West Wycombe, Inglaterra
Un silencio helado y mortífero salió al encuentro de Nigel Lyman, que se puso en pie.
Había un hombre con pasamontañas y gafas de visión nocturna hecho un ovillo en la base del muro, cerca de la entrada. Lyman le iluminó la cara con la linterna. El desconocido tenía una pistola en una mano y un agujero limpio en la sien.
Lyman le arrebató la pistola de la mano de una patada, le arrancó las gafas de visión nocturna y le quitó el pasamontañas.
Sajan resopló al acercarse al muerto.
—¿Te suena de algo? —le preguntó Lyman.
El hombre llevaba un bigote bien recortado y el pelo rapado.
—Es uno de los hombres que vimos en Carpenter’s Hall. Los que nos atacaron.
Lyman se dispuso a registrarlo.
—¿Por qué estaría tan desesperado como para quitarse la vida antes que permitir que lo capturasen? —reflexionó—. ¿Solo por ese evangelio de Judas?
Lyman titubeó al darle la vuelta al cuerpo. Luego introdujo la mano en la chaqueta del desconocido y extrajo un sobre.
—Alumbra esto —dijo.
—¿Qué es? —quiso saber Koster.
—Está dirigido a un tipo llamado Robert Macalister, de Nueva York.
—¡Es el secretario de Nick Robinson! —exclamó Koster.
Lyman abrió el sobre y extrajo varias hojas de papel.
—Es una carta.
—Está claro que es una carta.
—Es de un tipo llamado Von Neumann a otro llamado Turing. Alan Turing. —Lyman apartó la mirada de la carta—. Espera un momento. He oído hablar de ese tipo. ¿Alan Turing no fue el que descifró el código alemán Enigma durante la segunda guerra mundial? Era una especie de matemático, ¿no?
—Déjame ver eso —intervino Koster. Lyman le dio la carta.
—Turing es famoso —dijo Sajan—. Inventó el primer ordenador de verdad, al que llamaron la máquina de Turing. Murió en circunstancias bastante sospechosas, la verdad, después de haberse comido una manzana envenenada en su laboratorio de las afueras de Londres. Algunos creen que fue un suicidio. Se había visto implicado en un escándalo. Otros creen que no fue más que un desgraciado accidente.
—Sí, es Turing, en efecto —asintió Koster—. Y Von Neumann.
—¿Quién es Von Neumann? —quiso saber Lyman.
—John von Neumann. Un matemático húngaro. Fue a Princeton en los años treinta y trabajó en la bomba atómica.
—Y también en informática —añadió Sajan—. Veía paralelismos entre la evolución de los ordenadores y la evolución de la mente humana.
—Están hablando de Boole —dijo Koster, alzando la vista—. Turing y Von Neumann.
—¿George Boole? —preguntó Sajan.
Koster asintió.
Lyman se puso en pie.
—Perdonad que no sea historiador y matemático, pero ¿quién es Boole?
—Unos cien años antes de que se inventaran los ordenadores un inglés llamado George Boole experimentó un «destello de clarividencia psicológica» que lo persuadió de que todos los procesos mentales humanos podían formularse en términos matemáticos.
—Como esos neopitagóricos.
—Más o menos, supongo —asintió Koster—. Nunca lo había visto así. Sea como fuere, Boole estaba estudiando para ordenarse sacerdote de la Iglesia anglicana cuando empezó a tener dudas sobre la verdad literal de la Biblia. También era un acérrimo defensor de la tolerancia y la libertad religiosa.
—Igual que Franklin —observó Sajan.
—Aunque Boole vivió un siglo más tarde. Acabó dedicándose a la docencia en el Queen’s College de Irlanda, donde desarrolló la síntesis matemática de la cognición humana, que se publicó en torno a 1850. Es la base de toda la lógica booleana.
—Ah, espera —dijo Lyman—. He oído hablar de eso. Es para los ordenadores, ¿no?
Koster asintió.
—Este académico victoriano autodidacta se adelantó un siglo a su tiempo desarrollando una metodología de toma de decisiones perfecta para las máquinas digitales. —Sacudió las páginas que tenía en la mano—. En esta carta hay referencias a dos de las fórmulas de Boole: la famosa x=x², que solo es cierta para dos números, el cero y el uno, los números binarios, y la prueba de que Dios existe de verdad.
—¿Hay una prueba de eso? —exclamó Lyman, echándose a reír.
—Es x (1-y) (1-z) + y (1-x) (1-z) + z (1-x) (1-y) = 1 —contestó Koster con tono serio—. En todo caso, la carta también afirma que Von Neumann, mientras estudiaba unos antiguos documentos de Boole, descubrió que el profesor de Queen’s College había sufrido ese supuesto «destello de clarividencia psicológica» mientras trabajaba en una fórmula en la que intervenía fi.
—¿Fi? —repitió Sajan—. ¿Como la triple tau de Washington?
Koster asintió.
—Esperad un momento —intervino Lyman—. He vuelto a perderme.
—La triple tau —explicó Koster—. Es algo que hemos descubierto en el trazado de las calles de Washington. Tau (τ) es la decimonovena letra del alfabeto griego. A veces se emplea la te minúscula como símbolo de la proporción áurea, aunque la mayoría de la gente usa la fi (Φ), que es la vigésimo primera letra del alfabeto griego. También se utiliza como constante matemática, igual que pi (π). Vale 1,618, más o menos. —Sus dedos bailaban sobre las perneras del pantalón—. En matemáticas se sabe que dos cantidades mantienen la «proporción áurea» si la proporción entre la suma de ambas y la mayor es la misma que la proporción entre ellas.
—Olvida lo que te he preguntado —refunfuñó Lyman.
—Lo has visto en el arte —insistió Sajan—. El medio áureo. La proporción áurea. Muchos artistas del Renacimiento…
—Como Da Vinci —la interrumpió Koster, con creciente entusiasmo.
—Sí, como Da Vinci. Proporcionaban sus obras para aproximarse a la proporción áurea, creyendo que resultaba estéticamente agradable.
—Dime una cosa —dijo Lyman—. ¿Qué tienen que ver ese tal Boole, Alan Turing y tus disparates con el evangelio de Judas y Ben Franklin?
Koster meneó la cabeza.
—No tengo ni idea.
—¿Y no te parece que es terriblemente sospechoso que un hombre como este —señaló el cadáver que se hallaba a sus pies— vaya a la guerra con esa carta?
—Dudo que pensara que iban a capturarlo.
—Puede que no —admitió Lyman—. Pero de todas formas, ¿qué te parece? —Miró a Sajan, que guardaba silencio.
—¿Savita? —dijo Koster—. ¡Savita!
Sajan miró a Koster.
—Lo siento —dijo—. Estaba pensando.
—¿En qué?
—En Boole. Siempre me ha maravillado. Me parece una aberración extraordinaria. ¿Cómo es posible que desarrollase algo tan importante para la informática un siglo antes de que esa álgebra pudiera usarse siquiera? No tiene sentido.
Lyman exhaló un suspiro.
—Mira, comprobaré la conexión Turing si quieres y averiguaré si ha desaparecido alguno de sus documentos. Extraoficialmente. Entretanto, me parece que deberíais marcharos. A París. Y encontrar el tercer fragmento del mapa.
—¿Qué pasa con este? —preguntó Sajan, señalando el cadáver.
—Yo me encargo de él. Los que me preocupáis sois vosotros dos. —Se interrumpió un momento antes de volverse hacia Koster—. No lo sabes, ¿verdad?
—¿De qué estás hablando?
—Estás en la lista de vigilancia de la Interpol. Te están siguiendo los pasos. Y no me refiero solo a los caballeros y esa monja amiga vuestra. Me refiero a la policía.
—¿La policía? Pero ¿por qué? Yo no he hecho nada. —Koster miró de nuevo hacia el túnel que nacía en la caverna, casi esperando que la policía se materializase.
—Eres sospechoso de terrorismo —contestó Lyman—. Las órdenes vienen directamente de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana. Lo que significa que la Iglesia se ha aliado con el Gobierno. No puedo seguir ayudándote, Joseph.
—¿Es que no lo entiendes? —exclamó Sajan—. Díselo tú, Lyman, ya que lo sabes todo.
—Me temo que os estaban siguiendo —dijo Lyman.
—¿La policía?
—Es una forma de decirlo. —Lyman buscó en la chaqueta y sacó la cámara digital de Koster—. Yo.