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París

Sajan se decantó por un pequeño bistrot cerca del puente de Saint-Louis. Al principio Koster insistió en que buscaran algo más elegante. Después de todo, no iba a París con demasiada frecuencia. Pero a Sajan la inquietaba que se alejaran demasiado. Y además, le dijo, en París era difícil que te sirvieran una mala comida.

Koster pidió raya y pommes frites y Sajan cuscús de cordero. Cenaron en la terraza, bajo una amplia sombrilla azul y blanca, y observaron el devenir del mundo. El camarero volvió con una botella de Beaujolais-Villages. Era fresco y brillante, con sabores maduros y suaves de fresas machacadas. Habían consumido media botella antes de que les sirvieran la comida.

Cuanto más bebía Koster, menos pensaba en el mapa. Y francamente, lo prefería. Estaba harto de pensar en ello. Creía que ahora que habían encontrado y combinado los tres fragmentos el problema estaría resuelto. Que al fin sabrían dónde se hallaba el evangelio de Judas. Era frustrante. Y Sajan estaba en lo cierto. Cuando más lo pensaba, más convencido se encontraba. Si querían permanecer a salvo tendrían que dar con el evangelio de Judas. Era el único seguro contra sus perseguidores.

Koster bebía sorbos de vino y observaba a Sajan mientras esta daba cuenta del cuscús con cordero. Separaba la carne de los huesos con precisión, como si fuera un cirujano. Daba mordiscos delicados. Se notaba que se había criado en Europa por la forma de usar el cuchillo y el tenedor. No se los cambiaba de mano en ningún momento. Igual que él. Y se dijo que tenían muchas cosas en común, a pesar de las diferencias más palpables. Ambos se habían criado en el extranjero, trasladándose de un sitio a otro con sus familias, y aquello les había inculcado el amor por la seguridad de los números y el rigor y la abstracción de la ciencia. Ninguno de ellos tenía un antiguo patio de colegio al que regresar. Ni un antiguo barrio. Era demasiado difícil entablar relaciones duraderas al vuelo. Pero los números tenían una exactitud exquisita. Los números manifestaban su permanencia en su misma abstracción. Eran mejores que los amigos; eran leales y sinceros.

Koster observó a Sajan mientras esta bebía otro sorbo de vino y se enjugaba los labios con la servilleta. Entonces apartó la mirada de la curva de sus cejas y el color de sus ojos almendrados y le dio otro bocado al pescado, que estaba salado pero al tiempo era tierno y dulce, asado a la parrilla a la perfección. Daba la impresión de derretirse en la boca. Pero hiciera lo que hiciera no lograba abstraerse de la certeza que burbujeaba en lo profundo de su ser, por mucho que tratara de suprimirla. ¿Por qué si no había insistido en quedarse el mapa? No era solo el orgullo masculino. Se estaba enamorando de Savita. Ya. Lo había admitido. Al menos para sus adentros. Era cierto. Se estaba enamorando de aquella mujer tan extraordinaria. Y aquella idea, en lugar de embargarlo de una sensación extática, lo aterrorizaba.

¿Estaba conservando el mapa para protegerla? ¿O era porque si se lo entregaba ella ya no tendría motivos para quedarse?

—Me parece que ya sé por qué Franklin estaba tan obsesionado con Franky. —Sajan se reclinó en la silla—. Fantasmas, Joseph. Cosas del pasado que nos siguen atormentando. Tú y yo somos iguales.

—Yo estaba pensando lo mismo.

—Los dos hemos perdido a nuestros hijos. Y a las personas a las que amábamos. Seres queridos. Eran una parte importante de nuestras vidas y de pronto desaparecieron. Pero los sigues sintiendo, ¿verdad, Joseph? Como extremidades fantasmales. Siguen formando parte de ti. No sé lo que estoy diciendo. —Se rió—. Debe de ser el vino. No suelo beber tanto.

—No pasa nada.

—¿Ah, no? —Ella lo miró atentamente—. En fin, me parece que ya sé por qué Franklin se sentía así. Me estaba volviendo loca, así que investigué esa parte de la historia. Cuando era joven y vivía en Boston, su hermano James, con el que Franklin trabajaba de aprendiz, entabló una acalorada discusión con los padres de la ciudad sobre la importancia de la vacuna de la viruela. James acababa de fundar el primer periódico de las colonias, el Courant, y andaba buscando una forma de emprenderla con las autoridades establecidas. Por desgracia, escogió el bando equivocado.

—¿Estaba en contra de la vacuna de la viruela?

—En 1677 un brote había acabado con el doce por ciento de la población de Boston. En 1702, después de haber perdido a tres hijos, un tipo llamado Cotton Mather empezó a estudiar la enfermedad. Uno de sus esclavos había recibido la vacuna en África y le enseñó la cicatriz. Otros esclavos corroboraron aquel procedimiento. Ninguno había enfermado jamás. James Franklin, deseoso de vender periódicos, atizó el debate burlándose de aquella práctica. Como en muchas otras cosas, Benjamin no estaba de acuerdo con él, y no menciona nada al respecto en su autobiografía, lo que sugiere que se avergonzaba de la postura de su hermano. Pero no dijo nada y dispuso la impresión que desencadenó aquella controversia. Con el paso de los años se convirtió en un entusiasta defensor y amigo de Mather. Justo antes de que naciera Franky, Franklin escribió un editorial en la Gazette a favor de las vacunas, publicando estadísticas favorables. La verdad es que tenía intención de vacunar a Franky. Pero se retrasó.

—¿Por qué?

—El chico había estado enfermo de gripe. Franklin tenía miedo. Le preocupaba que el procedimiento tuviera efectos adversos. Al poco tiempo Franky contrajo la viruela y murió.

—Y Franklin se culpaba por ello.

—Seguro. Habla de él constantemente en el diario. «Dentro de poco», dice. «Estaré contigo dentro de poco». Quería muchísimo a Franky. Y nunca estuvo tan unido a William, su hijo bastardo, ni a su hija Sally. Es como si se hubiera aislado de esos sentimientos.

Koster apartó el plato del borde de la mesa y tomó otro sorbo de vino. Luego apuró la copa entera.

—Más adelante —continuó Sajan—, cuando Franklin estaba viviendo en Londres y su hermana Jane le escribió para darle una buena noticia sobre sus nietos, él contestó: «Esto me trae a la memoria a mi hijo Franky; aunque hace treinta y seis años que ha muerto, rara vez he conocido a alguien que tuviera las mismas cualidades, y sigo suspirando cuando pienso en él». ¡Esto después de treinta y seis años! Irónicamente, ya se había referido a la muerte de los niños, tras la defunción del hijo de un vecino. «¡Qué singulares articulaciones y bisagras se mueven de un lado a otro en nuestras extremidades!», había escrito. «¡Qué inconcebible diversidad de nervios, venas, arterias, fibras y pequeñas partes invisibles hay en todos los miembros!» Y se preguntaba cómo era posible que «un Dios bueno y misericordioso produjera millares de máquinas tan exquisitas sin darles otro fin que descansar en las oscuras cámaras de la tumba».

—¿Has aprendido de memoria esos pasajes? ¿Por qué me cuentas todo esto?

Sajan apartó la mirada y dijo:

—¿Cómo murió tu hijo?

—Ya te lo he dicho. Murió en la cuna.

Ella asintió.

—¿Y cuáles eran las posibilidades de que eso ocurriera?

Koster miró las espinas del pescado desperdigadas por el plato.

—Veinte mil a una —contestó—. Estadísticamente hablando, no debería haber pasado.

—Pero pasó. Y Mariane también murió. —Sajan levantó la mano para llamar al camarero—. ¿Sabes lo que decía? Me refiero a Franklin. Cuando pensaba en la muerte de su hijo.

Koster observó al camarero que se acercaba y puso un billete sobre la mesa. Meneó la cabeza.

—«Cuando la naturaleza nos dio lágrimas, nos dio permiso para llorar» —Sajan le dio una tarjeta de crédito al camarero. A continuación esbozó una sonrisa forzada y dijo—: Ya es hora, ¿verdad, Joseph?