París
Koster estaba en el balcón, contemplando a las golondrinas que devoraban a los insectos del Sena. Era una mañana soleada y calurosa, casi demasiado. Las riberas ya estaban atestadas de ociosos que trataban de refrescarse gracias a la brisa del río. Notre Dame resplandecía en la isla de la Cité, al otro lado del puente de Saint-Louis. Desde aquella posición, Koster disfrutaba de una vista perfecta de la parte posterior del coro, los jardines y los contrafuertes colgantes que descollaban de los flancos de la iglesia gótica como las patas de una araña gigantesca. Suspiró y se frotó el punto del cráneo en el que había recibido el golpe en las cavernas de West Wycombe. La hinchazón había disminuido, pero le seguía doliendo. Y el cuello también. A continuación se volvió hacia el muelle de Orleans y observó a una pareja de adolescentes que estaban tomando el sol en toples en la orilla. A escasos metros había un padre y un hijo que a todas luces estaban pescando con cañas. Y más allá de estos una mujer vestida de negro hacía taichí. Todo parece extraordinariamente normal, pensó. No era más que otra mañana en París.
El viaje desde Londres había sido corto pero penoso. Aunque le habían encargado que no perdiese de vista a la pareja, Lyman había apremiado a Koster y Sajan a que se marchasen inmediatamente de Gran Bretaña. Al parecer los estaban vigilando, pero no tenían órdenes de detenerlos. Les advirtió que les concedería tres horas, por los viejos tiempos, antes de dar parte de su ausencia. Entretanto trataría de limpiar la basura de West Wycombe.
Koster había instado a Sajan a que ambos cogiesen un vuelo de regreso a Estados Unidos. Estaba harto de que le disparasen, dijo. Estaba cansado de que trataran de estrangularlo y le dieran golpes en la cabeza. Por alguna razón, no le sentaba bien. Pero Sajan insistió en que fueran a París. Estaban demasiado cerca de la conclusión del viaje para desistir de la búsqueda.
—¿A quién le importa? —repuso Koster—. ¿De qué sirve el evangelio si estamos muertos?
Pero Sajan se había mostrado inflexible. Solo estarían a salvo completando el mapa de Franklin y encontrando el evangelio de Judas. Ese era el único seguro que tenían. Sin el evangelio eran vulnerables. Pero con él, afirmó, podían mantener a raya a sus enemigos, tal como había hecho Franklin.
Koster había accedido de mala gana. Era consciente del efecto que había surtido en Sajan la escaramuza en las cavernas. Desde que embarcaran en el Eurostar en la estación londinense de Waterloo se había mostrado distante y preocupada. En una ocasión la había sorprendido sola entre dos vagones cuando regresaba de comprar unos bocadillos. Estaba rezando, con la cabeza inclinada y moviendo los labios en silencio. Cuando Koster le había preguntado por quién estaba rezando, ella había alzado la vista sorprendida y le había contestado:
—Por la camarera y el hombre de las cavernas.
—¡El hombre de las cavernas! Pero si intentó matarnos —había protestado.
—Precisamente por eso.
El tren había llegado a la Gare du Nord en el décimo arrondissement a altas horas de la noche. El trayecto había durado menos de tres horas de principio a fin; era más rápido que los vuelos regulares. Sajan quería evitar los taxis, de modo que habían tomado el metro hasta las cercanías de la isla Saint-Louis. Una amiga les había ofrecido un apartamento de dos habitaciones junto al muelle de Orleans.
Durante el viaje en metro Koster le había preguntado a Sajan si le parecía prudente. ¿Se fiaba de su amiga Emily? Sajan había sonreído y le había contestado:
—Le confiaría mi vida. Lo que yo te pregunto es: ¿podemos fiarnos de Nigel Lyman?
Emily los estaba esperando cuando llegaron al apartamento de la isla Saint-Louis. Era una rubia menuda que llevaba un vestido rosa con flores estampadas y sandalias blancas. Sajan le dijo que se conocían desde hacía años. Habían pertenecido al mismo club cuando Sajan vivía en Europa. Emily les enseñó el apartamento y le entregó las llaves a Sajan.
—Ten cuidado —le advirtió, dándole dos besos en las mejillas, y luego se volvió hacia Koster, añadiendo—: Y cuida de mi amiga. —Koster había asentido, pero ella se había marchado antes de que hubiera tenido ocasión siquiera de darle las gracias.
Deshicieron las maletas y Sajan desapareció en el cuarto de baño para asearse. Koster preparó café mientras ella se daba un baño. Entonces reparó en el PC del escritorio del salón. Emily trabajaba para una especie de revista de arte y tenía varias impresoras y escáneres debajo del escritorio, así como una red inalámbrica. Koster se sirvió una taza de café y tomó asiento. Al cabo de un minuto se había conectado.
—Tenías razón —afirmó mientras escrutaba diversos sitios web.
—¿Sobre qué? —contestó Sajan, apareciendo en la puerta del dormitorio; llevaba una bata y se estaba secando el pelo con una toalla.
—Sobre George Boole. Según parece influyó en un científico llamado Shannon.
—¿Claude Shannon? Es el tipo que resolvió el problema del diseño de circuitos binarios.
—¿Qué problema? —quiso saber Koster.
—Cómo diseñar matrices de conmutadores magnéticos o repetidores de tal manera que pudieran encenderse y apagarse para introducir números binarios. Hoy en día, diseñar arquitectura informática es una tarea repetitiva que hacen mejor los ordenadores, pero entonces no los había. Las ecuaciones de Boole para las operaciones de «y», «o» y «no» redujeron la toma de decisiones a un conjunto de dualidades: sí o no, verdadero o falso.
—Cero y uno —comentó Koster.
—Exacto. —Dejó de secarse el pelo un momento—. Según dicen, después de leer un tratado de lógica booleana, Shannon comprendió que aquellas parejas también podían representarse mediante la dualidad de los conmutadores: encendido y apagado. En otras palabras, que alguien ya había realizado la formidable tarea de diseñar circuitos de lógica binaria. Cien años antes. ¡Boole!
—Pero ¿qué tienen que ver Shannon y Boole con Ben Franklin y el evangelio de Judas? ¿Y por qué le mandaron esa carta a Macalister? Nunca me he fiado de ese tío.
—No lo sé. Es un misterio.
Koster miró por encima del monitor.
—Será mejor que te vistas si queremos llegar a Passy esta mañana —comentó.
Mientras Sajan se preparaba, Koster había salido al balcón que dominaba el río y la gran catedral. Al cabo de unos minutos, Sajan reapareció a su lado.
—¿Disfrutando de las vistas de la ciudad? —le preguntó. Estaba tomando un gran cuenco de café con leche, contemplando pensativamente a las jóvenes que tomaban el sol en toples abajo.
—¿Sabías que César derrotó a los parisii en el 52 antes de Cristo en la isla de la Cité? —contestó Koster—. O, mejor dicho, su lugarteniente. Aquí fue donde el conde Eudes, que más adelante se convertiría en el rey de los francos occidentales, derrotó a los vikingos. Durante las invasiones bárbaras, los habitantes de Lutecia, nombre romano de la futura París, instigados por la joven santa Genoveva, se refugiaron en sus orillas. Entonces Clovis, rey de los francos, estableció la capital en la isla, que fue el centro de la religión y la justicia durante toda la Edad Media. En este punto, que era sagrado desde la época de los romanos, el obispo Maurice de Sully empezó a construir la catedral en 1163 y…
—Lo estás haciendo otra vez —lo interrumpió Sajan.
—¿Haciendo el qué? —replicó Koster, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos. Sajan llevaba una falda azul larga y vaporosa y una blusa de algodón blanco con flores bordadas. A través de los agujeritos bordados en la tela veía la piel morena, el relicario de oro y la cadena.
—No tiene importancia —continuó Sajan, contemplando el río, y añadió—: ¿Notre Dame es tu catedral favorita?
—Supongo que si se combinara la mampostería de Amiens con la cristalería de Chartres, el resultado sería prácticamente perfecto —contestó Koster—. Me acuerdo de la primera vez que vi la catedral de Amiens. Mis padres y yo habíamos tomado el tren de Londres a Roma y nos detuvimos a pasar el día. Entonces no tendría más de once o doce años. Me acuerdo de que íbamos en taxi por las calles de la ciudad cuando más adelante aparecieron las agujas de la catedral. En aquella época las matemáticas eran una especie de religión para mí. Me parecía que los números pertenecían a un mundo distinto, un lugar secreto al que yo podía ir a jugar, invisible y ajeno a todos los demás. Cuando me bajé del taxi, cuando vi la catedral delante de mí, el pórtico y el tímpano, el rosetón y las torres, fue como si ese mundo secreto hubiese cobrado vida. Es difícil describirlo. Recuerdo que fui corriendo a tocar las paredes. Crucé la puerta de entrada y contemplé los arcos del techo, el triforio y el claristorio. Era… perfecto. —Se volvió y la miró—. ¿Y la tuya? ¿Cuál es tu catedral favorita?
—Me gusta la catedral de San Juan el Divino de Nueva York.
—¿La de Harlem? ¿Lo dices en serio? —Koster torció el gesto—. Pero si ni siquiera está terminada. Le falta el transepto. Y tiene una parte románica y otra gótica; es un extraño diseño híbrido. Las puertas están bien, supongo, pero las cristaleras son toscas. A grandes rasgos.
—Tiene muchos defectos, igual que nosotros, Joseph. Puede que oficialmente sea una iglesia episcopaliana —dijo Sajan—, pero acoge a todos los credos. Hay vasijas sintoístas y un par de menorás al lado del altar. Y cada una de las capillas absidales está dedicada a un grupo mayoritario de inmigrantes, la extraña miscelánea que creó la ciudad. Puede que desde fuera parezca que no está terminada. Puede que tenga la piel desgarrada. Puede que no sea bonita, ni perfecta. Pero lo que importa es el corazón. No la mampostería ni las cristaleras.
Koster contempló el paso del río, que fluía hacia el mar, y contestó con un suspiro:
—Me parece que deberíamos ir a Passy.