West Wycombe, Inglaterra
Apenas había un corto trecho desde Henley hasta Marlow y seguidamente High Wycombe. Koster elaboró algunos detalles mientras el Jaguar devoraba la carretera. Actualmente se desconocían las actividades de los Frailes del Fuego Infernal, le explicó a Sajan, aunque aparentemente en casi todas sus ceremonias se burlaban del cristianismo en general y del Papa en particular y había una buena dosis de connotaciones sexuales. Wilkes afirmaba que se trataba de misterios eleusinos, pero ¿quién sabía? A pesar de las leyendas populares, añadió, ninguna de las fuentes más fidedignas mencionaba que realmente adorasen al diablo. Desde luego, los lugareños de la época no habían observado nada siniestro, aparte de que periódicamente llegaban mujeres y licores.
—Parece la caverna de Hugh Hefner combinada con los Skull and Bones[16] —comentó frívolamente Sajan.
Fueron de pueblo en pueblo y enseguida salieron volando de High Wycombe en dirección a West Wycombe. Cada vez que enfilaban un tramo despejado de la carretera, Sajan aceleraba sin inmutarse hasta unas velocidades escalofriantes. Adelantó rápidamente a un camión, se incorporó de nuevo al carril y finalmente aflojó el paso.
—¿Qué es eso? —dijo, inclinándose hacia delante, señalando un edificio situado en una colina, justo delante.
—El mausoleo de Dashwood, supongo —contestó Koster.
Se trataba de una gigantesca estructura de granito cubierta de hiedra, semejante a un pequeño coliseo. Con sus pórticos y arcos clásicos parecía más una fortaleza que una tumba. Cada esquina de la estructura estaba coronada con una serie de enormes urnas de piedra.
Recorrieron un trecho de carretera cuando otra cosa les llamó la atención. Era la iglesia de San Lorenzo, que relucía en el fulgor matutino. Koster revisó el mapa para asegurarse. Se trataba de una fortificación de la Edad de Hierro que Dashwood había edificado entre las laderas de West Wycombe Camp sobre las ruinas de una antigua torre normanda. Lo curioso era que la iglesia se encontraba exactamente a trescientos pies del llamado templo Interior, la caverna más profunda del sistema. Allí, según la leyenda, los «monjes locos» habían celebrado sus misteriosos rituales.
Cuando doblaron un recodo de la carretera, al pie de una colina, Koster vio una señal que indicaba las cavernas. Sajan aflojó considerablemente el paso.
Ante ellos se elevaba una estructura neogótica, un arco, mejor dicho, que se replegaba hasta una colina, al otro lado de una negra reja de hierro forjado de tres metros de altura. Los muros de los edificios parecían en ruinas, como si se hubieran quemado mucho tiempo atrás en una terrible conflagración. Entonces Koster comprendió que seguramente habían diseñado toda aquella estructura de forma que pareciese ruinosa. Los edificios estaban dispuestos en forma de uve, con una amplia puerta en la base, donde se abrían las cavernas. Había unos cuantos coches estacionados en uno de los lados. En uno de los brazos de la uve había una tetería y en el otro algo que parecía una tienda. Sajan y Koster se apearon del Jaguar y atravesaron el patio en dirección a la tienda. Se asomaron al escaparate; los estantes estaban atestados de baratijas y curiosidades de plástico: espadas, linternas y murciélagos. Sobre todo basura barata de Halloween. Dentro había unos cuantos turistas. Sajan y Koster se dirigieron a la pequeña cafetería.
En cuanto Koster abrió la puerta lo asaltaron los dulces aromas del café recién hecho y las tostadas con mantequilla. Había mesas con manteles de plástico desperdigadas y una especie de barra junto a la cocina. Nigel Lyman estaba sentado ante ella con una taza en la mano, charlando con una joven de cabello castaño que llevaba una falda corta de cuadros escoceses. Lyman vio a Koster en cuanto entró y se puso en pie.
Koster observó a Lyman mientras este se acercaba sonriendo y lo saludaba con la mano. El antiguo inspector tenía buen aspecto, decidió. Tal vez hubiera engordado unos cuantos kilos, pero aún parecía ágil y en buena forma. Seguía caminando con el aire sombrío y resuelto de antaño, como si estuviera impulsándose hacia el futuro. Le habían salido canas en las sienes y el cabello le raleaba un poco en la coronilla, pero aparte de eso se habría dicho que seguía siendo el mismo de hacía quince años. Koster, sintiéndose repentinamente viejo y decrépito, alargó la mano.
Lyman la ignoró, le asió los hombros y lo zarandeó.
—¡Joseph! —exclamó con una amplia sonrisa—. Por Dios, cuánto me alegro de verte. Cuando me llamaste… —Lo zarandeó de nuevo, le pasó un brazo por los hombros y se los estrechó.
—Tienes buen aspecto —consiguió decir Koster—. No has cambiado nada. Te odio.
Lyman se rió. Era agradable verlo reírse. En Francia, hacía quince años, no se había reído mucho. Y ahora, por extraño que fuera, Koster también se rió. La risa salió de la nada. No la esperaba. Había temido que la visión de su viejo amigo le trajera de nuevo oscuros recuerdos. La última vez que se habían visto estaban delante de la catedral de Chartres, observando mientras depositaban el cuerpo de Mariane en la parte trasera de una ambulancia.
—Y esta debe de ser Savita Sajan —añadió Lyman, apartándose al fin.
—Ay, lo siento —dijo Koster. Los presentó y se estrecharon la mano.
Por un momento, ninguno dijo nada. Después Lyman se dio la vuelta y señaló las mesas.
—¿Qué os parece una buena taza de té? —continuó.
La camarera se acercó y todos pidieron té y bocadillos. Lyman confesó que estaba muerto de hambre. En cuanto la chica se retiró, Lyman se inclinó hacia Koster y la sonrisa desapareció de su rostro.
—Bueno, Joseph, dime, ¿cuál es el problema? ¿Qué es lo que pasa?