París
Koster y Sajan se dirigieron a Montparnasse sin apenas intercambiar una sola palabra. Sajan insistía en detenerse abruptamente a cada rato. Se demoraban un instante, se agachaban en un callejón o una callejuela o volvían sobre sus pasos. Cuando Sajan se aseguró al fin de que nadie los estaba siguiendo saltaron a un vagón de metro en la estación de Montparnasse y fueron hacia el oeste en el Seis hacia el decimosexto arrondissement.
Durante el trayecto, Koster le explicó que, en el siglo XVIII, Passy había sido una modesta aldea a las afueras de París. Los diplomáticos americanos solían establecerse en ella o en la cercana Auetuil, que también se hallaba a corta distancia de París y en la ruta de Versalles. Cuando Franklin llegó a París en 1777, a los setenta y un años, le ofreció alojamiento Le Ray de Chaumont, un comerciante internacional que había hecho fortuna comerciando con las Indias Orientales y abastecía de pólvora a las colonias. De Chaumont era el propietario del lujoso hotel de Valentinois. De hecho, era tan opulento (tenía un jardín de siete hectáreas que dominaba París y el Sena) que algunos lo llamaban château. Franklin, que al principio no había pagado hospedaje alguno, se instaló al principio en un pabellón independiente llamado Basse Cour. Allí vivió y trabajó con los restantes miembros de la embajada norteamericana en Francia: Arthur Lee, Silas Deane y más adelante, John Adams y John Jay. Allí también realizó experimentos sobre la electricidad. En otro edificio instaló una pequeña imprenta.
Koster le advirtió a Sajan que Franklin había sido asombrosamente famoso durante todo el tiempo que había permanecido en Francia. Ya era notorio en París gracias a las visitas que había realizado en 1767 y 1769 y tenía excelentes contactos con la inteligencia francesa, sobre todo con los masones. Hasta había recibido las felicitaciones personales del rey Luis por sus experimentos eléctricos. De hecho, en el trayecto de Nantes a París, en 1776, la muchedumbre flanqueaba las carreteras para aclamarlo. John Adams estaba tan asombrado ante la admiración que le profesaban los franceses que escribió: «Cuando hablaban de él, se habría dicho que creían que iba a restaurar la Edad de Oro».
El vagón de metro frenó cuando se aproximaron a la estación de Passy.
—Gracias a Franklin y sus negociaciones con Bonvouloir —concluyó Koster—, Francia no solo proporcionó armas, municiones y tropas a los colonos, sino que también les otorgó el reconocimiento diplomático que contribuyó a la liberación de América. Cuando la noticia de la muerte de Franklin llegó a París en 1790 se caldearon tanto los ánimos que, en medio de la revolución francesa, la Asamblea Nacional suspendió la sesión hasta el día siguiente. Un año después le pusieron su nombre a una calle. ¡Hasta el gran Thomas Jefferson dijo que suceder a Ben Franklin como embajador en Francia era una lección de humildad!
El tren se detuvo y Koster y Sajan desembarcaron y subieron las escaleras que llevaban a la calle. Pero cuando ascendieron por los últimos escalones hasta el espacio abierto, Koster se dio cuenta de que no quedaba nada de aquella época. En los siglos transcurridos desde que Franklin viviese allí la ciudad había crecido alrededor de Passy. Lo único que quedaba era una placa en una casa en la esquina de las calles Raynouard y Singer que mencionaba que Franklin había vivido en ese lugar, pero el edificio original había desaparecido hacía mucho.
Koster se dio cuenta de que Sajan se sentía terriblemente decepcionada.
—Espera un momento —dijo—. ¿Te acuerdas del código que había en el segundo fragmento del mapa?
—¿Qué le pasa?
Señaló al hotel de Valentinois, una enorme estructura de piedra de seis pisos de altura construida a principios del siglo XIX, con confortables balcones de hierro forjado.
—Ese es el sitio donde Franklin instaló el primer pararrayos de Francia. Puede que el edificio sea relativamente nuevo —añadió—, pero ¿habrán cambiado el pararrayos? ¿No habrían tratado de conservarlo, en la medida de lo posible, como curiosidad histórica? Ayer traté de leer un poco sobre eso en internet. Que yo sepa, no lo han trasladado a ninguna otra parte.
Koster se adelantó hacia la puerta.
—Vamos —la apremió—. No pasa nada por mirar.
Un portero les franqueó el paso al edificio, que ahora era una residencia privada, pero la familia estaba fuera de vacaciones durante el verano. Sajan le dio veinte euros y al poco tiempo estaban subiendo los últimos escalones que daban al tejado. El portero, un inmigrante argelino llamado Jamal, aseguró que no sabía nada de ningún pararrayos de Ben Franklin ni de nadie. Insistió en que era nuevo. Atravesaron la puerta del tejado, desde donde se disfrutaba de una impresionante vista de la ciudad, con el río luminoso al sur y al este, la torre Eiffel al nordeste, junto a los jardines de los Campos de Marte y, a lo lejos, la forma imprecisa de Notre Dame. Entre las dos torres de la catedral, cerca del flanco oriental del hotel de Valentinois, se alzaba el pararrayos. Koster sintió que le daba un vuelco el corazón al detenerse a su lado. No cabía duda de que era muy antiguo, pero ¿sería el que andaban buscando?
El pararrayos estaba montado sobre una pequeña base de granito que Koster rodeó con cautela. Faltaba un amplio bloque de piedra de uno de los lados, como si hubiera sufrido daños durante el transporte hasta ese nuevo emplazamiento. En el lado que daba a la calle, habían tallado algo en el granito que parecían figuras de animales.
—Ven aquí —le dijo Koster a Sajan, que seguía hablando con el portero junto a la puerta—. ¿Cómo era esa cita de la Biblia?
Sajan le dijo a Jamal que esperase un momento y fue hacia Koster.
—«Vi a Satanás caer del cielo como un rayo» —dijo.
—No, entera. Todo el pasaje.
Sajan suspiró.
—«Os he dado autoridad para aplastar a las serpientes y los escorpiones y derrotar a todas las huestes del enemigo; nada podrá haceros daño» —declamó—. «Pero no os alegréis de que los espíritus se sometan a vosotros, sino de que vuestros nombres estén escritos en el cielo.»
Koster tomó a Sajan de la mano y la condujo a la parte de atrás del pararrayos, el lado que daba al antepecho. Allí, grabada en la piedra, había la forma inconfundible de un escorpión. Y rodeándolo por completo, una serpiente que se mordía la cola con la boca. A lo largo del borde exterior discurría una serie de estrellas, doce en total. Y en lo alto de las estrellas las iniciales «BF».
—¿Ben Franklin? —dijo suavemente.
—«Escritos en el cielo» —repitió ella.
Koster se arrodilló junto a la base del pararrayos. La pértiga metálica sobresalía del centro de una losa de granito macizo que a su vez descansaba sobre la piedra grabada. En uno de los lados de la base cuadrada, opuesto a los grabados, Koster reparó en una grieta en el granito. No, dos grietas. Era como si hubieran insertado posteriormente un pequeño azulejo en el bloque. Tiró de los bordes. El azulejo no se movió. Por mucho que lo intentaba, estaba firmemente sujeto. Koster consideró brevemente pedirle herramientas al portero, pero luego cambió de idea. Era inútil que se involucrase.
—Savita —dijo—. Intenta encontrar una especie de palanca o botón.
Sajan recorrió los diversos grabados con la mano, oprimió todas las estrellas, tiró de la serpiente y las iniciales. Y cuando tocó la punta del aguijón en la cola del escorpión, Koster profirió un grito.
—Ahí —exclamó con tomo apremiante—. Aprieta otra vez.
Ella obedeció y el azulejo se desprendió en las manos de Koster, que se asomó a la abertura. Había algo dentro del hueco: una bolsita de piel semejante a un monedero. La abrió con cuidado con la punta del bolígrafo. Sajan se arrodilló junto a él.
—Tiene que ser esto —murmuró con voz temblorosa.
Y lo era. Koster lo supo en cuanto extrajo el objeto del monedero. El tercer fragmento del mapa. Lo desdobló cuidadosamente, convenciéndose más a cada pliegue del pergamino. El último fragmento, con su propia serie de círculos, cuadrados y finas líneas. Ahora lo único que restaba era unir las tres preciosas partes.
El portero se acercó a ellos. Koster se metió apresuradamente el mapa en la chaqueta y colocó de nuevo el pequeño azulejo, ocultándole sus movimientos con el cuerpo. A continuación se puso en pie y cogió a Sajan de la mano.
—Pues vaya —le dijo a Jamal—. Este no es.
El portero se encogió de hombros y se volvió hacia la puerta. Al cabo de unos minutos habían vuelto a la calle.