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West Wycombe, Inglaterra

La caja medía unos quince centímetros de largo y diez de ancho. Estaba decorada con una pirámide que coronaba un ojo omnisciente, tan brillante como el sol. Sajan retiró con cuidado la tapa. No había bisagras, de modo que sencillamente se deslizaba como la tapa de un diminuto sarcófago. Y dentro había una pequeña lámina de pergamino. Sajan la sacó pero Koster ya se había dado cuenta de lo que era. El segundo fragmento del mapa. Se parecía mucho al primero. Sajan lo desdobló cuidadosamente.

—¿Es el mapa? —preguntó Lyman.

Koster asintió. Una vez más, se asemejaba más a un esquema que a un mapa, con el mismo diseño reconocible de círculos y cuadrados dentro de un laberinto de finas líneas. Koster lo identificó de inmediato. Y Sajan también.

—Me pregunto —reflexionó esta— si el mapa y los esquemas que Franklin menciona en el diario estarán relacionados de alguna forma… con los de Abraham de El Minya y Da Vinci. Ya sabes, no dejo de pensar… —Hizo una pausa—. Esto me recuerda algo.

Koster le arrebató el fragmento del mapa. En este los márgenes también estaban resquebrajados, como si hubieran arrancado la página mucho tiempo atrás.

—El diario de Franklin decía que fue a París, a la casa del marqués D’Artois. Según parece, estaba buscando algo. Un dibujo que había encontrado en el reverso de un cuadro de Leonardo da Vinci. Un estudio de Cecilia Gallerani. Pero francamente, me parecía una historia descabellada. Y además —continuó—, ¿qué tienen que ver esos esquemas con el evangelio de Judas? No lo entiendo. Están relacionados, pero ¿cómo?

—Y mira —añadió Sajan, señalando hacia abajo—. Más códigos masónicos. Igual que en el primer fragmento. ¿Qué es lo que dicen?

Koster lo examinó atentamente. Tardó un minuto en traducir el texto. Entonces dijo:

—Es una serie de letras: LUCDIXDIXHUIT. —Se volvió hacia Sajan—. Está en francés. «Luc» es Lucas.

—Lucas 10, 18. De la Biblia —dijo Sajan.

—No conozco la…

—«Jésus leur dit» —declamó Sajan—: «“Je voyais Satan tomber du ciel comme un éclair”». Lo que significa: «Y Jesús les dijo: “Vi a Satanás caer del cielo como un rayo”».

—Sí que conoces la Biblia —comentó Lyman—. Pero ¿qué significa eso?

—No tengo ni idea.

—¿Y por qué está en francés? —añadió Lyman—. La primera pista estaba en inglés.

—Porque esta pista se refiere al tercer fragmento del mapa —dijo Koster—. El que está escondido en Passy.

—Eso tiene sentido —admitió Sajan—. La cuestión es, ¿dónde?

Koster se encogió de hombros.

—Ya lo averiguaremos. Mientras tanto… —Cogió la cámara digital y se la dio a Lyman—. Toma —dijo, sosteniendo el segundo fragmento del mapa delante de él—. Saca una foto.

Lyman obedeció. Después de que hubieran vuelto a meter la caja ahora vacía en el muro y hubieran rellenado la abertura, recogieron las herramientas y se internaron de nuevo en el pasillo dirigiéndose hacia la puerta de las cavernas. Habían recorrido casi veinte metros cuando Lyman se detuvo. Levantó la mano pero no dijo nada. Venía alguien. Koster oyó el repiqueteo de pasos que reverberaban en el túnel. Y entonces los sonidos se interrumpieron.

Lyman apagó la linterna. Koster y Sajan hicieron lo propio. El túnel quedó sumido en la oscuridad, con la excepción del mortecino fulgor rojo de la bombilla del techo.

Lyman les indicó que siguieran adelante, de modo que caminaron lentamente a través de la penumbra. Al cabo de un momento llegaron a un recodo en el túnel. Había algo o alguien más adelante. Koster distinguió una tenue silueta, pero no acertaba a precisar si se trataba de una persona o un maniquí. Trató de acordarse de lo que había visto al adentrarse en las cavernas. Entonces Lyman encendió la linterna y la luz refulgió en las tinieblas.

Koster exhaló temblorosamente un suspiro de alivio. Era un maniquí, un hombre con traje de época. Lord Sandwich, tal vez. Se disponían a internarse de nuevo en el túnel cuando Koster reparó en otra figura: un maniquí que llevaba una máscara. En ese momento el maniquí se movió, Lyman profirió una maldición y Koster vislumbró el rostro de una mujer detrás de la figura. Un puño helado le estrujó el corazón. Llevaba un hábito y una toca. La monja levantó la mano, como si estuviera dando una bendición, y las luces del techo se apagaron.

Lyman apagó la linterna y el túnel se oscureció de repente. Salieron corriendo por el pasillo, alejándose de la entrada. Durante la huida, Koster oyó una detonación sofocada y sintió el impacto sordo de las balas al hundirse en el muro a sus espaldas. Les estaban disparando. ¡Intentaban matarlos!

Descendieron corriendo por el pasillo. Cuando llegaron a un recodo en el túnel, Lyman se detuvo abruptamente y Koster estuvo a punto de estrellarse contra él.

—Sigue corriendo —lo apremió el detective británico, y disparó de improviso. Los ecos de la detonación de la pistola rebotaron en el túnel. Lyman siguió disparando una y otra vez. El sonido era tan ensordecedor que Koster tuvo que sostenerse contra el muro opuesto—. ¡Venga, diablos, venga! —chilló Lyman.

Koster sentía que se le habían hecho añicos los tímpanos. El pitido no cesaba. Se internó en el pasillo, apoyándose en las paredes con una mano. Sajan iba corriendo al lado. Oía su respiración entrecortada y el sonido de sus pasos mientras descendían rápidamente por el pasillo. Corrieron y corrieron y entonces, de repente, Sajan desapareció. En un minuto estaba y al siguiente… nada. No había nadie a su lado. Se había esfumado. El túnel debía de haberse bifurcado, se dijo Koster. Se detuvo dando tumbos, tratando de aguzar el oído. Lyman había dejado de abrir fuego, pero cada pocos segundos Koster distinguía a duras penas las tenues detonaciones de armas de pequeño calibre. Los disparos eran apenas audibles. Luego se hicieron más estruendosos. Koster levantó la linterna, apuntando a sus espaldas. Lo invadió el deseo desesperado de encenderla de nuevo, pero era consciente de que la luz delataría su posición. De modo que esperó, resollando y confiando en distinguir los sonidos de Sajan más adelante. Pero no oía nada más que el chisporroteo del tiroteo, que se acercaba cada vez más.

No puedo quedarme aquí escondido, pensó. Sajan estaba en apuros. Koster esperó unos segundos y se internó de nuevo en el pasadizo, sin apartar una mano del muro. ¿Qué ha sido eso? Algo se había movido, estaba seguro de ello. Allí mismo, más adelante. Alargó la mano en las tinieblas y tocó… ¡la ropa de alguien! Echó la cabeza hacia atrás instintivamente. No pasó nada. De modo que alargó la mano de nuevo. Sintió la tela de un traje y después cera en la yema de los dedos. No era más que un muñeco. Koster aspiró una temblorosa bocanada de aire. Debía de haber rodeado la caverna de Franklin por un pasillo exterior y después haber vuelto a la caverna. Se disponía a continuar cuando oyó de nuevo aquel sonido. Levantó la linterna. Su dedo se posó en el botón que estaba demasiado asustado para apretar. Pasos. Ahora los oía claramente. Venía alguien.

—¿Savita? —susurró. Apretó la espalda contra el muro—. Savita, ¿eres tú?

Pero nadie contestó. Los pasos se acercaron. Koster salió y encendió la linterna.

Delante de él había un hombre con gafas de visión nocturna y un pasamontañas que se había quedado paralizado ante el haz de la linterna. Llevaba una pistola. Koster se dio la vuelta y salió corriendo, pero no fue lo bastante rápido.

El hombre del pasamontañas fue corriendo tras él y lo apresó por los hombros para darle la vuelta. A continuación alzó el arma. El túnel explotó en un estallido de luz blanca. Después todo se desvaneció.