1767
París
Franklin se aburría. Se hallaba en un círculo de hombres en la mansión del marqués D’Artois, en la calle Pérignon del séptimo arrondissement. Acababan de dar cuenta de una opípara cena de ostras, faisán y pato, además de un pudin apetitoso pero traicionero, y se habían reunido en la sala de juegos, donde estaban esperando a las damas.
Ataviado con una peluca y un traje de terciopelo azul de Manchester, Franklin estaba contándole al marqués el viaje desde Londres hasta París, que había sido un completo desastre. En compañía del doctor John Pringle, se había visto obligado a soportar un abyecto recorrido en carruaje desde la costa. Malhumorado y cansado por el viaje, Franklin había entablado interminables disputas con los posaderos durante el trayecto.
El marqués se reía entre dientes, compadeciéndolo. Pero sin duda, observó, desde que había llegado a París, desde el couvert con el rey Luis XVI y la reina María, las cosas habían mejorado. Había recibido honores de hombre ilustre en todos sitios, sobre todo por parte de aquella curiosa especie de experimentadores eléctricos llamados franklinistas, que se arracimaban alrededor de la leyenda norteamericana cada vez que hacía una aparición en público.
Otro noble francés se unió a ellos. Era una especie de conde, ¿o acaso se trataba de un barón? Franklin no lo recordaba. Seguía pensando en la deliciosa nueva esposa del anfitrión, la marquesa D’Artois, Estelle de Dinard, con la que había flirteado con cierto descaro durante la cena.
—¿Y qué le ha parecido la corte de Versalles? —le preguntó el barón o conde, que tenía un lunar falso en forma de conejo en la mejilla.
—Exquisita —repuso Franklin—. No tenemos nada comparable en las colonias. —Sonrió. El palacio era magnífico, en efecto, aunque se encontraba en mal estado, con paredes de ladrillo ruinosas y unas cuantas ventanas rotas—. Y París —añadió, cambiando de tema—. Las calles están limpísimas.
—Las barren todos los días —señaló el marqués D’Artois.
—Me han dicho que purifican el suministro de agua filtrándolo mediante cisternas de arena. Muy ingenioso. Tengo que admitir que París es mucho más limpio que Londres. —Franklin dirigió otra mirada a la puerta de la sala de juegos. ¿Dónde estarán las damas?, se preguntó. Si tenía que soportar a aquellos caballeros durante otros diez minutos acabaría volviéndose loco.
—La marquesa me ha dicho que es usted un experto en arte —comentó el marqués D’Artois.
Franklin se puso tenso y se volvió hacia el anfitrión.
—Yo no diría tanto, señor. Pero es cierto: me gusta lo que me gusta.
—Eso parece —repuso el marqués con tono sarcástico—. Me han dicho que ha demostrado mucho interés en mi nueva adquisición.
—¿A qué se refiere, señor?
—Pues al retrato de Cecilia Gallerani, la amante del duque de Milán. Mi Da Vinci. Algunos la llaman La belle ferronière.
Franklin sonrió.
—Dicen que la palabra «belle» no acierta a describirla.
—Sabrá usted, desde luego, que no se trata de la obra maestra original. El auténtico retrato está pintado sobre madera. El mío no es más que un estudio primitivo realizado sobre tela.
Franklin sintió que le daba un vuelco el corazón.
—¿No me diga? —contestó con tono cauteloso—. ¿Y a quién se lo ha comprado, si perdona mi atrevimiento?
—Al conde de Saint-Germain —respondió el marqués—. ¿Lo conoce?
—Me han hablado de sus hazañas.
—El conde es un caballero extraordinario, sin duda —intervino el hombre del lunar en la mejilla—. Habla varios idiomas, entre ellos el árabe, el sánscrito y el chino. Según parece vivió una temporada en la corte del sah, donde según dicen estudió alquimia.
—Es un violinista sensacional —interrumpió el marqués—. Y también un pintor con notables habilidades. He oído que mezcla madreperla con los pigmentos para obtener ese lustre que se observa en las piedras preciosas de sus lienzos.
—Es masón —intervino otro hombre— y ambidextro. He visto que componía un poema con una mano mientras escribía música con la otra. Y recuerda sucesos de la Antigüedad como si los hubiera vivido en primera persona. Mi esposa está convencida de que nació en Caldea hace varios siglos. Ahora está en Rusia…
—No, en Alemania —lo corrigió el marqués—. Se fue de Rusia después de colaborar en la subida al trono de Catalina la Grande. Me han referido sus hazañas en sus apartamentos del Royal Chateau de Chambord, en Turena, que le otorgó el monarca después de que volviera de la India con el general Clive.
Franklin se echó un paso hacia atrás.
—Sí, estoy al corriente de sus hazañas —comentó con aire misterioso. Lo cierto era que mantenía correspondencia con el conde de Saint-Germain desde hacía años. Con la ayuda del duque de Choiseul, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores francés, el hermano Saint-Germain había sido decisivo en la falsificación del pacto de familia de 1761, un tratado entre los Borbones franceses y españoles que había allanado el camino para el Tratado de París, que habían firmado Gran Bretaña, Francia y España y había puesto fin a la guerra de los Siete Años. Miró al marqués D’Artois con una sonrisa. Si supieras cuánto conozco a tu amigo, reflexionó. Pero estaba obligado a seguirle la corriente—. Me estaba hablando —añadió— de su nuevo cuadro.
El marqués se volvió hacia la puerta. Al parecer las damas ya estaban listas y esperaban a los caballeros en el salón. El marqués hizo una indicación a los invitados y estos salieron en fila de la sala de juegos.
Por fin, pensó Franklin. Atisbó a la señora D’Artois en el centro del salón recubierto de paneles. Llevaba un espléndido vestido de noche rosa adornado con diamantes y perlas y se había recogido la peluca en un voluminoso montículo de bucles. Estaba arrebatadora. En cuanto entró en la sala fue directamente hacia ella. La rodeaban por todas partes admiradores y aduladores, sobre todo damas jóvenes que agitaban abanicos. Franklin la abordó desde uno de los lados.
—¿Ya ha olvidado su promesa? —dijo, y las damas exhalaron un audible suspiro.
—¿De qué se trataba, monsieur Franklin? —repuso la marquesa.
Franklin se tiró de la peluca, que empezaba a resbalarse un poco por la sien.
—Vaya, estoy desolado, señora D’Artois. ¿No se acuerda? Durante la cena me prometió enseñarme el… —Titubeó. Contempló a las jóvenes damas que lo rodeaban—. El…
—El Da Vinci —terminó la marquesa.
—Sí —asintió Franklin, haciendo una levísima reverencia—. Eso también.
Las damas se echaron a reír. La marquesa cogió a Franklin del brazo y se lo llevó.
—Retirémonos enseguida —le dijo en privado—, antes de que arruine lo que queda de mi dudosa reputación. —Entonces se detuvo y señaló, y Franklin miró a la pared.
Allí estaba. Apenas daba crédito a sus ojos. La mujer del retrato miraba hacia un lado con una expresión enérgica y vivaz. El luminoso cabello de color henna estaba peinado con la raya en medio, recogido por encima de las orejas y atado detrás de la cabeza. La dama estaba detrás de un pequeño antepecho y la luz modelaba sus facciones. El nombre del cuadro, La belle ferronière, se debía a la banda que llevaba, una joya prendida en la frente con una cadena.
—Algunos dicen que es Lucrecia Crivelli, la otra amante del duque —le explicó la marquesa—. Y en efecto, el cuadro terminado es completamente distinto. El conde de Saint-Germain cree que Da Vinci modificó el cuadro cuando el duque dirigió sus atenciones a la Crivelli. Pero mire la cara —añadió—. ¿No se parece a la mujer que había pintado años atrás, la que sostenía el armiño?
—No la he visto nunca —admitió Franklin.
—Yo sí. El año pasado en Milán. Aunque, por supuesto, en este hay una puerta al fondo.
Franklin no lograba apartar la mirada del cuadro. ¿En qué estaría pensando aquella belleza renacentista? Con sus ojos mirando hacia un lado de aquella forma, había algo taimado, algo retorcido en sus pensamientos, a pesar de aquella desnuda expresión de inocencia. Y aquella puerta. El fondo estaba tan oscuro que el portal era prácticamente invisible. Al menos con aquella luz. No había duda al respecto. Era ese. Saint-Germain estaba en lo cierto.
Franklin se dio la vuelta y observó a Estelle de Dinard. Tendría que ser atrevido si quería llevar a término aquel drama. Sin previo aviso, se inclinó sobre la marquesa hasta que su rostro estuvo a escasos centímetros del suyo.
—¡Embajador! —exclamó ella, echándose hacia atrás.
—Es que estaba preguntándome… —dijo Franklin, al tiempo que miraba hacia un lado. Sí. Las damas de honor los estaban observando.
—¿Qué es lo que se estaba preguntando, embajador? Yo diría que está demasiado seguro de algunas cosas.
—Cómo consiguen las damas de París ponerse colorete con tanta precisión —contestó.
La marquesa sonrió. Estaba claro que sentía un tremendo alivio.
—Se hace un agujero de siete centímetros en un trocito de papel —explicó— y se pone en la mejilla de tal manera que la parte de arriba esté justo debajo del ojo. Después se frota. Cuando se retira el papel, lo único que queda es…
—La perfección —dijo Franklin, echándose a reír.