50

París

Aquella noche Koster no lograba conciliar el sueño y en un momento dado salió al balcón en pijama y contempló la ciudad. Habría dado lo que fuera por un porro, un cigarrillo o una botella de escocés. Pero tenía que conformarse con una copita de brandy de cocina que había birlado de las escasas provisiones de Emily. Una vez más, Koster se sintió un tanto traicionado. Después de todo, ella era francesa.

Observó la cara posterior de la catedral de Notre Dame, que refulgía rapsódicamente en la isla contigua, y por primera vez desde hacía años, rezó. Rezó por Zane, su hijo muerto. Y por Mariane. Las palabras parecían aflorar de algún lugar inexplorado de su interior. Rezó por Savita, por la camarera y por el hombre de las cavernas. Y rezó por sí mismo.

Se inclinó sobre el borde del balcón, contemplando el reflejo de la luna en el río. Y pensó en Ben Franklin, que echaba de menos a su hijo. Franklin no había rezado por Franky. De hecho Koster recordaba que en una ocasión Franklin había declarado: «Me parece terriblemente presuntuoso suponer que la perfección suprema se preocupa lo más mínimo por algo tan insignificante como el hombre». Para Franklin, el «padre infinito» estaba muy por encima de nuestras oraciones y alabanzas. Entonces le vino a la memoria la pregunta que le había hecho Savita: «Ya es hora, ¿verdad, Joseph?». Y aunque lo embargaba una tristeza inconsolable, aunque se encontraba sofocado bajo un océano de lágrimas, Koster comprobó sin sorpresa que era incapaz de llorar. Ni una sola lágrima. Ni una.

Al cabo de otra media hora volvió silenciosamente a la cama y dio vueltas hasta que al fin logró dormirse. Y volvió a soñar con su hijo.

Koster se vio volviendo al apartamento aquella noche. Vio a Priscilla sola, sentada en el sofá, leyendo una de sus revistas de alta costura. El niño estaba durmiendo en su habitación. Koster recorrió sigilosamente el pasillo y atravesó la puerta. Llovía. El agua resbalaba torrencialmente por las ventanas como si el cristal fuera líquido.

Zane estaba acostado en la cuna sin moverse. Estaba tendido con sus bracitos regordetes y las piernas que se le salían del pijama. Qué singulares articulaciones y bisagras, pensó Koster, se mueven de un lado a otro en nuestras extremidades. Pero aquellas extremidades no se movían ni volverían a hacerlo nunca. Ahora se daba cuenta de ello. Se inclinó sobre la cuna y lo supo al instante. Zane lo miró con sus vidriosos ojos negros, con aquella expresión de reproche, y le dijo: «Por fin has vuelto a casa, padre. Has vuelto a casa. Pero llegas tarde y ya estoy muerto».

Koster se despertó. Sentía que le estaban estrujando el corazón en un torno. Abrió los ojos. Había alguien allí. Lo sentía. Había alguien al fondo de la habitación, al lado de la puerta.

Oyó el chirrido de una tabla al acercarse el intruso. Koster quería mirar, pero tenía miedo de moverse, como si estuviera a salvo por el hecho de no moverse. De modo que se quedó tumbado esperando mientras el desconocido se acercaba. Un paso. Y otro. Y otro más. Y entonces se materializó la figura. Se acercaba centímetro a centímetro y se detuvo un momento, alargando la mano hacia la silla que estaba junto al cabecero de la cama.

Una mano apareció delante de la cara de Koster, a escasos centímetros de distancia. Koster la agarró.

Forcejearon durante un momento y se cayeron de la cama, dando vueltas hasta el suelo. La habitación estaba demasiado oscura para distinguir una cara. Rodaron el uno encima del otro. Koster empujó al desconocido en un vano intento de desasirse. Pero cada vez que trataba de apartarse el desconocido se acercaba más.

—¡Savita! —exclamó—. ¡Savita, ayúdame!

Entonces ella se rió, se inclinó y le dio un beso.

Era Sajan. Koster detectó al fin el aroma de su perfume. Lo estaba besando en la boca, los ojos y las mejillas. Sentía sus pechos apretándose contra el suyo. Cerró los dedos alrededor de su cabello, la atrajo hacia sí y la besó como si estuviera en el fondo del océano y ella tuviera la última bocanada de aire en la boca.

—Savita —murmuró.

—Shh —contestó ella, tirándole de la cinturilla del pijama—. No digas nada.

—Savita —repitió Koster—. Esto no es correcto. ¿Estás segura…?

Ella volvió a besarlo, se puso a horcajadas encima de Koster, se quitó la blusa y la arrojó a un lado. Sus pechos desbordaron el sostén y Koster alargó las manos hacia ellos. Ella gimió y le mordió en el cuello. Luego volvió a desplomarse encima de él, se levantó la falda y empezó a acariciarlo por dentro del pijama.

—Savita —dijo Koster, y entonces sonó el teléfono. Otra vez, y otra—. Savita —insistió—. Es mi teléfono. —Y otra.

Con un suspiro, ella se apartó y se quedó tendida sin moverse.

Koster se puso a cuatro patas y buscó a tientas el teléfono móvil, que todavía estaba en la chaqueta, en la silla junto al cabecero de la cama. Lo sacó y lo abrió.

—¿Joseph? ¿Eres tú? —Era Lyman.

Koster se encaramó a la cama y encendió la luz. Al instante Sajan gimió y se cubrió los ojos con el antebrazo. Luego alargó la mano para recoger la blusa.

—¿Qué pasa, Nigel? Es tarde.

—¿Estáis los dos bien?

—Estamos bien, Nigel. ¿Qué ocurre?

—Acabo de volver de Londres. Alguien ha dado parte de un robo en el archivo de Turing en el King’s College de Cambridge. Es donde se conserva la mayor parte de la correspondencia de Turing. Y hay más.

Koster observó impotente mientras Sajan se levantaba y se abotonaba la blusa.

—¿Qué más? —preguntó Koster.

—He husmeado un poco y he desenterrado algunos documentos antiguos sobre Turing. El pobre diablo se comió una manzana envenenada con arsénico mientras estaba trabajando en el laboratorio. Parece que uno de los inspectores que asignaron al caso creía que no había muerto accidentalmente, como se especulaba en aquella época. Creía que lo habían envenenado intencionadamente. Y lo que es más, su principal sospechoso era un monseñor italiano llamado Cavelli. Parece que el monseñor la había tomado con Turing por su supuesto comportamiento desviado. Según parece, Turing era gay. Pero como no había suficientes pruebas de juego sucio, el monseñor Cavelli quedó en libertad. Poco después volvió a Roma, donde desapareció. ¿A que no adivinas dónde?

—Me rindo. ¿Dónde?

—En ese Estado dentro de otro Estado que está en lo alto de la colina Aventina. Monseñor Cavelli era un miembro de la Orden Militar Soberana de Malta. Un caballero.

Sajan había acabado de vestirse y estaba al lado de la puerta.

—No te vayas —le pidió Koster.

—¿Qué has dicho? —respondió Lyman.

—Tú no. Estaba hablando con Savita.

—¿Está contigo en este momento?

—Sí, ¿quieres hablar con ella?

—No —dijo Lyman. A continuación hizo una pausa—. Escucha, Joseph. ¿La conoces bien?

Koster le hizo una seña a Sajan pero esta no quiso acercarse más.

—Lo suficiente.

—Ten cuidado, Joseph. Es amiga de Robinson. No te fíes de nadie.

—¿Eso te incluye a ti también? Me parece que ya sabes lo que siento por… ya sabes.

—Salta a la vista, Joseph —se rió Lyman—. Excepto quizá para ti mismo. No, de verdad, me alegro por ti. No me malinterpretes —continuó—. A mí también me cae bien. Ese es el problema.

Sajan abrió la puerta y alzó una mano para despedirse de Koster.

—Oye, tengo que colgar —le dijo este a Lyman—. Gracias por las noticias. Y por tu ayuda.

—Recuérdalo, Joseph. No te fíes de nadie.

Koster colgó y arrojó el teléfono sobre la silla que estaba junto al cabecero.

—Savita… —empezó a decir, dando un paso hacia delante.

Pero cuando llegó junto a ella y se inclinó para besarla, Sajan se apartó.

—Lo siento —dijo—. Era Lyman.

—Me lo imaginaba —contestó ella.

—¿Quieres saber lo que me ha dicho?

Sajan meneó la cabeza.

—La verdad es que no. Seguro que puede esperar a mañana. —Empezó a cruzar la puerta—. A veces me gustaría no haber inventado nunca ese chip —dijo, observando el teléfono móvil que estaba encima de la silla—. Nada de eso sirve para que estemos más unidos. La verdad es que no. Al final lo único que hace es separarnos.

—Mira, lo siento —dijo Koster—. Supongo que no estoy preparado.

—¿Preparado para qué? ¿Para volver a importarle una mierda a alguien? Si Dios ya te ha perdonado por lo que has hecho, Joseph, sea lo que sea, ¿quién eres tú para llevarle la contraria?

Levantó la mano, le acarició la mejilla derecha y se fue.

Koster volvió a la cama, se sentó y se llevó las manos a la cara. Con un suspiro, miró hacia la puerta. Entonces reparó en algo que estaba tirado en el suelo. Parpadeaba y relucía; lo llamaba.

Se levantó para recogerlo. Se trataba del relicario y el brazalete dorado de Sajan. Debía de habérsele caído mientras rodaban por el suelo. Koster se volvió hacia la puerta y estaba a punto de llamarla cuando algo se lo impidió. Observó el relicario, que era de oro y bastante sencillo, en forma de lágrima, y apretó el pasador del lado.

Dentro había una fotografía de un hombre y un niño. Sin duda era Jean-Claude, el marido de Savita, pensó Koster. Le resultaba extrañamente familiar, al igual que Maurice, el bebé, con aquellas mejillas redondas y sonrosadas y aquellos ojos oscuros y entrañables. Entonces reparó en la inscripción que había al otro lado del relicario. Era pequeña pero legible y decía: «De Irene». Y seguidamente las iniciales: «GLF».

Koster dejó que el relicario se balanceara libremente al extremo de la cadena, reluciendo y despidiendo destellos bajo la luz. GLF, pensó. GLF. Y entonces cayó en la cuenta, como si le hubieran propinado una bofetada en la cara. La grande loge féminine. La misma logia masónica femenina a la que había pertenecido la condesa de Rochambaud, la mujer que lo había ayudado a buscar el evangelio de Tomás en Francia hacía años. Y entonces cayó la siguiente ficha de dominó. Sajan era masona. Por supuesto. Ahora estaba claro. Igual que Nick Robinson, su «viejo amigo». Todas esas veces, se dijo Koster. Todas esas veces que le había echado discursos sobre las tradiciones masónicas, la historia de los números y el gnosticismo… ella debía de haber estado riéndose para sus adentros. Ella las conocía mejor que Koster, pero se había quedado sentada escuchándolo y dándole ánimos.

Koster se enrolló la cadena de oro en el puño y la apretó con fuerza en la mano.

Qué tonto había sido. Qué idiota. Clic, clic, mientras caían las fichas de dominó.

Y no era solo la misma logia. «Irene». Era el mismo nombre. No podía tratarse de una coincidencia. La condesa Irene Chantal de Rochambaud. El relicario era suyo, de la condesa en persona. Las dos pertenecían a la misma logia y estaba claro que se conocían. O se habían conocido, pues la condesa estaba muerta.

Koster volvió a la cama. Savita lo estaba utilizando; eso resultaba obvio. Pero ¿por qué? ¿Con qué fin? ¿Para hacerse con el evangelio de Judas? ¿O acaso había en juego algo más importante?

Koster lanzó el relicario y la cadena en la silla que había junto a la cama y entonces cayó la última ficha de dominó. Aunque lo estuviera utilizando, comprendió que la verdad era que no le importaba. Alguien lo necesitaba.

Por primera vez desde hacía años, volvía a tener un propósito.