Washington D.C.
Veinte minutos más tarde, Rose y Lacey salieron a la calle G. Hacía mucho que se había marchado el séquito del vicepresidente. Michael estaba complacido con el resultado de la reunión. Había ido al cuarto de baño inmediatamente después para celebrarlo y ahora se sentía especialmente optimista. Lo de Filadelfia no había sido más que un contratiempo, un bache en la carretera. Se arreglaría enseguida. Y entonces le presentaría aquella victoria a su padre. Y Thaddeus tendría que reconocer al fin que le había llegado la hora de retirarse, la hora de adoptar un papel más discreto. El de consejero, tal vez. Al fin tendría que decir algo, en lugar de contestarle solamente con aquella mirada fría y vidriosa.
Michael se detuvo bruscamente.
—Ah, ahí está —dijo Lacey. El arzobispo saludó con la mano derecha—. Hermana María. Aquí.
La joven monja lo miró desde debajo de la toca y Michael Rose sintió que aquellos ojos penetraban hasta los abismos de su alma. Fue como una violación espiritual. Una violación extrasensorial. Ella bajó la mirada al acercarse, a la manera de una suplicante, y se detuvo a su lado. A continuación alzó nuevamente la cabeza y sonrió, y Michael sintió que una descarga de placer en estado puro le recorría las ingles.
Ay, Dios mío, pensó Michael. Es exquisita. Pero no era la piel morena como el cacao, ni la deliciosa curva de aquellos labios lo que lo excitaba. Sentía que los pozos de sus ojos lo habían absorbido y que se había ahogado en aquel vacío.
—Tenga cuidado, Michael —le advirtió el arzobispo—. Pica.
La hermana María se miró los pies.
—Tengo noticias —empezó.
—¿De qué se trata, hija mía? —contestó Lacey.
—Koster y Sajan han salido del país esta mañana. He reservado una plaza en el próximo vuelo a Londres.