París
El trayecto en metro de regreso a la isla Saint-Louis fue interminable. Koster y Sajan apenas hablaron. Ahora que se habían apoderado de los tres fragmentos ambos presentían que se estaban acercando a la conclusión de aquella búsqueda.
En cuanto llegaron al apartamento, Koster sacó el pergamino y lo depositó en el escáner de Emily. Tardó unos minutos en hacer una buena copia digital. Cuando estuvo satisfecho importó los dos fragmentos restantes de la cámara. Por fortuna, Emily tenía Photoshop. Koster creó tres capas y las puso una encima de otra. Sajan estaba detrás de él, mirándolo por encima del hombro mientras trabajaba.
En cuanto las imágenes quedaron superpuestas Sajan profirió una exclamación. Koster sabía por qué. Un conjunto de finas líneas, que hasta entonces habían parecido independientes, se fundieron con perfecta precisión: un círculo atravesado por una línea vertical.
—La fi —anunció Koster. Siguió el contorno con la yema del dedo: f. Y el resto de los elementos, los círculos y rectángulos, los cuadrados y aquella telaraña de líneas, aunque fueran dispares, habían confluido de repente. Todas formaban parte de un superesquema. Pero, por mucho que lo intentaba, Koster no había logrado interpretarlo aún. Miró fijamente la imagen. Se concentró. Después se dejó llevar, tratando de captar una frecuencia. Pero nada.
Al principio él había esperado que el mapa fuera realmente eso, un mapa que indicara una auténtica localización geográfica. Más adelante, después de que encontrasen los dos primeros fragmentos en Filadelfia y West Wycombe, había confiado en que el diagrama fuera una suerte de acertijo matemático que quizá revelase unas coordenadas geográficas, pero tampoco. En todo caso, si lo era, no sabía interpretarlo. Parecía un laberinto, y Koster estaba atrapado en sus confines.
Se levantó del escritorio, giró sobre los talones y se fue.
—¿Adónde vas? —dijo Sajan—. ¿Qué te pasa?
—Voy a traer el diario. Volvemos a la casilla de salida. —Señaló el monitor con el dedo gordo—. No sé lo que significa esa cosa. Si es un mapa, no sé cómo leerlo. Ni siquiera parece un mapa. Parece más bien una especie de diagrama eléctrico, como el diseño de una especie de máquina. —Desapareció en el dormitorio y regresó con el diario.
—¿Una máquina para hacer qué? —le preguntó Sajan.
—No lo sé. Tú eres la ingeniera en electricidad. Esperaba que tú lo supieras.
Sajan iba a decir algo, pero se interrumpió y se mordió el labio. A continuación, se encogió de hombros y miró de nuevo la pantalla.
—¿Y si no hemos entendido bien todo esto? —sugirió Koster, sentándose delante del escritorio—. ¿Y si no se trata de un mapa, al menos de uno tradicional? —Abrió el diario—. Mira —añadió, señalando—. «En el alma de la máquina de Dios se encuentra el evangelio. Uno en tres.» Esas son las palabras exactas que usa Franklin. Las había interpretado simbólicamente… había supuesto que el evangelio de Judas sirve como una especie de puerta a Dios y la trinidad. Pero ¿y si no lo fuera? ¿Y si fuera el plano de una auténtica máquina, una máquina eléctrica? Y aquí —pasó a otra sección del diario—, cuando realiza el famoso experimento con la cometa, vuelve a mencionarlo: «Ahora, por fin, estoy un paso más cerca de la máquina de Dios». Yo pensaba que estaba jugando a Prometeo. Franklin recibió muchas críticas de la Iglesia cuando inventó el pararrayos. Lo acusaron de interferir en fenómenos que consideraban acciones de la divinidad cósmica.
—¿Y la fi? —Sajan se asomó al monitor—. ¿Cómo encaja?
Koster meneó la cabeza.
—No lo sé. Franklin solo menciona la fi en una ocasión y la referencia es más bien enigmática. Dice que el conde de Saint-Germain afirmaba que conocía el secreto de «la armonía de fi». Ignoro lo que significa eso. Pero hemos visto la fi en todas partes. Los masones la consideraban un reflejo del arquitecto divino. Por eso la usaron tanto en la construcción de las catedrales de Notre Dame. Y antes, en la pirámide de Guiza, el templo de Salomón y el Partenón. Estaba en la triple tau. La usé para descodificar las coordenadas del templo en Carpenter’s Hall. Pero la fi no se encuentra solamente en los objetos creados por el hombre, sino que también está omnipresente en la naturaleza: en la curva de las conchas, la forma del ADN humano y hasta en la espiral de nuestra galaxia.
—Y es lo que estaba estudiando George Boole cuando tuvo aquella epifanía —añadió Sajan— y se le encendió una bombilla que dio como resultado la lógica booleana. —Titubeó—. Espera un momento —musitó de repente—. ¡La bombilla! —Dio rápidamente la vuelta al escritorio y se volvió hacia Koster, riéndose, y dijo—: Ahora me acuerdo.
—¿De qué te acuerdas?
—¿Recuerdas que te dije que había algo que me sonaba? ¿Qué me resultaba un poco familiar?
—¿Y qué?
—Ya había oído hablar de la armonía de fi. Aunque se llamaba frecuencia de fi.
—¿Dónde?
—En uno de los cuadernos de Edison.
—¿Thomas Edison? ¿El inventor? ¿Qué decía sobre ella?
—No me acuerdo bien. Fue hace mucho tiempo, cuando estaba escribiendo un artículo en Princeton. Y Edison, por si no lo sabías, también era masón. Vivía en Menlo Park, Nueva Jersey. Y después en West Orange. No está lejos de la casa que tenían mis padres cuando nos mudamos a Estados Unidos. Yo fui al instituto Edison, que estaba cerca.
—¿Pero qué tiene Edison…? —No pudo acabar la frase—. Creía que esto era un mapa que llevaba al evangelio de Judas. Ahora ni siquiera estoy seguro de lo que estamos buscando… Una especie de máquina, un mecanismo eléctrico. —Koster señaló la pantalla del PC—. Primero, Abraham de El Minya. Después Leonardo da Vinci. Luego Ben Franklin. Y ahora Thomas Edison.
—Y Turing y Boole.
—Pero ¿qué tienen en común todos ellos? Nada de esto tiene sentido. Todos vivieron con cientos de años de diferencia, en distintas partes del mundo.
Sajan se apartó un paso del escritorio.
—Me vuelvo a Estados Unidos —anunció—. Quedarse aquí no sirve de nada. Y creo que deberías darme el último fragmento del mapa. Ya has hecho suficiente, ¿no te parece? ¿Por qué vas a seguir arriesgándote?
—¿Estás loca? —Koster dobló el pergamino y se lo metió en la chaqueta—. Ya te lo he dicho. Yo soy el que lleva el mapa. ¿Por qué ibas a ser tú el blanco?
—Soy capaz de defenderme, probablemente mejor que…
—No se te ocurra decirlo.
—Sabes que es cierto, Joseph. Lo que pasa es que eres un machista.
—No me importa. El mapa se queda conmigo. —Guardó de nuevo el esquema combinado en la cámara y borró el archivo del PC de Emily—. ¿Adónde piensas ir? —le preguntó—. ¿Vas a volver a la costa?
—A West Orange —repuso ella—. Donde vivió Edison.
—¿Y la Agencia de Seguridad Nacional?
—Les han ordenado que nos vigilen, no que nos detengan. Por lo menos eso fue lo que dijo Lyman. Y además, ¿qué otra elección tenemos? Aquí no podemos quedarnos. No sé qué más hacer, Joseph —concluyó, meneando la cabeza—. ¿Tienes alguna idea mejor?
Koster miró el monitor. Luego se encogió de hombros.
—¿Qué te parece una cena?