimiento de las naciones y vuestro pueblo, todos los que están anotados en el libro, será rescatado.» ¿Usted está en el libro, Damian?

—Solo el todopoderoso lo sabe. —Damian Lacey sonrió—. No soy uno de sus acólitos quinceañeros, Michael. No me cite las Escrituras. —A continuación señaló el dispositivo ronroneante—. Y no me diga que no está tan entusiasmado como yo —añadió—. Después de dos mil años… Es algo abrumador. Considere por un momento lo que significaría para su iglesia tener este aparato en su arsenal. Considere lo que su padre podría hacer con él.

—¡Mi padre! —Rose se rió—. Querrá decir el nuevo pontífice —replicó.

—¿Está listo?

Michael asintió y se dirigió a la puerta. Miró a Lacey, que se hallaba a escasos metros de distancia, junto a la consola.

El arzobispo oprimió un botón y el marco del portal empezó a brillar. Al principio fue casi imperceptible. Parecía la llama azulada de un fogón. La máquina emitió un estruendo rítmico, semejante al golpeteo de unos tambores o al sonido de un contrabajo de gran tamaño al pellizcar repetidamente las cuerdas. El ritmo se aceleró. Luego cambió la frecuencia. La luz azulada del portal se extendió poco a poco de un extremo a otro de la puerta. El sonido se hizo cada vez más agudo, hasta hacerse inaudible. Michael se demoró junto a la abertura y miró al arzobispo. Luego se volvió y dijo:

—Deséeme suerte. —Y le ofreció la mano.

Lacey movió el dial de la consola. La luz azul de la puerta pareció intensificarse aún más. Emitió un brillo verde azulado, después violeta y por último aguamarina.

—Deséeme suerte —repitió Rose. Seguía ofreciéndole la mano.

El arzobispo se la estrechó.

—Buena suerte… —empezó. Entonces advirtió que la otra mano de Michael salía disparada del costado. Lacey se echó un paso hacia atrás, pero Rose le aferraba firmemente el antebrazo y no lo soltaba—. Déjeme —chilló Lacey, tratando de desasirse.

—«Bienaventurado sea el hombre que me escuche… esperando delante de mi puerta.»

—¡Estábamos de acuerdo, Michael! Usted es más joven y fuerte… —Lacey forcejeó con fuerzas renovadas, forcejeando con los brazos del joven, como un animal desesperado atrapado en una trampa.

—Y usted más puro de corazón —contestó Michael—. A pesar de sus transgresiones. Créame. —Retorció la presa. El cabello rubio ralo revoloteó sobre el cráneo cuando se echó hacia atrás.

El arzobispo perdió el equilibrio.

—Maldito seas —exclamó mientras se precipitaba hacia el portal—. ¡Te veré en el infierno, Michael Rose! —Y entonces cayó.

Hubo un estallido de luz blanca.

Michael sonrió y contestó:

—Póngase a la cola.

En cuanto el arzobispo franqueó el portal por un lado salió por el otro. Pero lo que volvió no era Lacey. Era algo inhumano.

Tenía cabeza y tronco, y algo parecido a brazos, pero le faltaban las piernas. La criatura se desplomó sobre el suelo y Michael dio un salto hacia atrás. Unos cuajarones de ardiente materia roja salieron despedidos del cuerpo y chapotearon sobre la pechera y el rostro de Michael. Quemaban como lava ardiente, como ácido. La criatura exhaló un gemido. Michael, boquiabierto, observó su rostro. Se veían todas las venas y las arterias que bombeaban frenéticamente en la coronilla.

—¿Excelencia? —dijo Michael. La bilis le burbujeaba en la garganta.

La criatura se incorporó sobre uno de sus brazos semejantes a aletas, como para indicarle que se acercase. Michael se inclinó un poco, a pesar de la repugnancia que le inspiraba.

El arzobispo abrió la boca, que era una abertura roja desdentada y desencajada como una serpiente. Miraba fijamente al techo con sus ojos negros desprovistos de párpados. Estaba retorciéndose de agonía y su piel emanaba vapor.

—¿Qué pasa? —lo apremió Michael—. ¿Qué es lo que ha visto?

En los labios del arzobispo se formó una palabra. Michael se inclinó aún más.

—¿Qué es lo que ha visto? —insistió.

Lacey se incorporó sobre un muñón.

—Todo —contestó. Luego tosió y se dio la vuelta. Sus ojos parecieron derretirse en las cuencas al tiempo que un chorro caliente de vómito le salía disparado de la boca.

Michael dio un salto hacia atrás, mascullando una maldición. Observó los restos de Damian Lacey, que se estremecían y temblaban, la cabeza y el tronco que se deshinchaban, emitiendo un siseo, bajo una columna de volutas de vapor. Lo acometió una arcada y retrocedió dando tumbos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaban llamando a la puerta.

Rose giró en redondo. Los golpes continuaron. ¡Estaban tratando de abrirse paso a través de la puerta! Buscó desesperadamente otra salida, aunque sabía que no había ninguna. Estaba atrapado… ¡en las entrañas de su propia iglesia! Sin pararse a pensarlo dos veces, Michael fue corriendo hacia la puerta, que se abrió bruscamente cuando oprimió el botón verde.

Era la hermana María. Y ocultos tras ella, sus sicarios. Los técnicos se habían refugiado al fondo del pasillo, con el rostro ceniciento y los ojos muy abiertos a causa del terror.

—Oh, gracias a los cielos —exclamó Michael—. Ha habido un terrible accidente.

La hermana María se adelantó. Michael advirtió que contenía el aliento al observar el charco gelatinoso de carne chamuscada que había cerca del portal.

—Esperad ahí —ordenó secamente. Los caballeros se retiraron de inmediato.

Michael retrocedió hasta el fondo de la estancia mientras la hermana María cerraba la puerta de acero a sus espaldas.

—Se lo había advertido —tartamudeó—. Pero él insistió en construir esta cosa. —Se agazapó, tembloroso, detrás de un banquito de trabajo mientras la monja se acercaba a la maquinaria ronroneante—. Se lo dije —prosiguió. Luego sus palabras se apagaron. Michael se mordió los gruesos labios, suspiró y miró al suelo—. Era un auténtico caballero de Malta —añadió—. Al final, a pesar de mis recelos, el arzobispo insistió en entrar el primero.

La hermana María se arrodilló cerca del portal. La máquina seguía rugiendo junto a ella pero el brillo azulado de la puerta se había disipado. Se había agotado. La monja se santiguó. A continuación se puso en pie, se dio la vuelta y miró a Michael, que tenía el rostro de un cadáver.

—Era un hombre valiente, un verdadero héroe —afirmó este—. Pero este aparato —continuó—. Esto no es una máquina de Dios. Se lo digo yo, hermana María, es una puerta al infierno. ¿Quién era Judas, el que le transmitió estos conocimientos a Abraham? A menos que crea en las herejías, era el villano más despreciable e insidioso de la historia. ¿Dónde habría acabado entonces? ¿Dónde se encontraría ahora, más que en el infierno?

A medida que la hermana María se acercaba, a Michael le resultaba casi imposible apartar los ojos de las cuentas del rosario que llevaba alrededor del cuello.

—Nos hallamos al principio de la gran tribulación. Y es posible que esta —continuó, señalando al portal que había tras ella— sea la mismísima puerta por la que Satán entrará en la tierra. Tal como anuncian las profecías. El desleal nos ha traicionado. Hay que destruirla. Hasta el último vestigio de este mecanismo infernal. Y a todos los que sepan que existe. Sobre todo a Joseph Koster y Savita Sajan.

La monja se detuvo a escasos centímetros de Michael y lo miró con aquellos ojos, tan inexpresivos como los de una muñeca.

—Era como un padre para mí —murmuró.

Enmarcada por la toca y el velo, su cara parecía brillar en la luz áspera del laboratorio. Luego alargó poco a poco la mano hacia Michael.

Este se echó hacia atrás instintivamente, pero no tenía ningún sitio adonde ir. Estaba atrapado, contra la pared, literalmente. Se puso rígido cuando ella le puso la mano en el hombro. Aquellos ojos, aquella naricilla redonda. Aquellos labios inyectados en sangre. Era tan carnal, tan naturalmente sexual, ¡y sin embargo aquellas facciones estaban enmarcadas por una toca! Se sentía como el compañero de una viuda negra atrapado en la telaraña: no sentía el deseo abrumador de retirarse ni de apartarse de su destino. Hasta lo recibía de buen grado. Estaba cansado de postergarlo.

La hermana María lo atrajo hacia ella, tirándole de la cabeza hacia la suya y apretándole las mejillas con ambas manos, y lo besó de lleno en los labios. Parecía que lo estaba absorbiendo. Sus labios se ablandaron. Le chupó el labio. Se quedó donde estaba, sin apenas moverse, con el rostro impasible apretado contra el de Michael. Luego lo soltó.

—No podemos destruir algo que no hemos encontrado —dijo sin aliento—. Ha dicho hasta el último vestigio. Es posible que Koster y Sajan todavía nos sean útiles. Que vengan a nosotros, Michael.

Este observó por primera vez la curva de los labios de la monja. Sus ojos de tiburón, sus maneras imperturbables, la escarcha que irradiaba su mirada; ninguna de aquellas cosas le inspiraba una sensación más ominosa que la de la escalofriante curva de aquella sonrisa. Se inclinó para besarla, solo para taparle los labios, y le metió la lengua profundamente en la garganta.

Ella lo mordió y añadió:

—Los estaremos esperando.