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West Wycombe, Inglaterra

—¿Y dices que el que te encargó esta misión fue Robinson? —preguntó Lyman, dirigiéndose a Koster. El detective británico había escuchado pacientemente mientras el americano le informaba de todos los detalles.

—Sí, ya te lo he dicho. Alguien le había mandado el diario de Ben Franklin. El codificado.

—¿Y eso no te parece sospechoso?

—¿Qué quieres decir?

—Robinson fue el que te mandó a Francia hace tantos años, ¿no es cierto? Para que trabajaras en ese libro sobre las catedrales de Chartres.

—¿Y qué?

—Tienes que admitir que resulta un poco extraño. ¿Confías en él?

—Por supuesto que confío en él. Somos amigos desde hace treinta y cinco años.

—¿Dónde está ahora ese diario? —insistió Lyman.

—En una caja fuerte. En nuestro hotel de Londres.

Sajan levantó la mano. Al rato, la chica de la minifalda de cuadros escoceses volvió con los bocadillos. Esperaron a que pusiera la mesa y regresara a la cocina antes de continuar la discusión.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó Sajan a Lyman—. Lo de Nick.

—Fui policía durante casi cuarenta años —replicó Lyman, mientras miraba los bocadillos. Cogió uno y lo inspeccionó atentamente antes de llevárselo a la boca—. No creo en las coincidencias. —Le dio un buen mordisco—. No creo que fuera sincero contigo… tu editor. Creo que estaba involucrado desde el principio.

Koster había perdido el apetito de repente.

—Si eso era lo que pensabas, ¿por qué no me dijiste nada? ¿Por qué me lo dices ahora, después de tantos años?

—No es la clase de cosas que se escriben en la posdata de una felicitación navideña —repuso Lyman—. No somos exactamente los mejores amigos del mundo, Joseph. Tú me mandaste aquellas botas de pesca… que sigo utilizando, por cierto. Pero tal como has dicho, Nick y tú… sois amigos desde la infancia. ¿Quién era yo para ponerlo en tela de juicio? No soy más que un policía al que conociste durante unas vacaciones. Y aún diría más, ahora soy un policía jubilado.

—Sí, enhorabuena por eso —dijo Koster. Las yemas de sus dedos se pusieron a tamborilear en la superficie de la mesa.

Lyman sonrió.

—Ahora tampoco te habría dicho nada, pero me parece que te ha arrastrado a otra de sus aventuras. El evangelio de Tomás. El evangelio de Judas. No me fastidies. —Le dio otro mordisco al bocadillo—. No estoy para estos trotes. Me he jubilado. Regento una tienda de aparejos de pesca en las afueras de Winchester. —Miró a Sajan—. ¿Y tú qué interés tienes en todo esto, si no te importa que te lo pregunte?

—Yo diría que no te importa lo más mínimo. De hecho, probablemente lo echabas de menos. —Sajan le brindó una sonrisa deslumbrante—. Este arte tuyo del interrogatorio. Soy amiga de Nick —contestó.

—Eso pensaba.

—De acuerdo, déjame hacerte una pregunta —prosiguió Sajan.

Lyman siguió masticando el bocadillo, imperturbable.

—¿Crees que le echó el guante al evangelio de Tomás?

Lyman sonrió, tragó el bocado y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—¿Quién, Robinson? Sí que lo creo. No lo encontramos debajo de Chartres, pero el cemento en el que estábamos excavando se encontraba sospechosamente fresco. Creo que alguien llegó antes que nosotros. Y si fue así, te apuesto lo que quieras a que le mandaron a Robinson el hallazgo.

Sajan no contestó, sino que siguió removiendo el té con la cuchara.

—Pero no estás seguro —lo espoleó Koster.

Lyman meneó la cabeza.

—No, no lo estoy. No es más que una sospecha.

—Eso pensaba yo. —Koster se reclinó en la silla con una expresión petulante en el rostro—. De todas formas, eso ahora es una pérdida de tiempo. Agua pasada. Te he pedido que vengas para que me ayudes a buscar el segundo fragmento del mapa de Franklin.

—Si es que existe —repuso Lyman—. Estas cavernas son muy antiguas. Las han visitado miles de personas. ¿Qué te hace pensar que encontrarás algo que no haya descubierto nadie antes?

Koster sonrió. Se metió la mano en la chaqueta, sacó una hoja de papel y la depositó encima de la mesa, delante de ellos. Se trataba de una copia del primer fragmento del mapa, una impresión de la cámara digital.

—Que yo sé dónde buscarlo —contestó—. El verso que desciframos del primer fragmento del mapa era obra de Whitehead, el secretario tesorero de la sociedad. La estrofa completa dice: «Da veinte pasos y descansa un rato, / luego coge un pico y encuentra el pasadizo / en el que antaño seduje a mi amada. / Eran veintidós en la época de Dashwood, / tal vez para ocultar esta celda divina / en la que reposa mi amada en un sublime descanso».

—¿Qué significa eso? —preguntó Lyman, frunciendo el ceño.

—¿No te has dado cuenta de que la iglesia de San Lorenzo está construida encima del sistema de cavernas? El techo es una copia de las ruinas del templo del Sol de Palmira. Dashwood no solo estaba influido por los antiguos misterios, sino también por los antiguos cultos solares. Eso me dio que pensar. En la biblioteca de Dashwood había algunos libros sobre la cábala. En la tradición cabalística el número veintidós está relacionado con el número de senderos que discurren entre las diversas esferas de emanación divina del árbol de la vida. El poema se refiere a un pasadizo secreto que según los rumores está cerca del número veintidós. La celda en la que duerme un ser amado es como la tumba de Venus en la literatura rosacruz. Estoy seguro de que Dashwood conocía esa historia.

—¿Los rosacruces? —dijo Lyman—. He oído hablar de ellos. Era una especie de grupo masón, ¿no?

—No exactamente, aunque desde luego influyeron en algunos rituales y ritos escoceses.

—La orden fue fundada en el año 46 —intervino Sajan—, cuando Marcos, el discípulo de Jesús, convirtió a un gnóstico alejandrino llamado Ormus y a seis de sus seguidores. El rosacrucismo era una especie de fusión del cristianismo gnóstico primitivo y los misterios egipcios. Las escuelas de misterio del Antiguo Egipto se remontan al siglo XV antes de Cristo, durante el reinado del faraón egipcio Tutmosis III. Uno de los alumnos más famosos fue el faraón Akenatón, al que se conoce sobre todo porque creó uno de los primeros sistemas de creencias monoteístas del mundo.

—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Koster, mirándola con aire de perplejidad.

—No eres el único que se ha documentado —contestó Sajan. Parecía sinceramente azorada—. Ayer me conecté un rato en el hotel.

—Pues has acertado. Y algunos creen que también existe una conexión islámica. Según el Fama Fraternitatis, en 1614, cuando tenía dieciséis años, Rosenkreuz, del que la orden recibe el nombre, emprendió una peregrinación a Marruecos, Egipto y Arabia, donde se puso en contacto con místicos orientales que le revelaron la «ciencia de la armonía universal». Dantinne cree que es posible que Rosenkreuz descubriera sus secretos entre los Hermanos de la Pureza, una sociedad de filósofos originaria de Basra, Iraq. Su doctrina estaba arraigada en el estudio de los antiguos filósofos griegos, aunque con el paso de los siglos se volvió más neopitagórica. Acabaron adoptando la tradición pitagórica de visualizar los objetos y las ideas en términos de sus valores numéricos.

—Pero ¿qué tiene que ver todo eso con el mapa de Ben Franklin? —insistió Lyman.

—No lo sé bien. Seguro que Franklin, como era masón, conocía estas leyendas —dijo Koster—. Las raíces de la sabiduría numerológica de los masones se encuentran en la tradición pitagórica. Supongo que ya lo descubriremos más adelante.

Lyman le hizo una seña a la camarera, que acudió con la cuenta y una bolsita de plástico. Lyman y Koster se dieron palmaditas en los bolsillos mientras Sajan dejaba quince libras encima de la mesa. A continuación, Lyman se volvió hacia la camarera y le dijo:

—Recuerda, Victoria. Que no entre nadie mientras estamos aquí. Y no te preocupes por la cola.

La chica de la falda de cuadros escoceses sonrió. Koster observó que tenía un amplio hueco entre los incisivos.

—No se preocupe —contestó, guiñándole el ojo—. Yo me encargo. Hay un cerrojo en la puerta y yo tengo la única llave. Buena suerte, inspector jefe.

Salieron de la tetería y atravesaron de nuevo el patio en dirección a la entrada de las cavernas. Durante el trayecto Koster le propinó un codazo a Lyman en el costado izquierdo.

—¡Inspector jefe! Creía que te habías jubilado.

Lyman se rió.

—Te juro que no le he dicho nada. Solo le he contado unas cuantas historias de los viejos tiempos. Ella adivinó lo demás.

—Seguro.

—Cuando eres policía, lo eres para siempre. A veces la gente se da cuenta. Además, pensé que nos hacía falta un poco de intimidad. Tomad. —Se detuvo un instante junto a la puerta de las cavernas y sacó tres linternas de la bolsita de plástico que llevaba—. Las necesitaremos.